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El viejo patriarcado de ayer mismo: un poco de optimismo

Fotograma de 'Te doy mis ojos' de Iciar Bollaín
4 de octubre de 2022 19:27 h

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A veces el patriarcado, siempre tan resistente y proteico, envejece rápido, más de lo que muchos querrían reconocer, lo que explica tanto intento de tergiversación y tanta paleta cada vez que el Ministerio de Igualdad saca alguna iniciativa de sentido común. En ocasiones los manotazos llegan incluso desde sectores cercanos al Gobierno.

Sin embargo, por mucho afán retrógrado y ruidoso, por muchos bulos y alarmismos ridículos, por mucho alboroto parlamentario y ecos mediáticos, nos damos cuenta de que actitudes que antes percibíamos como adecuadas, incluso feministas, hoy nos parecen anticuadas, cómplices del enemigo, por decirlo de modo exagerado.

Es algo que de manera clara me sucedió hace un par de semanas, cuando volví a ver Te doy mis ojos, la película de 2003 de Iciar Bollaín, con guion de ella y Alicia Luna. No han pasado ni veinte años desde su estreno, que supuso un sonado, y merecido, hito en la lucha contra la violencia machista (que entonces ni siquiera llamábamos así) y una buena parte de la película ya rechina. En especial, la que se centra en la terapia, grupal e individual, a la que se somete el maltratador, encarnado por un soberbio Luis Tosar. Este aspecto de la película fue uno de los más comentados en su momento, pues, se decía, con acierto, que dotaba al personaje de profundidad, de complejidad, que no lo reducía a un mero monstruo fácil de odiar, lo que hubiera restado intensidad y humanidad al guion hasta la burda simplificación. Nada que objetar al respecto.

Los términos "patriarcado" o "machismo" no aparecen por ningún lado. No se les hace ver a los maltratadores que esas masculinidades perversas y delicadas son una expresión patriarcal que contrarrestan a base de palizas, y que estas siempre son ilícitas

El problema, hoy tan evidente, surge cuando vemos el tipo de terapia a la que asiste, tan conductual, tan centrada en la pura expresión superficial de la violencia, que acaba por convertir los abusos del hombre en una mera cuestión de gestión emocional, sin raíces de ningún tipo, sociales ni patriarcales. La labor del psicólogo se limita a enseñar a los maltratadores a identificar las primeras señales de la ira (sudores, hormigueos, temblores, etc.) para, de ese modo, antes de que terminen de estallar y apalicen a sus parejas, coger la chaqueta y marcharse a dar un paseo. Es más, cuando el personaje de Tosar le explica al terapeuta los arrebatos de celos que le ciegan, este, simplemente, le hace ver que no son racionales. Aunque su mujer tenga compañeros varones de trabajo, no significa que se sienta atraída por ellos; si no le coge el teléfono, tampoco quiere decir que se esté acostando con alguno. Y eso es todo. Como si, en caso contrario, una paliza se pudiera entender.

Los términos “patriarcado” o “machismo” no aparecen por ningún lado. No se les hace ver a los maltratadores que las inseguridades que arrastran, que esas masculinidades perversas y delicadas, son una expresión patriarcal que contrarrestan a base de palizas, y que estas siempre son ilícitas. No, no se ahonda en cómo han llegado a incorporar la violencia habitual contra las mujeres en sus relaciones, y cómo, de hecho, lo confunden con amor. Control de la ira, técnicas de relajación, dominio sobre la imaginación calenturienta… Como si, para acabar con la expresión más violenta del patriarcado, bastaran ejercicios de respiración guiada.

Al final, como quizás recuerden, son las mujeres las que deben resolver el problema, otro de los aciertos del guion.

Que hoy nos rechinen tanto esos aspectos de una película que marcó época es, en el fondo, una buena noticia. Significa que sin duda hemos avanzado como sociedad, que identificamos rápidamente las fallas de ese tipo de terapia superficial, y que hoy sabemos insuficientes del todo. Alegrémonos, por tanto, de las pataletas y manotazos.

Solo quieren decir que las enseñanzas feministas siguen imparables.

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