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Todas las muertes de Ilham y Souad
Ilham y Souad no han muerto en un accidente. No han sido víctimas de la fatalidad. Las dos porteadoras marroquíes que han perdido la vida esta semana en el paso del Tarajal, en Ceuta, no han tenido un golpe de mala suerte. Nadie que conozca un poco ese lugar puede pensarlo. Nadie que haya visto la indignidad de una frontera que convierte a estas trabajadoras, apodadas “mulas”, en eso, en simple ganado.
Durante mis años en Marruecos pasé decenas de veces por allí y no se me borra la imagen insoportable de estas mujeres dobladas por el peso de los fardos de mercancías que transportan. Verlas moverse en masa, empujadas, agredidas, humilladas, por la policía de uno y otro lado. Sometidas a interminables esperas al sol, bajo la lluvia o expuestas al frío. Sin agua, sin baños, sin ningún tipo de servicio. Recuerdo preguntarle a mi madre, mientras esperábamos en el coche a que se abriera la barrera, por qué eran tan estrechos esos pasillos de metal y alambre por donde tenían que desfilar apretujadamente. Qué hacían mujeres tan mayores con cargas tan pesadas. Por qué nadie las ayudaba.
Han pasado más de 30 años de aquello y nada, o casi nada, ha cambiado en el Tarajal. “Las porteadoras son como ratas, sólo entienden el palo”, le dijo un policía nacional a los miembros de la Asociación Pro Derechos Humanos que visitaron la frontera hace un par de años. En realidad, si algo sobrecoge de esta tragedia es que no ha sorprendido a nadie. El año pasado, otras cuatro mujeres fallecieron en circunstancias similares, pisoteadas bajo una avalancha de porteadoras, apuradas por atravesar cuanto antes la aduana y así ganar tiempo para hacer un viaje más. Para la mayoría de ellas, los 15-30 euros al día que reciben son el único ingreso de sus familias. Es eso o limpiar casas en Ceuta. Otras dos fallecieron unos años antes, en 2009, esta vez en el polígono industrial ceutí al que acuden a recoger la mercancía que acarrean con destino a Marruecos. Y las ONG sospechan de más muertes sin registrar.
Y sin embargo, ni una palabra del ministro del Interior, mientras al de Exteriores le ha bastado con reconocer, con escalofriante apatía, que la situación de la frontera es “insatisfactoria”. Insatisfactoria. Ni un reproche a Marruecos. Ni un asomo de autocrítica. Ningún anuncio de medidas. Cuesta entender cómo una actividad que mueve a diario a entre 7.000 y 9.000 personas a través de la frontera, que representa cientos de millones de euros en exportaciones (400 dice un estudio de la Universidad de Granada, 1.500 según el Instituto Elcano), que genera más de 400.000 empleos directos e indirectos y que es de facto el gran motor económico de Ceuta y Melilla puede desarrollarse en condiciones tan indignas y tercermundistas.
Así que no, la muerte de Ilham Ben Chrif y Souad Zniter no ha sido fruto de la casualidad. Tampoco la de Souad El Khatabi, Turia, Karima, Busrha, Zhora o las otras víctimas sin nombre del Tarajal. En realidad, estas mujeres han muerto como vivieron, aplastadas bajo el peso de la indiferencia, la falta de humanidad, del racismo. Han muerto por ser mujeres, por ser pobres, por estar cada día en el lugar y en el momento equivocado. Por haberles tocado vivir al borde de la frontera más cruel de Europa. No hagamos que parezca un accidente.
Ilham y Souad no han muerto en un accidente. No han sido víctimas de la fatalidad. Las dos porteadoras marroquíes que han perdido la vida esta semana en el paso del Tarajal, en Ceuta, no han tenido un golpe de mala suerte. Nadie que conozca un poco ese lugar puede pensarlo. Nadie que haya visto la indignidad de una frontera que convierte a estas trabajadoras, apodadas “mulas”, en eso, en simple ganado.
Durante mis años en Marruecos pasé decenas de veces por allí y no se me borra la imagen insoportable de estas mujeres dobladas por el peso de los fardos de mercancías que transportan. Verlas moverse en masa, empujadas, agredidas, humilladas, por la policía de uno y otro lado. Sometidas a interminables esperas al sol, bajo la lluvia o expuestas al frío. Sin agua, sin baños, sin ningún tipo de servicio. Recuerdo preguntarle a mi madre, mientras esperábamos en el coche a que se abriera la barrera, por qué eran tan estrechos esos pasillos de metal y alambre por donde tenían que desfilar apretujadamente. Qué hacían mujeres tan mayores con cargas tan pesadas. Por qué nadie las ayudaba.