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CIENCIA

Formación de estrellas, planetas y vida

Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAA/CSIC) —

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La formación de estrellas está ocurriendo continuamente en nuestro universo. Es, quizás, el proceso físico más relevante en términos de perpetuación del cosmos, si obviamos, claro está, la propia formación del mismo. Las estrellas nacen de la contracción del gas interestelar, evolucionan como una central de fusión nuclear autorregulada y mueren con variada espectacularidad, pero siempre devolviendo  al medio un material enriquecido en elementos pesados  a partir del cuál el ciclo de formación y muerte se reinicia. Las nubes de gas más frías —las nubes moleculares— en equilibrio dinámico, pueden sufrir perturbaciones que la lleven a romper ese frágil balance y generar protoestrellas autogravitantes que, bajo ciertas condiciones físicas, se convertirán en las maravillosas lucernas que iluminan nuestros cielos nocturnos.

El Santo Grial de los astrofísicos es la búsqueda de una teoría predictiva de la formación estelar. Un modelo que, conociendo la masa, densidad, composición química y temperatura de la nube, nos permitiera inferir la proporción de la masa del gas convertida en estrellas, la frecuencia con  que aparecen las diferentes masas estelares y el patrón de la distribución espacial y en velocidad de las estrellas recién nacidas. En fin, un sueño. Estamos aún muy lejos de esta meta y no porque no le pongamos empeño, sino porque intervienen una gran cantidad de mecanismos físicos de diferente naturaleza, imbricados unos dentro de otros, que hacen imposible la formulación de un sistema dinámico que contenga toda la física envuelta en este proceso.

La formación de planetas, la generación de un sistema planetario que puede acompañar a la estrella durante toda su vida, también ocurre durante la primera fase del nacimiento de la estrella. Así, la posible vida, su soporte planetario y su fuente energética, descansan y se desarrollan en el propio proceso de la formación estelar.

No creo que necesitemos más argumentos para justificar el interés de los astrónomos en formular modelos cada vez más complejos que nos permitan, si no predecir, al menos explicar el conjunto de datos observacionales obtenidos con los nuevos telescopios.

Una nueva y excitante ventana al cosmos

La variedad de mecanismos físicos que interactúan en el proceso de formación estelar emiten la mayor parte de su energía electromagnética —su luz— en diferentes rangos de longitudes de onda. El gas emite en un amplio intervalo de frecuencias de radio, con longitudes de onda que van desde decenas de centímetros hasta décimas de milímetro. El proceso de contracción de las estrellas, hasta la ignición del hidrógeno en su núcleo, se observa en el rango infrarrojo cercano (intervalo de la micra a la decena de micras). Una vez la estrella se ha convertido en el reactor nuclear que insufla luz y energía a sus planetas, y enciende nuestras noches, centra su emisión en el denominado rango óptico —luz visible— que dependiendo de la masa estelar tendrá su pico en el ultravioleta o en el rojo, siempre y cuando haya dispersado el remanente del gas donde se han formado. Si todavía continúa embebida en su cuna gaseosa observaremos el polvo en el infrarrojo medio (decenas a centenas de micras) y a la estrella en el infrarrojo cercano.

A la necesidad de cubrir los diferentes rangos de frecuencia —casi todo el espectro electromagnético— se unen otros requisitos como: la sensibilidad (mínimo de luz que podemos detectar), la resolución espacial (distancia mínima de separación entre dos objetos distinguibles), y el tipo de información que queremos (imagen o espectro). La mayoría de los planetas extrasolares conocidos lo han sido a través de técnicas espectroscópicas, que permiten detectar variaciones de velocidad de la estrella debida a la presencia de uno o varios planetas. Dada la pequeña masa de los planetas en relación con la de la estrella, los cambios de velocidad están en el rango de  los metros por segundo, una resolución espectral que no es fácil de conseguir y que ha requerido el concurso de lo mejor de nuestra tecnología.

La comunidad astronómica internacional tiene ahora a su disposición una gama de colectores e instrumentos que nos surten con datos cada vez más sofisticados y precisos. ALMA, un conjunto de radiotelescopios situado en la meseta andina, analiza los discos protoplanetarios con un lujo de  detalle impensable hasta hace unos pocos años. El observatorio de Calar Alto, en Almería, dispone de uno de los mejores espectrógrafos —CARMENES— para la detección de planetas en otras estrellas, que está proporcionando resultados espectaculares. Pero la joya de la corona, el tour de force  del  estudio de los procesos de formación estelar que tienen su pico de emisión en el infrarrojo, proviene otra vez de la astronomía espacial. El telescopio James Webb está enviando imágenes no solo útiles sino de una belleza espectacular que seguramente generarán nuevas vocaciones astronómicas entre los jóvenes, como ya hizo su antecesor el telescopio espacial Hubble.

Sí, estamos de suerte, la pléyade de instrumentos de nueva generación parecen anticiparnos que podremos establecer importantes constricciones observacionales a los modelos de formación estelar, pero, sobre todo, nos aseguran el disfrute de la observación del cielo con una nueva y excitante ventana al cosmos.

La formación de estrellas está ocurriendo continuamente en nuestro universo. Es, quizás, el proceso físico más relevante en términos de perpetuación del cosmos, si obviamos, claro está, la propia formación del mismo. Las estrellas nacen de la contracción del gas interestelar, evolucionan como una central de fusión nuclear autorregulada y mueren con variada espectacularidad, pero siempre devolviendo  al medio un material enriquecido en elementos pesados  a partir del cuál el ciclo de formación y muerte se reinicia. Las nubes de gas más frías —las nubes moleculares— en equilibrio dinámico, pueden sufrir perturbaciones que la lleven a romper ese frágil balance y generar protoestrellas autogravitantes que, bajo ciertas condiciones físicas, se convertirán en las maravillosas lucernas que iluminan nuestros cielos nocturnos.

El Santo Grial de los astrofísicos es la búsqueda de una teoría predictiva de la formación estelar. Un modelo que, conociendo la masa, densidad, composición química y temperatura de la nube, nos permitiera inferir la proporción de la masa del gas convertida en estrellas, la frecuencia con  que aparecen las diferentes masas estelares y el patrón de la distribución espacial y en velocidad de las estrellas recién nacidas. En fin, un sueño. Estamos aún muy lejos de esta meta y no porque no le pongamos empeño, sino porque intervienen una gran cantidad de mecanismos físicos de diferente naturaleza, imbricados unos dentro de otros, que hacen imposible la formulación de un sistema dinámico que contenga toda la física envuelta en este proceso.