Menos opiniones y más canciones
Escribir implica proponer un pequeño manual instrucciones de la vida, ya que propone un lugar desde el que mirar. Y eso hago en cada crítica que escribo. Aunque a mí no me gusta llamarlas así, prefiero el nombre que, como me dijo Manuel Llanes, les daba Santiago Fontdevilla, cróticas (un mixto entre crítica y crónica). Este medio en el que escribo y me lees me ha permitido no tener que apresurarme a dar la opinión de lo que veo, he podido dejar que lo vivido desde el patio de butacas se asimile. Creo que escribir sobre teatro así es una apuesta de elDiario.es Andalucía por bajar un poco el volumen de decibelios en que la realidad parece estar instalada: todo el mundo tiene una opinión de todo inmediatamente, esa opinión es visceral y dibuja inevitablemente un nosotros y un ellos, un si no estás conmigo estás contra mí. Encima, todo lo que ocurre (el fallo de un juez, el suicidio de una famosa y, a veces, hasta una obra de teatro) es síntoma inequívoco de un mal social y se usa como bandera ideológica de reivindicaciones que duran lo que dure el enfado o la tristeza por la última noticia que sale a la palestra. Queremos reducir la realidad a algo simple, porque nos aterra su complejidad o somos ya incapaces de verla. Y no. Podemos contarnos simplificaciones, pero esas simplificaciones no van a cambiar la horrible y milagrosa complejidad de la vida colectiva.
La memoria de la gente corriente
Es desde este lugar de sosiego que hablo de las cosas escénicas que he visto en el último mes. Y empiezo por el final. Por lo que vi el 17 de diciembre en la Sala B del Teatro Central. 'Una Playlist: Memoria de lo cantado'. Nunca aspiro a ser objetivo en lo que escribo. Es mi experiencia de ese día con la pieza y el poso que me deja luego lo que comparto. Pero aquí aún menos, porque las personas que estaban trabajando encima y alrededor del escenario son muy queridas para mí. Aunque, pensándolo bien, no sería la primera vez que me siento en un patio de butacas con deseo de que me encante la propuesta de gente a la que quiero y salgo escaldado. No fue el caso.
Una Playlist propone partir de la memoria de las canciones para dejar que en ella se cuele esa complejidad de la vida de quienes cuentan y recuerdan. Sin la necesidad actual de enarbolar banderas que simplifiquen las cosas de la que más arriba hablaba, la obra tiene una mirada feminista porque señala el sordo estrago de los roles de género en las vidas reales y concretas; y, además, vindica la memoria de una generación que ha atravesado y sostenido el vértigo de empezar viviendo una posguerra y su atroz dictadura hasta llegar a este presente loco en que la gente mira más las pantallas que a la vida. La memoria de la gente corriente cristaliza en la pieza, con ese toque machadiano que tanta falta nos hace reivindicar en esta España de hoy: “Son buenas gentes que viven, / laboran, pasan y sueñan, /y en un día como tantos, / descansan bajo la tierra.” O, en preciosas palabras de Santiago Alba: “No puede ser noticia que una madre ha cambiado a regañadientes, sin un gramo de optimismo, los pañales de su hijo y luego le ha besado el ombligo. La normalidad, que es bonachona, no está en la historia y no hace la historia; remienda sus desaguisados y sostiene sus ruinas. Hace falta mucha ingenuidad para volver a empezar todos los días en un mundo tan malo; hace falta mucha ingenuidad para volver a encender el fuego, regar las flores, velar al enfermo.”
La canción como máquina del tiempo
No es que la obra hable de esa gente, sino que en la obra habla esa gente. Y uno de sus mayores aciertos es que Mercedes, Isa y Violeta se abren para contarnos siendo también gente, contituyen un nosotros frágil y precario y, desde él, nos hablan.
Los vídeos de las entrevistas (de Javi Vila / Pasolargo) son un prodigio de montaje que dialoga con la escena y la hace resplandecer. La fragilidad que trasminan los intérpretes (las tres citadas y Javi y Raquel) nos reconcilia con este mundo loco. El espacio escénico convoca a la belleza de la sencillez y es muchos espacios sin ser ninguno (marca de las mejores escenografías, como ésta firmada por Julia Rodríguez y Fran Pérez Román), y recoge el eco de una de las más bellas imágenes que la obra nos regala: un grupo de personas bailando felices en una piscina vacía, un adelanto del paraíso y/o de la revolución. Y ese es el final: el magnífico José Guapachá, Sebastián Orellana y Javier Delgado nos hacen un precioso bolero y, tras él, todo el elenco queda bailando en ese azul claro (by Carmen Mori), que es agua y es cielo.
Al salir, tan machadiano como me puso el espectáculo, hablé para mis adentros con Don Antonio y le dije: a veces, además de cantar lo que se pierde, se canta lo que se gana.
Hoy no es el día
Una semana antes vi 'Chapter 3: The Brutal Journey of the Heart', de la coreógrafa Sharon Eyal. Ahí viví la paradoja del espectador. Mi acompañante, E, vivió una hora de auténtico gozo, se contagió del hermoso viaje sensual y festivo que la pieza proponía. La miraba de reojillo y la sentía temblar como sólo se tiembla con la alegría de una obra que te maravilla. Yo, en cambio, apreciaba la belleza y la precisión técnica de la obra, pero no viajaba con ella. Quizá no me cogió un buen día: demasiadas cosas me tenían preso y no pude dejarme llevar. Como advertía en el principio de este artículo, no es un nosotros contra ellos, no es un juicio taxativo de es bueno, es malo. Hay días que se da el milagro y hay otros que no. La culpa no es de la obra, no es mía. Simplemente, ese día yo no era espectador para esa función. Mejor rendirse al misterio, aceptar que, como cantaba Diego Carrasco, ése no fue el día de la bulería y esperar mejor ocasión.
La génesis del ballet flamenco
La semana anterior, es decir, el 3 de diciembre, fui al Lope de Vega a ver 'El sombrero', de Estévez & Paños. Un ballet flamenco a partir de la vida de Félix el Loco y su importancia en la creación de El sombrero de tres picos, que fue uno de los primeros acercamientos entre el ballet clásico y la danza flamenca del siglo XX, por mor del empeño de Diáguilev y Massine, para el que reclutaron a Manuel de Falla. A partir de ello, se establece un diálogo entre ese primer abecedario que mezcla ambos lenguajes (ballet y flamenco) y todos los recursos coreográficos y escénicos que ha acumulado el género desde entonces.
La obra va desgranando la peripecia de Félix el Loco: desde su “fichaje” por los ballets rusos para nutrirse de su conocimiento del flamenco y el clásico español hasta su enajenación mental, precipitada seguramente por la frustración de no actuar en El sombrero de tres picos.
Disfruté con el despliegue de recursos escénicos y coreográficos. No hay escena que se resuelva rutinariamente, a todas se le saca el jugo. Mención especial en ello merece la incansable imaginación en las propuestas de la iluminación. Lo mismo ocurre con el trabajo musical. Es marca de la compañía el cuidado y la coherencia histórica no sólo del repertorio elegido sino de la manera de ejecutarlo. Hay muchas horas de escucha y estudio, mucha y buena documentación.
El elenco al completo raya a gran altura; pero es inevitable destacar el trabajo de los propios Estévez y Paños, entregados y aportando cada uno lo mejor que tiene (esa danza versátil, precisa y apasionada de Paños; el carisma y dominio rítmico y escénico de Estévez) y, sobre todo, el absoluto compromiso del bailaor Alberto Sellés con su personaje, Félix, al que regala su prodigiosa técnica y, aún mejor, una fragilidad que va haciendo verosímil su camino hacia la locura y nos ayuda a empatizar con él: esa inocencia que es vidrio que se va quebrando hasta romperse en mil pedazos.
La figura de Félix el Loco ya sirvió de inspiración a una propuesta de Javier Latorre, Mauricio Sotelo y Juan Manuel Cañizares en 2004 y, aún antes, fue referente central en el primer espectáculo en solitario de Israel Galván, Los zapatos rojos.
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