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La insoportable levedad de la igualdad en las empresas
Al hilo de la sentencia hecha pública esta misma semana que condena a 7 años de cárcel al catedrático de la Universidad de Sevilla Santiago Romero, por abusar sexualmente de tres profesoras, caben muchas reflexiones. Quizás y aunque no sea lo habitual, estas debieran centrarse en el ámbito laboral, un espacio especialmente invisible.
Una de las conclusiones a las que, de una vez por todas, debiéramos llegar es que la violencia de género se extiende por todos y cada uno de los rincones de esta sociedad. Va mucho más allá de las tremendas cifras que se acumulan año tras año y que superan ya las 800 mujeres asesinadas en los últimos doce años. Detrás de esa violencia que mata hay otra que no deja vivir, permanente y cotidiana. Es más, en realidad son una sola, una misma violencia vestida con distinto disfraz. Son las insoportables miradas lascivas que te desnudan en el transporte público, o mientras haces deporte, son los comentarios soeces que sexualizan a la mujeres como si no hubiese valor alguno más allá de nuestros cuerpos, son esos intolerables chistes misóginos que nos infravaloran y nos estereotipan... Son, lamentablemente, nuestro día a día en una sociedad enferma de machismo.
Casos como el de las tres profesoras universitarias o el ocurrido también recientemente a la política andaluza Teresa Rodríguez en su visita a la Cámara de Comercio saltan a la opinión pública y nos sensibilizan mucho más. Pero sólo son el reflejo de lo que ocurre en muchos otros centros de trabajo en toda la geografía.
El mundo de la empresa es un mundo muy jerarquizado donde el poder de decisión y de gestión sigue acumulándose en manos masculinas. Las mujeres nos hemos incorporado al mercado laboral tarde y, a juzgar por los datos, mal. No es de extrañar que en estas circunstancias, las empresas terminen convirtiéndose en lugares minados de desigualdad y como consecuencia, en perfectos caldos de cultivo para una más o menos sutil violencia hacia la mujer.
La violencia de género en el trabajo, principalmente en forma de acoso sexual, es una situación muy traumática, no sólo por la agresión que supone en sí, sino por las distintas circunstancias que a menudo la rodean
Por un lado, la incomprensión de otras trabajadoras, que aún a día de hoy, son capaces de negar que esto sea un auténtico problema, no sólo con respecto a la violencia, también con respecto a la discriminación laboral (tan generalizada que existen cifras y estadísticas sobre ello). No es extraño encontrarse con mujeres que abiertamente manifiestan sentirse tan valoradas profesionalmente como sus compañeros varones, llegando a cuestionar incluso que la discriminación de otras mujeres esté motivada por la desigualdad, sino más bien justificada por su escasa valía o capacidad.
A la incomprensión se suma el miedo, o la cobardía, como queramos verlo. Pero la realidad es que la grandísima mayoría de estos casos no llegan a denunciarse por las propias dificultades que supone afrontar un proceso judicial de este tipo. A menudo, es difícil encontrar testigos entre los compañeros que quieran arriesgar sus propios puestos de trabajo para ponerse del lado de las denunciantes, sabiendo además que son escasas las sentencias favorables que se dictan. En el reciente caso de la Universidad de Sevilla, los hechos probados son escandalosos. Pero no lo es menos que ocho de los diez testigos declararan a favor del catedrático condenado.
Las dificultades probatorias de estos casos hacen más necesarias aun la adopción de medidas preventivas, eficaces y disuasorias a la vez, capaces de reaccionar ante la más mínima señal de alarma.
Estas herramientas existen, aunque ocupen un lugar en las empresas similar al que las mujeres ocupamos los consejos de administración: se trata de los planes de igualdad y los protocolos de acoso sexual.
Estas medidas fueron impulsadas y llevadas al corazón de la normativa laboral en marzo de 2007 por el Gobierno del Presidente Zapatero. Con independencia de la opinión que se tenga sobre él, lo cierto es que Zapatero es de los pocos políticos que se ha preocupado por estos asuntos y adoptado medidas. La conocida como ‘Ley de Igualdad’, tan denostada y maltratada como las propias ministras del gobierno que la impulsó (recordemos el trato recibido por Bibiana Aido, Leire Pajín, o la propia Vicepresidenta Fernández de la Vega), ya contó por aquel entonces con el rechazo del Partido Popular, entonces en la oposición, y con toda probabilidad, portavoz de los empresarios en el Congreso.
Los planes de igualdad fueron elevados al rango de negociación colectiva, poniendo sobre la mesa y obligando a los representantes de los agentes sociales (empresarios y sindicatos) a abordar, entre otros, temas como el techo de cristal, la brecha de salarial o el propio acoso sexual. Sin embargo, ¿qué ha ocurrido para que esta herramienta no haya dado los resultados para los que se concibió? El éxito o fracaso de los planes de igualdad o de los protocolos de acoso no pueden achacarse sólo a las propias lagunas que la ley evidenciaba ya desde su nacimiento. Las reflexiones son algo más complejas y afectan a distintos ámbitos..
Por un lado, resultaba harto complejo que los negociadores de las condiciones laborales en las empresas, hombres en su inmensa mayoría y pertenecientes a instituciones muy masculinizadas (empresariales y sindicales), contasen con preparación y sensibilidad suficiente para abordar este tipo de acuerdos. Aunque pueda resultarnos kafkiano imaginarnos a Manuel Muñoz o Santiago Romero negociando un plan de igualdad o un protocolo de acoso, lo cierto es que personas con este perfil son los encargados de abordar asuntos tan delicados.
A estas dificultades hay que añadir la propia actitud de muchos trabajadores y trabajadoras, cuya prioridad pasaba y pasa por una subida salarial antes que por mejorar la igualdad en las empresas o evitar el acoso sexual. Para mucha gente, puede resultar perfectamente comprensible que se prefiera ganar más dinero en vez de proteger a una parte de la plantilla de eventuales situaciones de acoso. Pues bien, que se lo pregunten a las tres profesoras que tuvieron que abandonar la Universidad acosadas por un superior académico.
En todo caso, la citada Ley de Igualdad, aun representando un avance, evidenciaba serias carencias dado que obligaba a negociar pero no a acordar, lo que en una relación de desequilibrio de fuerzas como ocurre en las relaciones laborales, abocaba en la mayoría de los casos a un fracaso anunciado para una de las partes, la más débil, los trabajadores. En el caso de no alcanzar acuerdo la propia empresa podía poner en marcha su propio plan de igualdad previa mediación de la Inspección de Trabajo.
En todo caso, las empresas obligadas a negociar planes de igualdad eran las que contaban con más de 250 personas en plantilla, lo cual, dado el tamaño de las empresas en España, excluía de esta obligación a la inmensa mayoría.
A pesar de las dificultades, los esfuerzos por avanzar fueron importantes, con campañas de sensibilización, equipos técnicos y agentes de igualdad que asesoraban directamente en las negociaciones, modelos de protocolo facilitados por el propio Instituto de la Mujer, políticas de motivación para que empresas sin obligación, dentro de su responsabilidad social corporativa contemplaran medidas de igualdad. Toda una ardua e ingente tarea que se vio truncada, principalmente por un cambio radical en las prioridades políticas del país.
Con la llegada del PP, de inmediato se impuso una devastadora reforma laboral que supuso un verdadero torpedo directo sobre la línea de flotación de las relaciones laborales. Por un lado, acababa en la práctica con la negociación colectiva (principal marco para el desarrollo de estos planes) y terminaba de desestructurar el tejido empresarial, atomizándolo y abriendo paso a una legión de trabajadores, los autónomos, carentes de los más elementales derechos sindicales. Como resultado, los pocos y limitados planes de igualdad quedaron sin firmar en un cajón o resultaban ineficaces.
Ante este panorama, incapaz de evitar casos como los que han saltado estos días a la opinión pública, está claro que la denuncia y la difusión en medios de comunicación es una de las más eficaces herramientas con que contamos. Pero cabe preguntarse ¿tiene que ocurrir esto, que estos casos se conviertan en noticia para que nos rasguemos las vestiduras, nos convirtamos por unos días todos en las Simone de Beauvoir del 2017 y hagamos gala del más absoluto rechazo? ¿O deberíamos analizar con mayor profundidad los comportamientos colectivos y los tics individuales que de manera cotidiana reproducimos? Quizás esta sea también una eficaz forma de combatir este drama más allá de los efímeros titulares y de los 140 caracteres.
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