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¿Por qué el acuerdo UE-Turquía crea más problemas de los que soluciona?

Felipe Manchón Campillo

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La Unión Europea y Turquía aprobaron en marzo de 2016, cuando las llegadas masivas de migrantes a las fronteras comunitarias eran ya habituales, una declaración política por la que ambas partes se comprometían a eliminar el problema. Bruselas puso en común toda la batería de medidas individuales que se habían aplicado de forma aislada para poner en marcha un convenio que pretendía atajar la situación y al mismo tiempo disuadir futuros movimientos. Más de un año después de su aprobación, sin embargo, el acuerdo ha supuesto únicamente un tapón improvisado que no ha ofrecido soluciones definitivas para los problemas que motivaron su firma, y que al contrario ha generado nuevos elementos de tensión que añaden incertidumbre a la situación y que provocan que el balance del acuerdo un año después de su puesta en marcha no sea positivo.

La gran respuesta de la Unión Europea a una crisis migratoria que pone de relieve el retraso en la aplicación de medidas como el Sistema Europeo Común de Asilo ha pasado por repetir una práctica ya muy extendida desde los años 90, la firma de acuerdos de externalización para que sean otros países los que gestionen sus obligaciones migratorias. A pesar de que todos estos países tengan características comunes, el caso de Turquía es especialmente particular. Las últimas décadas han sido convulsas para este país, con un aislamiento progresivo y la drástica reducción en las condiciones democráticas, de acuerdo a todos los observatorios al respecto. Por ello, muchas organizaciones pro derechos humanos criticaron la posibilidad de este acuerdo, al entender que los impedimentos para que éste fuera aprobado eran demasiado grandes como para proseguir.

La elección de Turquía no fue casual. Comparte con Grecia la frontera del Egeo, una de las zonas de entrada de migrantes más concurridas, y al mismo tiempo tremendamente mortífero. Para acabar de convencer al gobierno de Erdogan de que aceptase este acuerdo, Bruselas se empleó al máximo, ofreciéndoles viejas demandas como la exención de visados a los ciudadanos de ese país o la reapertura definitiva de las negociaciones de entrada en la UE. El acuerdo se formalizó a principios de 2016, y recogió la mayor parte de reivindicaciones de Ankara, así como una generosa subvención económica con la que Turquía debía reformar su sistema de asilo. Las condiciones a cumplir eran sencillas y claras, y solamente quedaba llevarlas a cabo.

Un año después, sin embargo, la situación ha tomado un giro dramático. El periodo de tiempo en que el acuerdo ha estado vigente podría resumirse afirmando que la Unión Europea ha cumplido con sus compromisos, e incluso con excesivo afán en algunos casos, mientras que Turquía no ha llegado a los mínimos. Bruselas puso en marcha la liberalización de documentos de visados aun cuando su nuevo socio no había reformado, como se le exigía específicamente, la legislación antiterrorista. Tampoco ha variado su rumbo tras las sucesivas provocaciones del gobierno de Erdogan y la radicalización de este tras el golpe de Estado fallido del pasado julio. Europa tiene cada vez menos argumentos con el acuerdo en marcha.

Por su propia estructura, el acuerdo no debería de haberse aprobado, al vulnerar los derechos de los migrantes. Sin embargo, Bruselas podría haberlo justificado si este hubiera venido acompañado de las necesarias medidas de reforma del sistema de asilo europeo. Esta declaración ha servido para dejar al descubierto la preocupante debilidad de la Unión Europea y su acuciante pérdida de autoridad, y para colocar a Turquía en una posición de poder que le permite imponer sus exigencias encontrando nula oposición. Por todo esto, la única solución es la ruptura inmediata del acuerdo, y que Europa retome el pulso y la iniciativa en la gestión migratoria. Solamente así podrá corregirse el rumbo, constatando que no valen soluciones precipitadas para solucionar un problema de esta magnitud.

Felipe Manchón Campillo, periodista y comunicador político

La Unión Europea y Turquía aprobaron en marzo de 2016, cuando las llegadas masivas de migrantes a las fronteras comunitarias eran ya habituales, una declaración política por la que ambas partes se comprometían a eliminar el problema. Bruselas puso en común toda la batería de medidas individuales que se habían aplicado de forma aislada para poner en marcha un convenio que pretendía atajar la situación y al mismo tiempo disuadir futuros movimientos. Más de un año después de su aprobación, sin embargo, el acuerdo ha supuesto únicamente un tapón improvisado que no ha ofrecido soluciones definitivas para los problemas que motivaron su firma, y que al contrario ha generado nuevos elementos de tensión que añaden incertidumbre a la situación y que provocan que el balance del acuerdo un año después de su puesta en marcha no sea positivo.

La gran respuesta de la Unión Europea a una crisis migratoria que pone de relieve el retraso en la aplicación de medidas como el Sistema Europeo Común de Asilo ha pasado por repetir una práctica ya muy extendida desde los años 90, la firma de acuerdos de externalización para que sean otros países los que gestionen sus obligaciones migratorias. A pesar de que todos estos países tengan características comunes, el caso de Turquía es especialmente particular. Las últimas décadas han sido convulsas para este país, con un aislamiento progresivo y la drástica reducción en las condiciones democráticas, de acuerdo a todos los observatorios al respecto. Por ello, muchas organizaciones pro derechos humanos criticaron la posibilidad de este acuerdo, al entender que los impedimentos para que éste fuera aprobado eran demasiado grandes como para proseguir.