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Cuando la igualdad no es para todas igual

La capacidad del ser humano para arruinar cualquier causa justa con actitudes excluyentes es algo que no deja de asombrar. Lo estamos viendo a diario en política: nada hay que genere más reproches hacia una persona de izquierdas que otra persona de “otra” izquierda. Y a medida que el debate sobre quién es más de izquierdas va alcanzando cotas insospechadas, en una especie de vorágine autodestructiva, la derecha avanza consolidando su poder.

Algo parecido sucede con la variante de género. Las mujeres, que nos enfrentamos al fenómeno más pionero de la globalización, el machismo, también padecemos el mal de la autoexclusión. Tenemos claro que nuestra presencia en puestos de responsabilidad política, empresarial o de cualquier otro ámbito sigue siendo irrisoria y que estas y otras muchas reivindicaciones deben ser un objetivo prioritario de la sociedad en su conjunto, pero sobre todo nuestro, de las mujeres que somos quienes sufrimos la discriminación en primera persona.

Sin embargo, cuando algunas mujeres alcanzan cierta relevancia pública y son víctimas de ataques sexistas, la defensa de su dignidad queda relegada ante otros intereses, ya sean políticos o ideológicos.

Parece existir una relación inversa entre el nivel de poder que alcanza una mujer y su buena acogida pública, incluso entre nosotras. Salvo contadas excepciones, cuanto mayor es la cuota de poder que una mujer alcanza, mayor es la reticencia a posicionarnos de su lado y defenderla ante ataques por razón de sexo.

A nadie con dedos de frente se le ocurriría, por ejemplo, socorrer una patera a la deriva si, y sólo si, los inmigrantes que la ocupan han tenido una vida ejemplar. Se les socorre y punto, porque por encima de todo está el valor de la vida. Tampoco a un sindicalista se le ocurriría salir o no en defensa de un trabajador que ve vulnerados sus derechos en función de la ideología de éste o del partido al que vote. Por eso, llama la atención que, cuando nos topamos con la defensa de la mujer y su derecho a la igualdad, la cosa cambie.

Un caso recientefue el de Hilary Clinton. Mucha gente consideraba que el hecho de que por primera vez en la historia una mujer accediera a la Presidencia de país más poderoso del mundo podía ser, en sí mismo, un paso importante en la lucha por la igualdad de derechos entre sexos. Pero hubo quien no debió considerar este aspecto lo suficientemente importante y la candidata del Partido Demócrata no sólo tuvo que hacer frente a las machadas soeces del actual presidente y de toda su cohorte, sino también al ataque de otras mujeres, como la prestigiosa actriz Susan Sarandon, que explicaba su rechazo a Clinton a través de su famosa declaración “no voto con mi vagina”. Quizás le resultaba más molesto votar a la mujer que se presentaba a la presidencia de su país, que terminar -valga la metáfora- gobernada por un falo.

En un contexto mucho más cercano, también presenciamos actitudes similares. ¿Quién recuerda ya no sólo la proyección pública y mediática, sino la proyección política que apuntaba la carrera de Tania Sánchez? Poca defensa desde la perspectiva de género se hizo de su paso a la más absoluta irrelevancia política. Mejor suerte han corrido, por ahora, otras mujeres que sí han sido defendidas con bastante contundencia: la andaluza Teresa Rodríguez o, recientemente, Inés Arrimadas, atacada por una mujer que, no coincidiendo con su ideología política, le deseaba, ni más ni menos, que una violación múltiple.

El caso de Susana Díaz es especialmente llamativo. Desde que se estrenó en San Telmo como “la chica de Presidencia”, ha ido acumulando ataques sin control. Lleva tiempo siendo blanco de dardos envenenados de machismo puro, ante la más absoluta pasividad de la opinión pública. A la presidenta andaluza, se le ha criticado absolutamente todo: desde el marido hasta el traje de flamenca. Se la ha tachado de mujer ambiciosa, con mano dura y con aspiraciones personales. Se trata, hay que señalarlo, de una crítica sexista de libro, pues la contrapone con la figura del varón,en quien estos mismos “defectos” suelen por el contrario destacarse como valores asociados al liderazgo, la valentía y la capacidad de sacrificio para resolver los problemas de la ciudadanía.

Independientemente de las decisiones acertadas o erróneas que haya tomado la dirigente socialista, la perspectiva de género queda relegada a la más absoluta invisibilidad. Como si no tuviera valor el hecho de que se trata de una mujer que, por sí misma, ha alcanzado una gran proyección nacional, que ejerce el poder sin que nadie se lo haya regalado y que, además, a diferencia de otras mujeres que en política evitan la confrontación con sus compañeros y se conforman con el lugar que se les otorga, ella decidió dar un paso adelante. Es decir, ha actuado como probablemente habría hecho cualquier varón en semejantes circunstancias. Sólo que a ellos se lo apuntamos en el haber y a ella, en el debe.

Por supuesto que las mujeres también están sometidas a la crítica política, pero creo que determinados excesos como los que acabo de señalar implican un trato discriminatorio de trasfondo claramente machista. Cuesta, desde luego, leer algún artículo de opinión a favor de la presidenta de la Junta de Andalucía, lo que podría denotar un cierto desequilibrio en el análisis. Ni siquiera medidas de tan buena acogida como la práctica gratuidad de las matrículas universitarias aparecen vinculadas a su persona.

Quizás las mujeres debiéramos romper una lanza a nuestro favor y marcar prioridades en nuestra propia agenda.¿Queremos romper el techo de cristal y acceder a los espacios de poder al más alto nivel con absoluta normalidad? ¿O queremos que sólo las mujeres que defienden determinada ideología y, por así decirlo, nos caen bien, alcancen esas cuotas de responsabilidad? ¿No estaremos cayendo en la misma trampa patriarcal de autoexigirnos más como mujeres que a nuestros compañeros varones?

Si no entendemos que el pacto de género debe estar por encima de otras cuestiones, también las políticas, estaremos postergando la ineludible y urgente necesidad de que las mujeres alcancemos el lugar que nos corresponde en cualquier sociedad.

La capacidad del ser humano para arruinar cualquier causa justa con actitudes excluyentes es algo que no deja de asombrar. Lo estamos viendo a diario en política: nada hay que genere más reproches hacia una persona de izquierdas que otra persona de “otra” izquierda. Y a medida que el debate sobre quién es más de izquierdas va alcanzando cotas insospechadas, en una especie de vorágine autodestructiva, la derecha avanza consolidando su poder.

Algo parecido sucede con la variante de género. Las mujeres, que nos enfrentamos al fenómeno más pionero de la globalización, el machismo, también padecemos el mal de la autoexclusión. Tenemos claro que nuestra presencia en puestos de responsabilidad política, empresarial o de cualquier otro ámbito sigue siendo irrisoria y que estas y otras muchas reivindicaciones deben ser un objetivo prioritario de la sociedad en su conjunto, pero sobre todo nuestro, de las mujeres que somos quienes sufrimos la discriminación en primera persona.