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Café con leche
Sucedió una tarde, calurosa, muy calurosa de este agosto. En un bar de esos que nacen para cambiar de dueño cada par de años. En una avenida de bloques con su verdecito delante y sus soportales (¿hay algo más feo que un soportal?) de un pueblo de esos donde la gente sale a la calle fundamentalmente para hacer running con sus mallas fluorescentes como un peón de carretera. Idílico todo.
Sucedió, decía, que en medio de esta escena, y eso es lo singular del caso, estaba yo pidiendo un café con leche, en vaso, y calentito. ¡¡Un café con leche!! ¡¡Yo!! Apoyado en la barra de madera brillosa me lo había pedido…¡¡Yo!! El café, su leche hirviendo, su sobrecito de azúcar (afortunadamente sin frase cursi y lapidaria escrita en el papel), su galletita con forma de lazo y el vaso de agua. Juro que era la primera vez en mi vida que me tomaba un café con leche a media tarde.
No sólo es que nunca me ha terminado de gustar como brevaje, sino que tenía una consideración casi filosófica sobre eso del cafelito a esas horas, una reflexión sobre en qué momento de la vida y estado físico uno necesita el impulso de la cafeína cuando la mayor parte del día ya está jugado. Voy a ser claro: para mí, lo del café con leche por la tarde era para personas mayores.
Ea, pues ahí estaba yo, sin saber que inauguraba una nueva costumbre que, como tal, se ha ido repitiendo hasta hacerse prácticamente diaria. Yo, que no solía ir a un bar a esas horas, y si iba era a tomar algo con hielo. Siempre mirando un poco por encima del hombro a los del café, pensando que necesitan de ese doping, un doping triste. Porque un café con leche es triste… Es de las pocas cosas que te pides yendo sólo y nadie te mira de reojo. No se usa para brindar, no se le echa una frutería como a los gin-tonics, no eliges la marca ni del café ni de la leche, no tiene burbujas… ¡¡no tiene nada!!
Pero hace falta. Yo ya necesito tomarme uno cada tarde para tirar. Me levanta y siento su impulso. Tronco, te has hecho mayor. El cáncer te ha traído el café con leche. No todo va a ser cisplatino, carboplatino, petremexed y demás venenos… El vaso de líquido espesito y marrón tiene también unos efectos estupendos para hacer frente al palizón de dos años resistiendo al cáncer a base de medicamentos que te dejan como la galletita después de mojarla. Tendré que preguntar a mi oncólogo pues es un claro caso de automedicación y eso no se debe hacer, pero es que si no me lo tomo, la última parte del día se me pone cuesta arriba y acabo transformado en una rastrosa babosa como las que he visto en Cantabria, tan grandes y gordas que hacen ruido al comer.
Es pronto para asegurar que el sabor me gusta, pero reconozco que le voy cogiendo cierto punto. Y como lo tomo por necesidad, ahora miro de otra forma a las señoras que mojan en el café hirviendo el borde de sus labios pintados mientras cierran un poco los ojillos y luego aprietan la lengua con el cielo de la boca (prueben el gesto). Ahora son colegas de desgaste físico y podría sentarme con ellas a hablar de dolencias, huesos y pastillas.
Me tomo el café con leche como me tomo el hecho inequívoco de haber envejecido diez años en dos: con resignación y dispuesto a encontrarle sabor. El sabor de la vida quizá sea mucho decir, pero algo de eso hay pues si me ha hecho falta ahora y no antes tomar algo a media tarde que me levante es porque mi cáncer sigue a lo suyo, ha vuelto a apretar buscando más sitio y forzando un cambio de tratamiento. Primero diez sesiones más de radioterapia, y luego dejar la quimio y empezar con la inmunoterapia, donde tengo (tenemos todos) puestas las esperanzas para afrontar una recaída. Pero de eso hablamos otro día, que me voy al bar a por mi cafelito.
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