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No podemos pasar ni una

Manifestación en Madrid al grito de "ni una más". Foto: David Conde

Ángela Cañal

Le cuento a un amigo que estoy escribiendo esta columna, y que quiero titularla “una pequeña historia de acoso”, pero me corrige. Opina, y me convence, de que hay pocas historias pequeñas en la violencia contra las mujeres. Y que, si las hay, pueden ser tan importantes como las grandes, porque esos casos aparentemente menores, que tan rápidamente despachamos en la conversación pública, son el hilo con que se teje esa borrosa telaraña de miedos, vergüenza y falta de libertad que acompaña a la mayoría de mujeres en nuestro día a día.

Cuesta hablar de una misma, pero no cuesta nada hablar de la mujer que es la verdadera protagonista de esta historia: la cajera del supermercado del barrio que hace unos días me abordó de sopetón, en el pasillo de los refrescos, para contarme que me ha reconocido por los vídeos de seguridad de la tienda. Unas grabaciones en las que han descubierto que una tarde, hace ya varios meses, un hombre desconocido estuvo siguiéndome. Con su delantal negro, las zapatillas cómodas de quien se pasa el día de pie, la mirada firme, me explica que en las imágenes se le ve fingiendo hablar por teléfono mientras sigue todos mis movimientos, tratando de rozarse conmigo cada vez que, sin percatarme de nada, le doy la espalda.

En ese instante se me dispara la memoria y me doy cuenta de que tuvo que ser el mismo hombre que más tarde en la calle fingió tropezarse conmigo y que un buen rato después, al detenerme a mirar la cartelera del cine en un pasaje desierto, apareció por detrás para pegarse a mí sin disimulo. Llena de miedo, asco, rabia, alcé la voz, puse mi expresión más seria y amenacé con llamar a la Policía. Salí de allí lo más rápido que pude sin dejar de mirar hacia atrás. Pensé en denunciar, pero en ese momento, lo reconozco, no sabía muy bien qué contar ni tampoco si iba a servir para algo.

Desde aquella tarde de noviembre, mientras yo no hacía nada y trataba de olvidar el asunto, la chica del supermercado, que aquel día fue también víctima del mismo tío, se puso manos a la obra. Revisó los vídeos grabados aquella semana, encontró las pruebas, acudió a la Policía. Como una eficiente detective, fotograma a fotograma identificó a otras mujeres, las buscó, las asesoró, les animó a denunciar. No sabía quién era yo, pero se quedó con mi cara, con mi aspecto, por si volvía a aparecer. También investigó por el barrio, averiguó quién es el agresor, y con todo eso pudo ser detenido y está a la espera de juicio.

Hoy todo lo que sé de la persona que me siguió, me acosó y abusó de mí es porque esta mujer se dijo a sí misma que por ahí no tragaba. En pleno debate sobre el #metoo, el acoso callejero y los límites del mal llamado (muy mal llamado) piropo, conviene recordar que historias como ésta se producen todos los días, en todas las esquinas, a todas o casi todas las mujeres. A mí, como a muchas, me ha pasado más veces en mi vida, pero esta es la primera vez que denuncio. Es la primera vez que lo tengo así de claro. Y eso es gracias, entre otras cosas, a mujeres como mi nueva hermana del súper, esta curranta sin miedo que se dijo aquella tarde que “hasta aquí”. Que no podemos, que no debemos pasar ni una. Por ella, por mí, y por las demás. Que ya está bien.

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