Andalucía Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Mis librerías, mis libros y mis libreros

En mi casa nunca hubo libros, salvo una enciclopedia con muchos tomos que los niños nacidos en los 70 y principios de los 80 usábamos para hacer trabajos de clase en los tiempos en los que no existían la Wikipedia ni el corta y pega. Mi madre compró la enciclopedia a plazos y le limpiaba el polvo con esmero cada domingo, pero nunca supo qué decían esos libros mastodónticos porque no tuvo la oportunidad de aprender a leer. La sacaron de la escuela a los nueve años para ponerla a fregar de rodillas en casa de unos señoritos. Mi madre ha hecho en su vida muchos oficios y muy duros, pero nunca la recuerdo leyendo un libro. Tampoco a mi padre, ni a mis hermanos mayores. Ya les hubiera gustado haber podido leer libros y trabajar menos y en mejores condiciones.

Los libros no formaron nunca parte del mobiliario de mi familia, una estirpe sencilla que, sin embargo, soñaba con que sus vástagos leyeran, se formaran y tuviéramos herramientas para defendernos de la inmundicia que acarrea la ignorancia, de la que se aprovechan los ‘listos’ de siempre para tiranizar a la gente sencilla. Yo podría explicar mi vida a través de mi relación con los libros, con las librerías y con mis libreros y libreras. Los libreros, la parte más débil de la cadena de distribución del libro, esos héroes que resisten como jabatos a la crisis, a los e-books y que se reinventan cada día para seguir dándole vida al libro y a nuestras ciudades introduciendo tartas y cafés en sus establecimientos para invitar a la gente a la lectura. Los libreros, esos autónomos indomables, que con sus recomendaciones nos salvan de la tristeza, de la indiferencia, de la soberbia, de la derrota, del sectarismo de las verdades absolutas y nos empujan a preguntarnos para qué vivimos y a qué sitio queremos llegar con los principios que cargamos.

Los libreros y libreras son las raíces de los pueblos y ciudades, son nuestra educación sentimental, y también son las alas de las ciudades y de sus habitantes. Librería podría definirse como el espacio donde se esconde la libertad, libro a libro, a fuego lento, con la ternura de las caricias del primer amor, con la cadencia de los encuentros reveladores, a la velocidad de la vida y no a la de un sistema que nos cansa para que sólo tengamos tiempo para pensar en subsistir en lugar de dedicarnos a leer y vivir. Perdón por la redundancia.

Ahora que tan de moda están los libros de autoayuda, filosofía low cost en letras grandes y muchos espacios en blanco para una sociedad cansada, perdida y que no encuentra la salida, se hace urgente reivindicar los libros, los escritos para ser leídos y no sólo para ser comprados y/o vendidos, como la última trinchera de un mundo con corazón frente al otro mundo bárbaro y extremista que se llena de desigualdad, indiferencia, pobreza, violencia, desprecio a la cultura, corrupción, usura y odio. Los libros, las librerías y los libreros son el último grito de humanidad en un mundo cada día menos humano.

Yo sería menos feliz de lo que soy si en Sevilla, mi ciudad, no existiera Caótica, regentado con mucho amor y mimo, con demasiadas noches sin dormir y el compromiso titánico con la cultura y la ciudad de Maite, Joaquín y Begoña, mis libreros, tres locos que en la época de la turistificación del centro de la capital andaluza se han hecho cooperativistas para abrir un espacio cultural de tres plantas, en el que es posible ir a conciertos de música, a recitales de poesía, presentaciones de libros, funciones de microteatro, cuentacuentos para abrir el apetito lector a los más pequeños o tirarte una tarde sin levantar la cabeza de un buen libro acompañado de un café librero, mientras los turistas se paran asombrados en el escaparate para observar la irreverencia literaria, en medio de la burbuja turística que está convirtiendo el centro de Sevilla en un auténtico parque temático en el que cada día hay menos sitio para la ciudad y los ciudadanos.

El color de Sevilla sería menos especial si Joaquín, Maite y Begoña no nos mandaran un mensaje cómplice a sus parroquianos para informarnos de que han recibido un libro que saben con certeza que está escrito para ti y sin los ratitos de crítica literaria apoyados en el mostrador, donde los lectores hablamos de los últimos libros leído y el librero aporta algunas de las últimas novedades recibidas, en un acto revolucionario de resistencia a la tiranía globalizadora donde dejamos de ser clientes fríos para ser lectores y lectoras que generamos vínculos afectivos con nuestra librería, con nuestros libreros y con los libros de nuestra vida. Yo hubiera sido un adolescente más perdido de lo que estuve si en la ciudad en la que nací y crecí, Mérida, no hubieran estado Vicente y Mari Ángeles, los libreros de la Librería San Francisco, abriéndome el mundo que no conocía a través de los libros que me recomendaron.

Yo no sería el mismo sin los libros que he leído, sin las librerías que he pisado y sin los libreros que me han llevado hasta ‘La religiosa’ de Diderot, ‘El voto femenino y yo’ de Clara Campoamor, ‘La cripta de los capuchinos’ de Joseph Roth, ‘Castillos de cartón’ o ‘Los besos en el pan’ de Almudena Grandes, ‘Germinal’ de Zola, ‘María Antonieta’ de Stefan Zweig, ‘Si esto es un hombre’ de Primo Levi, donde uno toca con los dedos el horror del genocidio nazi a través del sufrimiento descarnado del autor, y sin una madre que sin saber leer siempre quiso que sus hijos leyéramos para defendernos de los abusos de los que ella no se pudo defender porque le negaron la posibilidad de poder acercarse a un libro para otra cosa que no fuera limpiarle el polvo.

Sería imposible pensar la vida sin librerías, sin libros y sin libreros, sería además una ruina romper el valor añadido que los libreros y libreras le aportan a nuestra economía, un desastre para los datos de empleo dejarle todo el libro a las grandes multinacionales de la distribución que con un click te animan a que compres un título, no para hacerte libre, sino para que cedas tu libertad a quienes quieren todas las libertades para ponerle un código de barras a la democracia y pasarla por caja. Nadie sería el mismo sin los libros que ha leído, pero sobre todo seríamos mucho peores de lo que somos, más ciegos, más insensibles, más ignorantes y menos conscientes de la utilidad de las librerías en los tiempos del e-book. Somos los libros que hemos leído y los que hemos dejado a medias, las librerías que habitamos y los libreros a los que queremos. ¡Feliz Día del Libro!

En mi casa nunca hubo libros, salvo una enciclopedia con muchos tomos que los niños nacidos en los 70 y principios de los 80 usábamos para hacer trabajos de clase en los tiempos en los que no existían la Wikipedia ni el corta y pega. Mi madre compró la enciclopedia a plazos y le limpiaba el polvo con esmero cada domingo, pero nunca supo qué decían esos libros mastodónticos porque no tuvo la oportunidad de aprender a leer. La sacaron de la escuela a los nueve años para ponerla a fregar de rodillas en casa de unos señoritos. Mi madre ha hecho en su vida muchos oficios y muy duros, pero nunca la recuerdo leyendo un libro. Tampoco a mi padre, ni a mis hermanos mayores. Ya les hubiera gustado haber podido leer libros y trabajar menos y en mejores condiciones.

Los libros no formaron nunca parte del mobiliario de mi familia, una estirpe sencilla que, sin embargo, soñaba con que sus vástagos leyeran, se formaran y tuviéramos herramientas para defendernos de la inmundicia que acarrea la ignorancia, de la que se aprovechan los ‘listos’ de siempre para tiranizar a la gente sencilla. Yo podría explicar mi vida a través de mi relación con los libros, con las librerías y con mis libreros y libreras. Los libreros, la parte más débil de la cadena de distribución del libro, esos héroes que resisten como jabatos a la crisis, a los e-books y que se reinventan cada día para seguir dándole vida al libro y a nuestras ciudades introduciendo tartas y cafés en sus establecimientos para invitar a la gente a la lectura. Los libreros, esos autónomos indomables, que con sus recomendaciones nos salvan de la tristeza, de la indiferencia, de la soberbia, de la derrota, del sectarismo de las verdades absolutas y nos empujan a preguntarnos para qué vivimos y a qué sitio queremos llegar con los principios que cargamos.