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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Saudades de você, Saramago

Cuando pienso en los momentos más felices de mi juventud siempre aparece, de un modo u otro, José Saramago. Ningún escritor de aquellos años me proporcionó tantas horas de solitaria felicidad, de solitaria intensidad, pero siempre expansiva, porque a la postre sus novelas acababan colmando un montón de arrobadas conversaciones entre los amigos. Se cumplen este mes diez años de su muerte, un dato en el que sólo reparé cuando ya había tomado la decisión de aprovechar parte del confinamiento para releer su obra, como si una suerte de intuición, tan propiamente saramaguiana, me hubiera lanzado a ello.

Volver a lecturas de juventud es un ejercicio arriesgado, siempre propenso a la decepción. En este caso ocurrió todo lo contrario. Kafka y Saramago ocupan los dos extremos del siglo XX que nos sirven para comprender el laberinto del ser humano occidental. Las seis novelas del portugués que van desde Memorial del convento hasta Ensayo sobre la ceguera así lo atestiguan: seis novelas, ni más ni menos, de una sobresaliente y honda factura, entre las que además, a mi modo de ver, se encuentran dos obras maestras, un alcance limitado a muy pocos.

Fue una novela anterior a todas esas, Levantado del suelo, la que dio nombre y relevancia a su autor, y en ella, de hecho, encontramos ya algunos rasgos del singular estilo de Saramago; especialmente esos diálogos entreverados en la corriente narrativa porque, como bien vio su primer traductor al español, Basilio Losada, atienden a una concepción de la historia más oral que escrita. Con todo, es una novela extremadamente ideologizada, de un realismo seco, sin rastro de la fantasía o las parábolas propias de Saramago, como tampoco de su irrenunciable ironía. La compasión hacia sus personajes, de la que tanto se ha hablado (incluso en el acta del jurado del Premio Nobel) carece aquí de esa mirada sin distingos hacia nuestras imperfecciones constitutivas. Son esas las que por naturaleza nos inclinan no tanto a grandes vilezas o heroicidades, sino en general a pequeñas y mediocres existencias dignas, sí, de compasión.

La obra que sigue al ciclo que he mencionado, el que finalizaría con Ensayo sobre la ceguera, comienza ya a declinar (Más lejos o más alto, o más hondo que esto, sé que no llegaré”, confiesa él mismo en Los cuadernos de Lanzarote) hasta su novelas postreras. El viaje del elefante o Caín son más bien estremecedores trucos para intentar despistar a la leucemia que ya le doblegaba, añagazas contra una muerte que no se deja engañar, como de manera harto dolorosa evidencia el documental José y Pilar (2010), de Miguel Gonçalves Mendes.

La nueva normalidad

Más que incurrir en la fantasía o en una desbordante imaginación, Kafka rompió las reglas de la realidad para retratar el desconcierto, el pasmo, la impotencia, la condena, la crueldad y la imposibilidad de huida en un siglo que quizás comenzó de manera promisoria antes de su precipitación por los abismos. Saramago, por su parte, en una época en la que se nos supone ya emergidos de esas profundidades, recurre igualmente, aunque con rasgos originalísimos, al forzamiento de la realidad. Su fantasía, peculiar e inconfundible, paradójicamente nunca se sale del cauce del realismo. Saramago utiliza las reglas del realismo para contarnos historias fantásticas, como si en la cotidianidad más vulgar un suceso prodigioso tuviera natural cabida, como si de hecho, que diríamos ahora, aconteciera una nueva normalidad. Veámoslo por orden cronológico.

En primer lugar tenemos una máquina que vuela con la voluntad tomada en ayunas a incautas personas (Memorial del convento, la única novela que me ha hecho llorar dos veces): esa “voluntad humana, ésa que según se viene diciendo todo lo puede, aunque no pudo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o de todavía el más simple respeto”, que dijo en su discurso de aceptación del Nobel. Un par de años después un heterónimo de Pessoa cobra vida para cruzar el océano hasta una Lisboa fantasmal donde reencontrarse con su creador, recientemente fallecido, y descubrir que, allá por 1936, ya no vale en absoluto el verso “Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo” (El año de la muerte de Ricardo Reis, su primera obra maestra). En 1986, Portugal y España ingresan en la Comunidad Económica Europea. De golpe nos celebrábamos europeos, es decir, parte de  las culturas dominantes de Francia, Reino Unido y Alemania, como reflexionaba Saramago, cuando nunca nos habíamos sentido ibéricos. Por eso, en La balsa de piedra desgaja mediante un temblor y una falla la península ibérica del continente, y así aprendemos por fin a reconocernos entre los pueblos que la conformamos. Y es que a veces querríamos cambiar el pasado. Es lo que consigue Raimundo Silva, un modesto corrector de libros, al sustituir un Sí por un No en la Historia del cerco de Lisboa, y con esa argucia los cristianos de 1147 ya no tomaron del mismo modo Lisboa a los musulmanes, porque deberíamos tener derecho a encontrarnos en lugar de enfrentarnos.

No en vano, si de religiones hablamos, quizás llega la hora de cometer el mayor de los sacrilegios, esto es, humanizarlas, despojarlas de divinidades superfluas. Saramago concibe una religión con el diablo como pastor, porque sin el mal no hay bien, una religión cuyo acto inaugural es la incomprensión hacia “la matanza de los Inocentes (…), que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciara la primera palabra sobre ella (…), que no hubiera salvado la vida de los niños de Belén la única persona que lo podría haber hecho, [y yo no comprendía] la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad”, resumió en el mismo discurso del Nobel. El Gobierno conservador de Aníbal Cavaco Silva impidió -debate parlamentario incluido- que El evangelio según Jesuscristo, su segunda obra maestra, concurriera al Premio Europeo de Literatura, lo que a la postre motivó que su autor se trasladara a Lanzarote. De no haber sido por ese Torquemada seguramente nunca se habría dado la paradoja de que el único premio Nobel de literatura en lengua portuguesa no viviera en su país cuando se le concedió. Esto, por cierto, generó algún lío con el fisco español, toda vez que en realidad Saramago conservó siempre de manera formal su residencia lisboeta. Si el Gobierno de Cavaco Silva consideraba que el libro “ataca principios que tienen que ver con el patrimonio religioso de los cristianos”. El Vaticano, tantos años después, celebró de manera muy poco cristiana la muerte de Saramago con un artículo en L'Osservatore Romano, donde lo tildaba de “populista extremista”. Y por último, si perdemos la capacidad de empatía, si ya no sabemos mirarnos los unos a los otros, es que todos, o casi todos, estamos ciegos… en sentido literal.  La popularidad le llegó sin duda con esa novela, Ensayo sobre la ceguera (1995), a cuyo estreno cinematográfico (A ciegas [Blindness], de Fernando Meirelles) aún pudo asistir en Lisboa, enormemente emocionado, días antes de su muerte.

Estamos ciegos

Es una novela extraña en la trayectoria de Saramago, aunque quizás la mejor para comenzar a leerlo. Ninguna otra está tan arraigada en la contemporaneidad ni se deja llevar por un ritmo tan acelerado (a veces sorprendentemente precipitado). Desde luego, ninguna otra hace gala de un estilo tan directo, despojado incluso de esos característicos “metacomentarios” con los que Saramago (que afirmaba que en su caso autor y narrador se confundían) acota, corrige, llama la atención o ironiza sobre lo que él mismo viene contando. Si aseguraba en sus diarios que “más lejos que esto sé que no llegaré” seguramente se debiera a su propia incapacidad para adentrarse, y con él a nosotros, en otra parábola tan terrible, tan angustiante, tan asfixiante, tan brutal y descarnada como esta. Es posible que se trate de su obra icónica, a la que de hecho dio una prescindible continuación en Ensayo sobre la lucidez. Ahora me doy cuenta de que es la respuesta final, plenamente coherente, casi ineludible, a la pregunta con la que había iniciado ese ciclo: si acaso la voluntad humana “puede ser el sol y la luna de la simple bondad o de todavía el más simple respeto”.

Como en casi todas sus novelas, en esta también hay un perro. Decía Saramago que si los animales son violentos, sólo el ser humano es cruel. Con más de 27.000 muertos y un confinamiento que nos ha puesto a prueba como sociedad, me pregunto qué lecciones extraería hoy de ciertas posturas políticas miserables y comportamientos individualistas. Me pregunto cómo, antes o después, convertiría todo ello en una novela que sólo en apariencia no estaría hablando de estos meses. He tenido sus libros durante los 60 días más duros del confinamiento. Me han ayudado a comprender lo que estaba pasando, qué tipo de animal, para bien y para mal, es el ser humano.

Sólo entonces he descubierto cuánto le echaba de menos.

Cuando pienso en los momentos más felices de mi juventud siempre aparece, de un modo u otro, José Saramago. Ningún escritor de aquellos años me proporcionó tantas horas de solitaria felicidad, de solitaria intensidad, pero siempre expansiva, porque a la postre sus novelas acababan colmando un montón de arrobadas conversaciones entre los amigos. Se cumplen este mes diez años de su muerte, un dato en el que sólo reparé cuando ya había tomado la decisión de aprovechar parte del confinamiento para releer su obra, como si una suerte de intuición, tan propiamente saramaguiana, me hubiera lanzado a ello.

Volver a lecturas de juventud es un ejercicio arriesgado, siempre propenso a la decepción. En este caso ocurrió todo lo contrario. Kafka y Saramago ocupan los dos extremos del siglo XX que nos sirven para comprender el laberinto del ser humano occidental. Las seis novelas del portugués que van desde Memorial del convento hasta Ensayo sobre la ceguera así lo atestiguan: seis novelas, ni más ni menos, de una sobresaliente y honda factura, entre las que además, a mi modo de ver, se encuentran dos obras maestras, un alcance limitado a muy pocos.