Incendios, uno de los textos más aclamados del teatro internacional en lo que llevamos de este siglo, cuenta la historia de una familia: dos generaciones y dos países que se entrelazan para recorrer la investigación de un hermano y una hermana gemelos a quienes el testamento de su madre obliga a sumergirse en el pasado. Así, desde Canadá, los hermanos, por separado, emprenderán un viaje para encontrar a su padre y a su otro hermano. En paralelo a su peripecia, se reconstruye la vida de la fallecida madre de ambos, Nawal, en ese país nunca nombrado pero claramente el Líbano natal del autor, asolado por la miseria y la guerra civil.
Decía Tolstoi que todas las familias felices se parecen, pero que las infelices lo son cada cual a su manera. Mouwad nos dice que todas las familias son, sucesivamente, felices e infelices: “¿Dónde comienza vuestra historia? ¿Con el nacimiento de vuestro padre? Entonces es una gran historia de amor. Pero remontando más allá, quizá descubriremos que esta historia de amor tiene su fuente en la sangre, la violación, y que, a su vez, el sanguinario y el violador tienen su origen en el amor”! Y también que el horror y la venganza no tienen principio ni fin: “¿Por qué violaron esos dos tipos a la chica? Porque los milicianos habían lapidado a una familia de refugiados. ¿Por qué los habían lapidado los milicianos? Porque los refugiados habían quemado una casa (…) La historia puede proseguirse aún mucho tiempo, de hilo en hilo, de cólera en cólera, de pena en tristeza, de violación en asesinato, hasta el comienzo del mundo”. Esa lucidez atraviesa el texto que resplandece en quemaduras de pura poesía que recuerdan al mejor teatro de Lorca: “La infancia es un cuchillo que se clava en la garganta”.
A la misma altura de la belleza y la hondura del texto están los retos que plantea su puesta en escena: saltos temporales y espaciales continuos que van imbricando los dos tiempos en uno solo, situaciones extremas de guerra y horror que han de ser creíbles para que el artefacto narrativo funcione y un crescendo dramático sostenido hasta la revelación final.
El carisma de Nuria Espert
La propuesta de Mario Gas los afronta a partir de una escenografía sobria y contundente: una pared central de la que sale una pasarela hacia el público bajo la cual hay un suelo de piedras y unas proyecciones sobre esa pared combinando texturas con algunas imágenes concretas; un trabajo actoral en clave realista, que pide a casi todos los intérpretes hacer más de un personaje y a todos una entrega generosa a sus respectivos viajes; un tráfico escénico sencillo que trata de suavizar los pasos de una escena a otra para hacerse cómplice de la imbricación entre espacios y tiempos diversos que, ya decía, plantea el propio texto y la baza del carisma escénico y la sabiduría de Nuria Espert.
El espectáculo conecta desde el primer momento con el público y no lo suelta hasta el final. Destaca la escena del juicio en la que Nuria Espert consigue transmitir todo el dolor y la rabia más extremos casi sin un gesto. Yo disfruté mucho también con el trabajo de Carlota Olcina por su mezcla de fragilidad y obstinación y la complicidad de Laila Marrull y Lucía Barrondo. También agradecí la humanidad de que dota Ramón Barea al entrañable notario y amigo de Nawal.
En cambio, no terminaron de funcionarme algunas de las escenas en Líbano: la caracterización y el vestuario de algunos personajes “orientales” me pareció convencional y me costaba creérmelos. Yo habría preferido una resolución de sus caracterizaciones más metafórica. Del mismo modo, eché de menos una aceleración del ritmo escénico en la parte final (quizá porque ya conocía la historia). Creo entender que se propone un ritmo que va conectando con el ritual y que se ensancha para dejar que aflore la emoción y mostrar “la voz de los siglos antiguos”. Esa intención pareció llegar nítida al resto del patio de butacas, pero no a mí.
Paradójicamente, algunas reacciones de la parte final me parecieron precipitadas: pienso especialmente en el reconocimiento “de manual” que tiene Jean explicándole a su hermano la hipótesis matemática de que uno y uno pueden sumar uno. Tampoco terminó de funcionarme la propuesta del personaje del Nihad francotirador. Me acordaba del aserto atribuido a Brecht: “es difícil hacer al público creer que una escoba es una escopeta, pero es más difícil hacerle creer que una escopeta es una escopeta”.
En cualquier caso, tras el final de todos los personajes resguardados de la lluvia bajo el plástico, me quedó un temblor de primera vez, un recuerdo inventado que se remonta a través de generaciones hasta llegar al primer hombre o la primera mujer que miró a un semejante y le contó el primer cuento. Y ese recuerdo fantasma me ayudó a entender o, al menos, intuir esa necesidad estrictamente humana: el relato, hijo ilegítimo de la realidad que, sin embargo, nos ayuda a entenderla y a perdonarla. Ese temblor de “primer relato” recorre y alienta Incendios de Wajda Mouwad y lo emparenta con el mito, porque el destino trágico de la familia Marwan contiene lo mejor de las grandes tragedias griegas: ese “temor reverencial” ante lo que nos excede y, al tiempo, nos constituye.
Porque, parece, todos venimos de un puñado de hombres y mujeres que salieron de África hace miles de años. Así que toda guerra es civil, todo asesinato un parricidio y sí, los refugiados que mueren de frío en Grecia, nuestros hermanos.
Incendios
Autor: Wadji Mouwad.
Dirección. Mario Gas.
Reparto: Ramón Barea, Álex García, Carlota Olcina, Alberto Iglesias, Laia Marrull, Germán Torres, Nuria Espert, Lucía Barrado.
Traducción: Eladio de Pablo.
Escenografía: Carl Filion. Vestuario: Antonio Belart.
Videoescena: Álvaro Luna.
Iluminación: Felipe Ramos.
Produce: Ysarca.
Coproduce: Teatro de la Abadía. Con la colaboración de Teatro del Invernadero.