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Olalá

Cientos de personas se concentran en Francia en apoyo a Giséle Pelicot. EFE/EPA/TERESA SUAREZ

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De niños, veíamos zarpar los trenes rumbo a Francia. Cenicientos emigrantes marroquíes se cruzaban con españoles de maleta de cartón en los vagones con aquel olor intenso e indefinible, el del alquitrán o la creosota de las traviesas, el del óxido devorando a los guardagujas. Aquellos convoys, rigurosamente vigilados durante un tiempo por la Guardia Civil, iban a morir en Hendaya, en la estación en donde Adolf Hitler, Benito Mussolini y Francisco Franco se reunieron para no se sabe exactamente qué, aunque convendría leer el libro de Alfonso Escuadra sobre dicho encuentro. No muy lejos de allí, en la frontera de la primeriza y terrible primavera del 39, la misma Francia que negó el rearme al Ejército republicano victorioso en el Ebro, había recibido con bayonetas caladas y campos de concentración al cielo abierto de las playas a los españoles que buscaban refugio allí, en su democrático suelo, precisamente por haber defendido a solas la democracia durante tres años de infierno.

Pero Francia era y sigue siendo la France, oh, la, lá. La charme de Dior, el glamour de Cocó Chanel, que nos expropió a Pablo Picasso y a Jean Renó, la que nos envió a los ejércitos de Napoleón para invadirnos en la única guerra que debiéramos haber perdido para así, por si acaso, sacudirnos a la Inquisición y contagiarnos de valores republicanos: Liberté, Egalité, después, Fraternité. Aux armes, citoyens, formez vos bataillons, cantando contra los nazis en el café de Rick de Casablanca, pero dejando que los españoles de la 9 –lean también la última novela de Wayne Jamison-- liberasen la ciudad-luz el día en que el Arco del Triunfo mereció su nombre más que nunca.

De allí, habíamos aprendido con Stendhal que la belleza puede llevar a la indigestión y que hay que morir por las ideas, pero lentamente, de muerte natural, como nos recomendaba Georges Brassens. Muchos franceses siguen teniendo a los belgas por idiotas, pero no hubo otro como Simenon para enseñarnos de cerca las cloacas parisinas ni como Jacques Brel para convencernos de que cuando no se tiene más que amor contra el rugido de los cañones, se tiene todo.

Cuando fuimos jóvenes, creíamos que el mundo eran las aulas cerradas de La Sorbona, las calles de Nanterre bajo cuyos adoquines una nueva generación buscaba la arena de la playa. Desde allí, hasta las trastiendas clandestinas de las librerías de Cádiz llegaban los libros prohibidos de Ruedo Ibérico --“Opus dei, la Santa Mafia”, de Jesús Ynfante, por ejemplo--. Aprendimos, por aquel entonces, con Jean Paul Sartre, a que quienes decían compartir nuestras ideas también podían tener las manos sucias. Y con Simone de Beauvoir, que “el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos”. En las pantallas españolas estrenaban, casi quince años después que en las francesas “A bout de souffle”, de Jean Luc Godard, y Jean Paul Belmondo y Jean Seberg se intercambiaban frases como “No sé si estoy triste porque no soy libre, o no soy libre porque estoy triste”.

Les digo, con esto, que Francia fue y sigue siendo mucha Francia, con la entereza de Albert Camus y las viñetas de Vázquez de Sola en las páginas de “Le Canard Enchainé”, con sus bouquinistas del Sena y sus pelis porno de Perpignan, con el corazón de nuestro exilio en una casa de Toulouse, con la Marsella roja que fue la cuna política de Jean Marie Le Pen, en cuya encrucijada histórica se cruzaron para siempre los discursos de De Gaulle y la grandeur de Mitterand.

Cuando nos creímos maduros, bailábamos con los cantables de ZAZ, abominábamos de los nuevos filósofos --cuando le preguntaron qué pensaba de ellos, BHL al frente, Gilles Deleuze declaró que nada porque de la nada no se puede pensar nada--, nos estremecimos con las discotecas masacradas por el fanatismo, llevábamos chapitas de Je Suis Charlie y empezamos a considerar, pasado el tiempo, que nosotros, desde el sur profundo, seguíamos teniendo mucho más que ver con los metecos de los banlieux que con las recepciones del Elíseo.

Uno añora la carpintería parisina de Paco Ibáñez, el exilio literario y lingüístico de Agustín Gómez Arcos, a Johnny Haliday cantando con Loquillo, a Geraldine Chaplin aprendiendo español eternamente. Y apetece un trago de la Francia de siempre para endulzar la amargura de la Francia de hoy

Ahora, que en el Sena no hay todavía tiburones pero la contaminación estrangula a las Olimpiadas y la isleña Ana Hidalgo tiene que bañarse en sus aguas como si fuera Manuel Fraga en Palomares. Ahora, cuando la plaza coliseo de Nimes empieza a ser el último refugio de la tauromaquia. Ahora, cuando Shakespeare & Co vende más cafés que libros. Ahora, que Nicolás Macron coquetea con la extrema derecha para combatir a la extrema derecha. Ahora, que deja arriada del Gobierno a quienes la combaten sin ambages, dan ganas de tomarse un vaso de agua de Vichy, un calvados estilo mariscal Petain.

Y uno añora la carpintería parisina de Paco Ibáñez, el exilio literario y lingüístico de Agustín Gómez Arcos, a Johnny Haliday cantando con Loquillo, a Geraldine Chaplin aprendiendo español eternamente. Y apetece un trago de la Francia de siempre para endulzar la amargura de la Francia de hoy. También, un sorbito de gazpacho del sur contra la vichysoise de estos tiempos tan raros en que, en el ombligo de Europa, seguimos escribiendo sobre el porvenir que da miedo cuando a muchos otros el presente ya les da pavor: en las ruinas de Gaza, en el repelús de Cisjordania o, en estas horas, en el Líbano, que también fue protectorado francés: vuelven a caer chuzos de obuses de punta sobre la invencible noria Ferris, en un paseo de La Corniche de Beirut que poco tiene que ver con la Promenade des Anglais de Niza o con la pasarela de Cannes.

La misma Francia de los trenes que recorrieron mi infancia, de las películas de mi juventud y del estupor de la madurez. También es la que separó a sirios y a libaneses pero, al menos, les enseñó a mejorar sus vinos, junto con un idioma que sigue siendo su segundo idioma y ese cierto chagrin que echa de menos su remoto pasado de Suiza mediterránea.

Ahora, imagino a esa turbamulta de inocentes proscritos, en tantos territorios de Oriente Próximo, huyendo de un Israel que no busca justicia sino venganza, fugitivos a la par de sus propios demonios, que no buscan la paz sino la victoria, hacia una frontera donde volverán a esperarles con las bayonetas caladas de la historia, un mundo que ha olvidado la letra de la Marsellesa: “Contre nous de la tyrannie”. Así, ni allí ni aquí, no llegará jamás el día de gloria y desconozco si siguen suficientes cedros en pie para construir tantos ataúdes.

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