Lunes, 17 de febrero
16.25 h. Este artículo fue abandonado por urgencias que no son de este diario. O sí. Porque si esto es el diario de un espectador (yo), habría que aclarar de qué soy espectador. Lo soy de los teatros, o sea, de lo que pasa en ellos, claro. ¿Y eso es todo? Y no estoy hablando de las cosas escénicas que ocurren fuera de los teatros. Por primera vez, me pregunto de qué quiero ser espectador. No voy a dejar de serlo de los teatros: me ayudan a estar más cerca de la vida, a entenderla mejor. Pero quiero serlo de más cosas, de más vida y más vidas.
17.47 h. He buscado la etimología de espectador y dice que viene del latín spectare (observar, esperar). ¿Qué observo? ¿Qué espero?
Sábado, 8 de febrero
23.57 h. Llego a casa de mi madre. Lleva días llorando casi sin parar. Los que la queremos hacemos lo que podemos, pero es difícil saber qué podemos: ni sabe explicar lo que le pasa (no dice apenas palabras comprensibles), ni entiende los consuelos verbales ni acepta los físicos. De vez en cuando, se revuelve con furia y mira con odio. Con odio. Es ella y no es ella. El alzhéimer es como una escalera que se va bajando poco a poco. Hay escalones en los que la enferma puede pasar semanas, meses, años. Y, de repente, el escalón desaparece bajo sus pies y cae al siguiente. Mi madre acaba de bajar otro escalón. Todo lo que había tenido que aprender para estar en el escalón anterior, me es inútil en éste: la forma de comunicarme y de cuidar, las bromas para entretenerla, las estrategias para que se tome la medicación. Pero todo eso es lo de menos. Lo de más es que el caparazón que me creé para minimizar el dolor es ahora inútil, y todo vuelve a doler como al principio.
01.23 h. Llegan del 061 y nos dan Diazepam. Ellos me hablan de protocolos y recursos apropiados. Ya sé que esto no es una urgencia como la de una persona con una pierna rota o un ataque de apendicitis, pero que una mujer esté llorando días y días casi sin parar es una urgencia para ella y para todos los que la quieren. Desisto de explicarles. Me quedo con las cápsulas de Diazepam, confiando en que le hagan algún efecto a mi madre y deje de llorar y duerma.
02.34 h. Mientras pedaleo de vuelta a casa, pienso en los protocolos. Los médicos los aplican y así es posible manejar la salud pública: un entramado de síntomas y enfermedades de tanta gente que hay que clasificar y curar o, al menos, calmar. Ahora que mis padres son viejos, es rara la semana que no voy a un médico o al hospital. Así que también soy espectador del gran teatro de las enfermedades, un teatro incómodo de mirar, pero tan cierto.
03.12 h. Me estoy metiendo en la cama. Antes de apagar la luz, una cosita sobre protocolos y otra sobre contrataciones. Entre tantos protocolos, echo de menos uno que dé algo de acompañamiento y consejos en esta escalera que es el alzhéimer. Los escalones son los que son, lo que no está claro es cuándo se van a bajar. Pero un poco de información sobre los siguientes escalones y qué hacer en ellos nos ahorraría mucha angustia. Más allá de las citas semestrales con el neurólogo para revisar dosis de medicación y el trabajo encomiable del médico de atención primaria, hay huecos y necesidades que estaría bien contemplar. También resulta que hay no sé qué con los expedientes de los trabajadores sociales que tienen que contratar el Ayuntamiento y no están contratados (hola qué tal, estamos en febrero) y, por tanto, todo hay que gestionarlo en la central (alias horror y masificación).
(Vuelta al) Lunes, 17 de febrero
17.13 h. Voy a copiar fragmentos del diario que quedaron relegados por esta urgencia.
Martes, 28 de enero
20.33 h. Estoy llegando al concierto de Quique González y estoy una mijita nervioso porque yo lo que más escucho y, por tanto, de lo que puedo hablar con cierta propiedad es de flamenco, de polifonía religiosa renacentista y otras cosas muy alejadas de la música de este madrileño.
21.07 h. Para seguir bien el hilo del concierto, he decidido escribirme a un grupo de whattssap que tengo y al que pertenezco yo solo. Es como un cuaderno de notas del 2020. Es raro, sí. Tanto como que la gente ya no encienda mecheros en los conciertos sino la linterna del móvil.
21.26 h. Quique González cae bien. Tiene una banda que suena a gloria y cuenta y canta historias de amor y desamor como si fuera un amigo que hace tiempo al que no ves y te pone al día. Hay algo suave y alejado de cualquier pretensión en todo lo que hace. Dan ganas de irse a tomar una cerveza con él. Habla desde un lugar honesto, porque ha atravesado dolores y alegrías sin dejarse atrapar por el cinismo; pero sabe que nada es para siempre y que casi nada es para nunca.
21.43 h. No me sé sus canciones, pero miro cantar a la chica que está a mi lado y la veo feliz, y eso me contagia felicidad. Esta felicidad es una brizna de hierba que cualquier viento puede desmenuzar, pero ahora es tan cierta que parece que puede durar siempre. Quizá eso es lo que espera el espectador, una brizna de hierba que pueda durar.
22.32 h. Leo lo que me he ido enviando a mí mismo durante el concierto. Es como un poema de una Safo del futuro, del que sólo se conservan fragmentos o pintadas de un baño levemente pedante. Rescato esto: “S.M.P: la soledad del músico profesional. Todo se acaba, todo me duele a puerta cerrada. Las canciones son tristes cuando pierden su dueña. Tocaba con mi banda y la quería, no podía quejarme de nada”.
Martes, 7 de enero 2020
20.57 h. Me estoy apurando un vino antes de entrar a ver Recreativos Federico de Alex Peña en el Teatro Central y estoy otra mijita nervioso. Como Peña me ha ido contando de su proyecto en momentos diversos, yo me lo he ido imaginando en mi cabeza. Me gustaba lo que me imaginaba. Ahora voy a verlo de verdad. ¿Se parecerá a lo que me he imaginado? ¿Me sorprenderá? ¿Me defraudará? Esto es como una cita en un Tinder de instalaciones artísticas.
21.24 h. La gente se arremolina alrededor de los recreativos. Yo me acuerdo de cuando tenía once años y me iba a jugar con mis amigos a un local que estaba en Triana, en calle San Jacinto casi esquina con Pagés del Corro. Había máquinas recreativas (“de marcianitos”, de carreras de coches, etc) y, al fondo, unas cuantas mesas de pin pon. Allí echábamos las tardes de sábado. Estoy hablando de 1984, estoy hablando de qué hacemos con el tiempo, de cómo aceptamos que pasa y que no va a dejar de pasar, de qué hacemos para llenarlo o vaciarlo.
21.31 h. El escenario del Central se ha convertido en una máquina del tiempo y yo soy ese niño que fui y este hombre que soy. Así, Recreativos Federico es guasa y reflexión, chiste y denuncia, pregunta y deja vu. Por detrás del juego intelectual que propone Peña (“cuando el legado artístico se convierte en souvenir, la literatura dramática se transforma en juego”) siento latir una emoción, la de estar inventando todo de nuevo, esa mirada de Ulises que adopta Alex, entendiendo la creación artística como una continua tabula rasa en la que no dar nada por hecho. Todo es susceptible de ser repensado, cuestionado, digerido por el imaginario Peña.
21.46 h. Venía con X y ahora no sé dónde está. Me siento como Pepe Isbert en La gran familia y estoy a punto de llamarla a voces como quien llama a Chencho.
22.03 h. Me salgo a la puerta como quien se fuma un cigarro; pero hace casi dos años que no fumo. Pienso cosas profundas: toda obra que se define a sí misma como arte está en un aprieto porque o bien trata de responder a qué es el arte hoy o ignora esa pregunta. Ambas soluciones son fallidas. Alex Peña y su propuesta se colocan justo en ese lugar de conflicto: ni responde a la pregunta ni la ignora. Quizá se ríe de ella. Lo mejor de Recreativos Federico es que, sin embargo, no ignora la contradicción que habita en el centro de sí misma: la crítica del souvenir deviene souvenir. Esta paradoja me parece inherente a una parte fundamental de creación contemporánea. Habitar esa paradoja es el único modo de evitar la parálisis (no hacer) o la desactivación del poder crítico del trabajo (hacer obras complacientes).
22.07 h. Recreativos Federico es muchas cosas, pero no es ingenua ni complaciente. A partir de ahí, esta obra, como todas, es tantas obras como personas las miran y las viven. Yo la miro como un cuestionamiento de la escena y sus materiales, pero también como una máquina del tiempo, como una reivindicación del placer de crear y, sobre todo, como una brizna de hierba a la que me agarro por si pudiera durar.