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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

#TienenNombre

“Entraron en mi casa, golpearon y mataron a mi marido, apuñalándolo. Cinco de ellos me quitaron la ropa y me violaron. Mi bebé, de ocho meses, estaba llorando de hambre, necesitaba que le diera de mamar y no dejaba de llorar. Para que no siguiera llorando, lo mataron apuñalándolo con el mismo cuchillo con el que habían matado a mi marido. Pensé que también me matarían a mí, pero sobreviví.”

“Me sujetaron y uno de ellos me violó. Mi hija de cinco años intentó protegerme. Yo gritaba, pero uno de ellos cogió un cuchillo largo y la mató, degollándola, delante de mí.”

“Hui junto a mis cuatro hijos. Yo llevaba en brazos a los más pequeños y los otros dos, de 6 y 10 años, iban detrás de mí. Llegaron corriendo los hombres armados y me escondí detrás de unos arbustos. Los hombres atraparon a mis dos hijos, no les dio tiempo a esconderse. Los mataron delante mía. Usaron un cuchillo para degollar corderos. Lo vi todo mientras estaba escondida con mis dos hijos pequeños.”

Son los testimonios de tres mujeres, tres madres, pertenecientes a la etnia Rohingya. Tres personas de entre cerca del millón que han tenido que huir desde Myanmar hasta Bangladesh, en una de las emergencias más cruentas de los últimos años y que, como en todas las ocasiones, tiene a los niños y niñas como los tristes protagonistas. 

Genocidio. Esa puede ser la palabra justa para describir lo que están sufriendo los rohingyas, grupo étnico de mayoría musulmana, que lleva desde 1982 sin ser reconocido por el gobierno de Myanmar, además de que desde 2014 se les prohibió identificarse como tales. En un país, Myanmar, con un 90% de la población budista, la minoría musulmana es perseguida, torturada, y se le niegan todos sus derechos como personas.

En 2016, tras 44 años de dictadura militar, se abrió un espacio democrático en el país. Una esperanza para lograr la igualdad de derechos para todas las minorías étnicas, esperanza que no llegó para los rohingya, que vieron como tenían que huir del país para evitar ser asesinados.

Ahora mismo, más de 700.000 personas se hacinan en los campos de refugiados de Cox Bazar, en Bangladesh, y los problemas y sufrimientos de los niños y niñas no han cesado. Las malas condiciones higiénicas hacen que la propagación de enfermedades como la difteria, el sarampión o el cólera sean una amenaza para los refugiados rohingyas, especialmente para los niños y niñas más pequeños. La amenaza del monzón, que podría destruir las infraviviendas donde habitan, construidas con plásticos y maderas, es otro riesgo muy real y, por último, las situaciones de violencia y desprotección que sufren los más pequeños, expuestos a las mafias, que buscan secuestrarlos para explotarlos sexualmente.

Por todo esto, desde Save the Children hemos lanzado la campaña #TienenNombre, para dar voz a esos cientos de miles de personas olvidadas y defender los derechos de la minoría étnica más perseguida del mundo.

Hemos pedido a las instituciones europeas, coincidiendo el pasado 26 de febrero con la reunión de ministros de Asuntos Exteriores en Bruselas, que prioricen la resolución de esta crisis.

Los rohingyas deben volver a su país, con todas las garantías, ser reconocidos oficialmente por el gobierno de Myanmar como ciudadanos de pleno derecho y vivir en paz.

Javier Cuenca, director de Save the Children en Andalucía

“Entraron en mi casa, golpearon y mataron a mi marido, apuñalándolo. Cinco de ellos me quitaron la ropa y me violaron. Mi bebé, de ocho meses, estaba llorando de hambre, necesitaba que le diera de mamar y no dejaba de llorar. Para que no siguiera llorando, lo mataron apuñalándolo con el mismo cuchillo con el que habían matado a mi marido. Pensé que también me matarían a mí, pero sobreviví.”

“Me sujetaron y uno de ellos me violó. Mi hija de cinco años intentó protegerme. Yo gritaba, pero uno de ellos cogió un cuchillo largo y la mató, degollándola, delante de mí.”