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Izquierdofobia

El presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez.

Juan José Téllez

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Vivimos bajo una dictadura comunista y bolivariana, van a reabrir las checas con el próximo curso escolar y acechan bajo las capuchas de Bildu los durmientes de ETA, que entraron en combustión democrática con su disolución hace justo cinco años atrás.

Ese es el imaginario que ha mucho transmite la acorazada Brunete de la derecha extrema –valga la redundancia-- mediática e interactiva, los discursos de los diestros, los tuiters de los siniestros, el totum revolutum de voceros y de propios, de los francamente melancólicos y de los realmente ofendiditos.

Persiste un largo ruido de cacerolas en las redes sociales, en los mítines, en ese foro romano que son los bares, en las salas de espera de las mutuas o del seguro, en las colas del AMPA a la hora de recoger a la chiquillería a las puertas de un colegio, en el vestuario de los gimnasios, en los puestos del mercado. A Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, se le convierte en un formidable muñeco del pim-pam-pum, quizá cavilando en que el primer premio de la tómbola serán las llaves de La Moncloa: le han llamado psicópata, déspota, autista, caudillista, ególatra, autoritario y –la vida es bella—visigodo. Por no hablar de la quincalla retórica habitual contra monteros y coletas, echeniques y yolandas.

Los ministros se proyectan ante la opinión pública como pérfidos villanos de Juegos de Tronos, los transeúntes les insultan como si fueran invitados en un plató de la telechunga, los airados arrancan los carteles de sus correligionarios, exabruptan arengas los de la camisa caqui que no hicieron la mili, los atildados caballeros del yate de los narcos, los del emporio familiar de las mascarillas chinas.

No hay mejor discurso que el de las emociones y no hay mayor emoción que la del odio: el que caricaturiza, el que desdibuja, el que cosifica, el que convierte al adversario en enemigo y a éste en un punching ball contra el que esgrimir la dialéctica de los puños y las pistolas. Persiste en estos últimos años una enrarecida atmósfera en que el aire es denso y nos habla de un cambio climático en nuestras costumbres colectivas: negamos al otro, como si no existiera, como si no hiciera falta oírle porque ya sabemos que no lleva razón desde antes de abrir la boca. Así se gestaron las guerras civiles, pero menos mal que ahora no hay tiempo para fusiles y trincheras entre pago y pago de las hipotecas de la bendita clase media, por mucha inflación que golpee sus cartillas de ahorro.

A menudo la izquierda ha mirado con cierta superioridad moral a los conservadores, autoconvencida de que protagoniza la película de la historia. Quien esté culpa de sectarismo que tire la primera piedra, pero esa suerte de rencor de ultrasur, de hooligans de estadio, de pandilleros suburbiales corre más por la banda de la derecha. La izquierdofobia prende igual entre las apacibles señoras de la misa de doce que entre los parroquianos del bar en la hora del vermut, entre la alegre muchachada de los institutos o la permanente de las peluquerías. Y ya no sólo incumbe al frente pijo sino a lo que en algún momento alguien llamó clase trabajadora.

Hay urnas a la vista, si no me equivoco. Y en un tiempo y en un país donde las ideologías parecen diluirse como un helado en Lebrija, nada tan poderoso como la ira para mover al electorado. Así que no se si alegrarme de esa pastueña indiferencia de la izquierda, que probablemente no mueva muchos votos, pero quizá nos ahorre también uno de esos disgustos fratricidas, tan frecuentes en la España de la rabia y no en la de las ideas. Espero, no obstante, que los escrutinios del próximo domingo reflejen más palabras que alaridos. 

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