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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

Manoseo de raíces

2 de febrero de 2021 21:09 h

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Casi todo han sido elogios. Pocas voces, ni siquiera desde esta tierra del Mediodía, se han alzado para rechistar a ese anuncio de Cruzcampo de Lola Flores rediviva y el mucho acento, y explicar por dónde se le ve el cartón. Análisis críticos como el de Araceli Pulpillo en su artículo ‘Mi acento no se vende’, o la reflexión de Luis Sánchez-Moliní, que acuñó en su columna el término ‘populismo fonético’, han sido amortiguados por los oles y los aplausos redoblados. Desde aquí va también mi enhorabuena a los creadores de la campaña porque, sin lugar a dudas, saben usar con maestría la alquitara tecnológica y semiótica para remozar, modernizar y aquilatar el universo simbólico del exótico sur en el sacro nombre de un producto. Cruzcampo, marca de cerveza propiedad de Heineken, brilla por sus campañas publicitarias, ya que consiguen no sólo que compremos el lúpulo sino también el anuncio. Para ello, esta vez han manoseado y hasta magreado raíces y puntas de asuntos tan sensibles como la identidad y el ‘poderío’, concepto este que Agustín García Calvo contrapuso hace décadas al de ‘poder’, y que es cosa honda y distinta al rollo chandalero, al eyeliner waterproof y a las posturitas de malota en Instagram, que vienen a ser luz absorbida, falsificada y multiplicada por el mercado en reflejos altamente consumibles.

Parte del trabajo ya estaba hecho: a día de hoy, la cerveza es un elemento identitario, no diré que al nivel de la religión o el dialecto, pero sí de la gastronomía y el folclor. Quién no cena a base de Guinness en un ‘snug’ de Cork, de birras De Molen en la plaza Damm, de unas chelas de Sol en México, de ‘aguilitas’ en Cartagena de Indias, cañas de Mahou en Madrid, medias pintas en Camden Town o una Rothaus en Baden Baden. Si quiere instigar a los aborígenes de Sevilla, dígales que la Cruzcampo no es cerveza. Para sellar la unión entre este refresco y sus consumidores sólo hace falta realizarle al producto una transfusión de símbolos, un chute de contexto. Qué mejor que tirar de música que recuerda a la gloriosa experimentación que se realiza desde el flamenco, poner al día el ideario de la idiosincrasia sureña, vincularlo con el empoderamiento, y tomar para todo ello a un icono, Lola Flores. Y, sobre todo, qué mayor garantía de éxito que asociar la marca al acento andaluz, tan denostado por los señores del ‘Nor’. Todo ello al servicio de la venta de un producto de Heineken, que por cierto es una empresa muy flamenca, del mismo Ámsterdam, para ser precisas.

Nada hay más deshonroso que un andaluz forzando o impostando ser lo que ya es. Es peor incluso que la imitación lingüística del andaluz por parte de quien no lo es.

Nada de esto es nuevo ni extraño ni ilegítimo en publicidad; atribuir valores e imaginarios a los productos se lleva haciendo cerca de un siglo. El problema viene cuando nos creemos los anuncios de compresas (y los de cerveza) y ‘compramos’ a mansalva no el producto sino los atributos a los que éste se ha asociado, sin caer en la cuenta de que es una réplica tan seductora como deselectrificada de nosotros mismos. Conozco a personas de fuera de Andalucía que, en vez del sueño americano, persiguen algo así como el sueño andaluz, y a las que es fácil decepcionar cuando comprueban que tenemos normales los niveles de tronío y de ‘grasia’ –que, como aclaró Fernando Quiñones, “es muy otra cosa, y tampoco tiene por qué faltar”. Por descontado que formamos parte de una cultura y de una sabiduría popular que se transmite en nuestra forma de vivir y hablar, pero ello difícilmente se puede impostar ni empaquetar ni darle unos buchitos.

Lo preocupante llega cuando somos los propios andaluces quienes ‘compramos’ esa versión esquematizada de nosotros mismos, y acaso queramos parecernos al reflejo que nos devuelve el anuncio, o una ópera o una canción de radiofórmula. Nada hay más deshonroso que un andaluz forzando o impostando ser lo que ya es, andaluz. Es peor incluso que la imitación lingüística del andaluz por parte de quien no lo es. Desde los viajeros románticos en adelante, la imagen de los andaluces ha sido a partes iguales idealizada y despreciada, como todo aquello que se desconoce en su fondo. Vuelvo a Quiñones para incidir en que la del habla es “una forma de marginación como otra cualquiera, ejercida muchas veces incluso desde una inocente actitud de simpatía”. Pero la reacción a ello es a menudo que auténticos terroristas lingüísticos, pateadores profesionales de la gramática y forzadores de dejes, se erijan como defensores del acento andaluz o el idioma español, cuando son ellos su principal amenaza. Para manosear las raíces, como anima a hacer el spot, hace falta antes lavarse las manos. Y no exprimirlas para usos comerciales.

 

Casi todo han sido elogios. Pocas voces, ni siquiera desde esta tierra del Mediodía, se han alzado para rechistar a ese anuncio de Cruzcampo de Lola Flores rediviva y el mucho acento, y explicar por dónde se le ve el cartón. Análisis críticos como el de Araceli Pulpillo en su artículo ‘Mi acento no se vende’, o la reflexión de Luis Sánchez-Moliní, que acuñó en su columna el término ‘populismo fonético’, han sido amortiguados por los oles y los aplausos redoblados. Desde aquí va también mi enhorabuena a los creadores de la campaña porque, sin lugar a dudas, saben usar con maestría la alquitara tecnológica y semiótica para remozar, modernizar y aquilatar el universo simbólico del exótico sur en el sacro nombre de un producto. Cruzcampo, marca de cerveza propiedad de Heineken, brilla por sus campañas publicitarias, ya que consiguen no sólo que compremos el lúpulo sino también el anuncio. Para ello, esta vez han manoseado y hasta magreado raíces y puntas de asuntos tan sensibles como la identidad y el ‘poderío’, concepto este que Agustín García Calvo contrapuso hace décadas al de ‘poder’, y que es cosa honda y distinta al rollo chandalero, al eyeliner waterproof y a las posturitas de malota en Instagram, que vienen a ser luz absorbida, falsificada y multiplicada por el mercado en reflejos altamente consumibles.

Parte del trabajo ya estaba hecho: a día de hoy, la cerveza es un elemento identitario, no diré que al nivel de la religión o el dialecto, pero sí de la gastronomía y el folclor. Quién no cena a base de Guinness en un ‘snug’ de Cork, de birras De Molen en la plaza Damm, de unas chelas de Sol en México, de ‘aguilitas’ en Cartagena de Indias, cañas de Mahou en Madrid, medias pintas en Camden Town o una Rothaus en Baden Baden. Si quiere instigar a los aborígenes de Sevilla, dígales que la Cruzcampo no es cerveza. Para sellar la unión entre este refresco y sus consumidores sólo hace falta realizarle al producto una transfusión de símbolos, un chute de contexto. Qué mejor que tirar de música que recuerda a la gloriosa experimentación que se realiza desde el flamenco, poner al día el ideario de la idiosincrasia sureña, vincularlo con el empoderamiento, y tomar para todo ello a un icono, Lola Flores. Y, sobre todo, qué mayor garantía de éxito que asociar la marca al acento andaluz, tan denostado por los señores del ‘Nor’. Todo ello al servicio de la venta de un producto de Heineken, que por cierto es una empresa muy flamenca, del mismo Ámsterdam, para ser precisas.