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En Abierto es un espacio para voces universitarias, políticas, asociativas, ciudadanas, cooperativas... Un espacio para el debate, para la argumentación y para la reflexión. Porque en tiempos de cambios es necesario estar atento y escuchar. Y lo queremos hacer con el “micrófono” en abierto.

La metástasis de la mina

Actividad minera en la faja pirítica.

Félix Talego

Profesor de Antropología de las Religiones en la Universidad de Sevilla —

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El industrialismo, la cosmología hegemónica desde comienzos del siglo XIX, atribuye un papel estelar a la minería, que está comportando la metástasis de la mina, hasta la apoteosis minera a la que hoy asistimos. Así lo afirmó Lewis Mumford. Efectivamente, tras dos siglos largos de égida de la cosmología industrialista, las relaciones sociales se han conformado básicamente como jerarquías orientadas al mejor procesamiento industrial de las “materias primas”, cuyo modelo es el mineral del subsuelo. Y, en el mismo período, los más diversos paisajes, tras su ruina, devastación y destrozo en aras del “progreso de la producción”, vienen siendo moldeados como paisajes industriales, que son el desparrame de la mina por más y más lugares de la geografía mundial. Solo algunos cascos antiguos de viejas ciudades y algunos paisajes campestres son absueltos de la deglución minero-industrial.

En sentido estricto, toda mina que se abre ya no podrá cerrarse, porque la perforación o el tajo inaugura una conexión de la biosfera con capas geológicas antes aisladas y en condiciones a menudo anóxicas y abióticas. Pero desde la apertura de la mina, y ya por siempre, los efectos combinados de la gravedad, las diferencias de presión y la fácil infiltración del aire y el agua, impiden un sellado eficaz, más allá de un par de generaciones como mucho: no hay ingeniería capaz de contrarrestar las fuerzas geológicas y meteóricas que la minas han alterado. Añádase a ello la ocurrencia de seísmos y otras intervenciones antrópicas capaces de perturbar severamente las minas.

Como tampoco hay ingeniería que permita engullir y aislar las colosales escombreras, relaves y sarcófagos que quedan en las inmediaciones de las galerías y tajos, pero ya a merced de los agentes meteóricos. A estos desechos se les llama “pasivos ambientales”, pero son focos muy activos de contaminación, que proseguirán emitiendo sustancias tóxicas mucho tiempo después de haber sido extraídos. Porque en el subsuelo predominan elementos extraños y en muchos casos nocivos para la vida (uranio, arsénico, mercurio, cadmio, plomo, amianto…). O elementos presentes en los ecosistemas, pero en determinadas proporciones que se han mantenido estables durante millones de años (carbono, fósforo…), que ahora modifica aceleradamente la civilización industrialista. En definitiva, la minería de la era industrialista está alterando el metabolismo de la biosfera, y, según los tipos de elementos tóxicos implicados y sus proporciones, deteriorando las condiciones de la vida.

Hay que celebrar la existencia del Panel Internacional sobre Cambio Climático (auspiciado por ONU), que emite informes periódicos sobre la evolución de la atmósfera, pero debería existir un Panel paralelo que haga lo mismo con la presencia creciente de metales pesados y sustancias sintéticas en los océanos

Es una contaminación que no se limita a las inmediaciones de los pozos y tajos, o aguas abajo: en la mina comienza la contaminación, pero continúa durante el procesamiento en la fábrica, incluso durante su vida mercantil y su consumo y, sobre todo, en su final como desecho. Así, lo que comienza en la mina va diseminándose después a todo lo ancho de la biosfera, incluyendo los océanos.

Un ejemplo: los especialistas en tratamiento de agua dulce consideran los lixiviados de los basureros urbanos, en principio nada mineros, aguas complejas, porque en ellos pueden encontrarse desde los residuos orgánicos a todos los elementos más raros de la tabla periódica, además de sustancias sintéticas salidas de la industria química, que son, a menudo, disruptores metabólicos. Tal cóctel dificulta la potabilización o, más allá de determinadas cantidades, la hace imposible. La mayoría de todos estos tóxicos proceden de las minas, son, en puridad, contaminación minera.

La minería es, por tanto, la fuente principal de la alteración de todos los ecosistemas, y así va a continuar siendo, por el efecto acumulado de la descomunal herencia minera. Es como un dividendo dañoso, que seguirá aportando nocividad, incluso si se revirtiera drásticamente desde hoy el ritmo de extracción. Esto se reconoce ya abiertamente para la alteración de la temperatura atmosférica, pero no como debiera para la alteración metálica y química de los acuíferos, de los ríos, de los suelos y los mares. Por ello, hay que celebrar la existencia del Panel Internacional sobre Cambio Climático (auspiciado por ONU), que emite informes periódicos sobre la evolución de la atmósfera, pero debería existir un Panel paralelo que haga lo mismo con la presencia creciente de metales pesados y sustancias sintéticas en los océanos.

Deben llevarnos a apostar por la reducción drástica de la extracción, una estricta legislación para el reciclaje y, sobre todo, la discriminación de qué minería sí y qué minería no, según las secuelas ecológicas que cause y según el valor que otorguemos a los artilugios y usos que de ellos quepa hacer

La justicia ambiental, o la ética ecológica (la ética de la tierra que reclamó Aldo Leopold) requieren por tanto denunciar el industrialismo (no la industria, que es otra cosa) y la fe tecno-científica, como lo hizo, por ejemplo, Miguel Delibes en su discurso ante la Academia en 1975. Y deben llevarnos a apostar por la reducción drástica de la extracción, una estricta legislación para el reciclaje y, sobre todo, la discriminación de qué minería sí y qué minería no, según las secuelas ecológicas que cause y según el valor que otorguemos a los artilugios y usos que de ellos quepa hacer.

Dos ejemplos sencillos bastarán para ilustrar el principio que debería regir la extracción minera en un mundo no productivista: no se consideraría igual el litio usado en el patinete de un mozuelo que el de una silla de ruedas; o no se calificaría igual el petróleo que usan las ambulancias que el que queman los vuelos turísticos o militares. Unos y otros deberían regularse y tratarse tributariamente de maneras muy diferentes. Sería una estrategia no tanto de decrecimiento como de discernimiento: qué extraer y qué no, por qué extraer, para qué y para quién. El decrecimiento, como bien explica José Manuel Naredo, es una idea tosca, que ilustra mal los fundamentos de una ética y una política justa socialmente y decente ecológicamente.

Hoy, en el imperio del productivismo o industrialismo, el principio es otro: más extracción es mejor, si bien con las mejores técnicas disponibles. Un principio que ostenta la categoría de sagrado, o religioso, y que es de la mayor importancia desacreditar teóricamente, deslegitimarlo y derribarlo del altar, pues, como decía Sánchez Ferlosio, mientras no cambien los dioses, nada habrá cambiado.

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