“El misterio del mundo está en lo que se ve, no en lo que no se ve” es una frase que escribió Oscar Wilde y que a Rafael Torres le sirve para hablar de las vidas y las muertes. Torres, periodista y escritor, acaba de presentar un libro (El cementerio de los ingleses, Editorial Xorki) con el que trata de honrar la frase. El libro está hecho casi a modo de pequeñas biografías de personajes, conocidos o no tanto, con un rasgo en común: todos fueron a dar con sus huesos al Cementerio Inglés de Málaga. Antes vivieron su vida, pero ¿cuál? “¿Hay algo más misterioso que cualquier rincón de este cementerio?”, se pregunta Torres.
Mitad camposanto mitad jardín, el cementerio inglés es un lugar ajeno a la nueva farándula de lo cultural que ha tomado la ciudad. Es obvio que tampoco tiene nada que ver con el turismo de rebujito. Su lugar está en la historia. Fue el primer cementerio protestante en España (de los 22 que existen) y con él se acabó con la costumbre poco higiénica de enterrar en la playa a los muertos no católicos, que quedaban de pie y a merced del mar. William Mark, entonces cónsul inglés, se empeñó en acabar con esa práctica. Lo consiguió en 1824 y desde entonces allí está, arrebujado en una ladera de Gibralfaro, el cementerio inglés.
Cuenta Torres en su libro que el lugar lo estrenó el marinero George Stephens, a quien se le hundió el bergantín de cítricos y pasas, y se ahogó. Hay muchos ahogados. Entre ellos, los 41 del Gneisenau, el buque escuela de la armada alemana al que de nada sirvieron su casco de acero, ni las cuatro calderas, ni los cuatro cañones o las seis ametralladoras. La fragata se hundió sola en el año 1900, a merced de un vendaval que primero le rompió los amarres y luego la estampó contra un espigón. Desde el muelle los malagueños veían la tragedia y algunos se lanzaron al rescate, lo que a la ciudad le valió un título (Muy Hospitalaria) y un puente de agradecimiento, el de los alemanes. Los ahogados reposan en un túmulo, y sobre él hay un resto del naufragio, un trozo de madera de la fragata hundida.
Gerald Brenan fue rescatado de la miseria y del asilo inglés en el que languidecía para ser devuelto a Alhaurín el Grande en 1984. Murió tres años después y donó su cuerpo a la universidad. Durante 14 años José María Smith conservó su cuerpo en la Facultad de Medicina, hundido en doce litros de formol, hasta que fue enterrado junto a Gamal Woolsey en el cementerio inglés. Jorge Guillén no era protestante y aquí está “porque le dio la gana”.
De algunos ilustres queda la memoria localizada: en Málaga nadie sabe nada de Aarne Haapakoski, que resultó ser un escritor finlandés de ventas millonarias, en Finlandia y otros países nórdicos, muerto en 1961 en Torremolinos. Tal fue su fama que aún hoy alguien envía flores a su tumba.
Hay algo de olvido en las vidas enterradas en el cementerio inglés; como el olvido que cae sobre todos los muertos, pero más profundo o más lejano: la mayoría aquí son extranjeros. “He escrito este libro desde la piedad y el respeto más profundo, como homenaje a quienes mueren lejos de su tierra”, comenta el autor, que se lo dedica a los olvidados.
Torres ha encontrado en este lugar tantas historias como tumbas. Como la de Annie y el ángel de piedra en honor a la mujer del portero del Sevilla Football Club, el equipo de ingenieros y mecánicos fundado en 1890. O la de Robert Boyd, el romántico que vino a traer la libertad y acabó fusilado en la playa de San Andrés junto a su amigo Torrijos. La causa de su muerte se consignó con un lacónico e insuficiente “shot”. “Triunfe o perezca, habré ganado un glorioso nombre o una tumba temprana”, le dijo a los amigos que trataron de disuadirlo. Ganó las dos cosas.
Renate Brausewetter fue una actriz que dejó el cine porque este ya no era mudo, y aún insistía al cumplir los 100 años que el sonoro mató al cine. El Inglés de la Peseta entregaba una moneda a las familias a cambio de que escucharan la Biblia y acabó fundando el primer hotel de la Costa del Sol. Marjorie Grice-Hutchinson fue, además de notable economista, hija del Inglés del Cruce, un abogado entregado a la filantropía que se paseaba por Churriana con su papagayo al hombro, y cuidó del cementerio y su jardín hasta su muerte. María Victoria Atencia dejó escrito en piedra de lápida que la pequeña Violette “vivió lo que viven las violetas”: un mes.
Hoy la labor de Marjorie la asume Rosella, una mujer de delicioso acento británico. Ella es representa a la Iglesia Anglicana, que tiene cedido el uso del cementerio desde que hace ocho años una Fundación asumiera la propiedad, hasta entonces del gobierno británico. El ayuntamiento prohibió nuevos enterramientos por salubridad y ya no quedan nichos vacíos. “Sólo se puede traer cenizas a nichos ya ocupados”, explica Rosella. “¡Y yo tengo el último, al lado de mi marido!”. El lugar, Bien de Interés Cultural, ha mejorado desde que hace unos años sonara la voz de alarma. Subsiste con donaciones y alguna subvención esporádica, superviviente de las operaciones inmobiliarias y del desdén de las administraciones.
“Sean los dioses, ellos, inmortales”, escribió Jorge Guillén. Los mortales reposan aquí, donde hay tantas historias como tumbas.