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Vete a tu país, o apología de la queja

El jugador de fútbol americano Cameron Jordan, durante un partido

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Una de las cosas a las que todavía no me acostumbro de vivir en California es la aparente alergia que la mayoría de la población le tiene a la queja. La queja, en general, como forma de protesta, como comunicación de algo que no está funcionando, que no gusta o agrada. O, en muchos casos, la queja como forma de relacionarnos, y de conectar con los demás. 

En mi infancia andaluza, una gran parte de la comunicación social de la que fui testigo, sobre todo por parte de mis grandes maestras, mis abuelas, era la queja. Que me duele aquí, que me aprieta allá, que no me han hecho bien esto, que se ha equivocado el del pan. Qué caló hace, niña tráeme el bastón que me duele la pierna. Y ya, si se juntaban dos abuelas, ni te digo, la sesión de queja podía durar horas.

A día de hoy, después de casi una década en Estados Unidos, a menudo se me olvida que aquí la queja es tabú y a veces agarro una retahíla que dejo a mis interlocutores ojipláticos y con cara de sácame-de-aquí-quién-es-esta. 

Y es que aquí no se queja nadie. Es más fácil comprarse un rifle que conseguir anticonceptivos, pero nadie se queja. 

Entiéndeme, para este artículo no tengo ninguna base científica, solo mis propias observaciones, pero mira, para que veas que no me lo invento, he googleado la palabra “complaint” (queja en inglés), y entre los primeros resultados aparecen desde artículos como A nadie le gusta un quejica. Aquí te digo por qué, hasta Cómo y por qué debes dejar de quejarte, que son el reflejo de una cultura en la que la positividad tóxica ha calado hasta las trancas. 

Si aún no me crees, ponte un día a ver el fútbol americano. Hasta los Institutos Nacionales de Salud han tenido que meter mano, porque se ha demostrado científicamente que practicar este deporte aumenta el riesgo de lesiones cerebrales repetidas por la cantidad de golpes que se dan en la cabeza. Es más, es habitual escuchar como chiste que los jugadores de fútbol normal (en inglés el soccer), se tiran al suelo a la mínima de cambio, mientras que en el fútbol americano, aguantan aunque estén a punto de desmayarse.

Aun a riesgo de quedar mal con los californianos y de ser mala inmigrante, yo me pienso seguir quejando. Del racismo y la xenofobia, del machismo, y del odio al inmigrante. De que desde la derecha se quiera vincular la inmigración con la delincuencia. Me quejo de que en Canarias, a día de hoy, se vulneren los derechos humanos de los menores migrantes

Pero nadie, absolutamente nadie, tiene menos derecho a quejarse que un inmigrante. Como si el habernos cambiado de lugar de residencia anulara el derecho a la queja. Y ahora ya no me refiero solo a Estados Unidos, donde es casi deporte nacional eso de mandarte “a tu país” si te escuchan hablando español, tienes piel oscura, nariz aguileña, o ya qué decir de que lleves hiyab o un turbante. 

En el momento en que nos quejamos, nos dicen “pues si no te gusta, vete a tu país”, y se quedan tan panchos como se quedó la concejala de Vox en el Ayuntamiento de València Cecilia Herrero cuando le dijo lo propio a Serigne Mbaye, exdiputado autonómico en la Asamblea de Madrid por Podemos el pasado mayo. 

Esta es la realidad que vivimos los inmigrantes en todas partes. Es decir, los inmigrantes que no hemos ganado la Eurocopa. 

El inmigrante bueno es aquel que baja la cabeza y se esfuerza para sacar a su familia adelante, nunca poniendo en cuestión la generosidad de los locales. El inmigrante malo, el que debe irse “a su país”, es el que se queja, protesta, pone el foco en las desigualdades que sufre o que ve. 

Así que, aun a riesgo de quedar mal con los californianos y de ser mala inmigrante, yo me pienso seguir quejando. Del racismo y la xenofobia, del machismo, y del odio al inmigrante. De que desde la derecha se quiera vincular la inmigración con la delincuencia. Me quejo de que en Canarias, a día de hoy, se vulneren los derechos humanos de los menores migrantes

Me quejo de tantas cosas, porque tengo mucho de lo que quejarme. Y, como hacían mis abuelas, me quejo en voz alta, para todo el que me quiera escuchar. Y si alguien tiene algún problema con eso, pues que me manden retóricamente a mi país que yo haré lo que haría muy bien mi abuela: colocarme la media, agarrar el bastón e irme a seguir haciendo lo que me dé la gana.

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