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85º ANIVERSARIO DEL DERECHO A VOTO DE LAS MUJERES

Estos días he estado releyendo a Concha Méndez Cuesta. Quiero visibilizarla en una charla sobre literatura y feminismo en la que participo mañana domingo, en Zuera. Como dice la organizadora del evento, mi querida María: “quiero que participes en esta charla para hablar de esas mujeres que habitan el reverso de la historia”. Y en estas estoy, pensando como visibilizar más y mejor a mi querida poeta de la Generación del 27. Y recuerdo este fragmento sobre ella leído en el libro de Las SinSombrero de Tania Balló:

“Concha no pide permiso, al igual que el resto de sus compañeras, entienden el feminismo como un derecho propio con el que no quieren negociar. Si no lo tienen, lo toman.”.

Así era Concha y muchas de las mujeres artistas y pensadoras de su generación.

Pero hoy, 1 de octubre, voy a brindar y recordar a otra gran mujer: Clara Campoamor. Clara pertenecía a la Generación del 14; esa generación en la que tímidamente se añade el rol de nueva mujer que se incorpora al mundo laboral y político.

Es sabido lo que le costó a Clara convencer a sus “colegas” diputados en las Cortes Generales, aliados o no, para que se recogiera el derecho a voto de la mujer en el texto de la Constitución de la II República. Y ganó. Ganó para nosotras, para todas.

Y no negoció para ello. Las mujeres tenían el mismo derecho que los hombres a participar en la decisión de qué Gobierno querían que tuviera la II República, independientemente de cuáles fueran los resultados. No admitió matices, ni prórrogas, ni “en principio”(s). En igualdad de condiciones que los varones.

Huelga decir que este logro iba mucho más allá de poder votar para la elección de un gobierno, era un paso para muchas de las esperanzas de avances en la igualdad que defendían muchas de las mujeres. Y se intentó. Y se consiguieron logros en los siguientes años de esa legislatura. Avances de mujeres para las mujeres.

No es la primera vez que escribo sobre este tema y no creo que me canse nunca de seguir recordándolo. No quiero que a nadie se le olvide que hasta las elecciones de 1933 las mujeres en este país no pudimos manifestar nuestra opción en las elecciones generales. Es más, a la propia Campoamor no la votaron las mujeres para ser diputada de la Cámara. No fue hasta el 8 de mayo de 1931 cuando el Gobierno republicano acordó que las mujeres (y los sacerdotes) pudieran presentarse en las candidaturas. Campoamor fue diputada sólo con votos de hombres.

Dice Amelia Valcárcel (Catedrática de Filosofía Moral y Política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)), de Campoamor que: “Tenía una inteligencia enorme, con una personalidad de la que en el siglo se dan tres o cuatro”, (…), y añade que Campoamor ganó “pero también perdió porque nunca más le dieron una sola opción, se quedó fuera de todo y cuando se tuvo que exiliar estuvo mucho más desprotegida”.

A estos hechos me remito si defiendo, más si cabe, a Campoamor. Ella no defendió el derecho a voto de la mujer con un interés de rédito político. Antepuso la lucha por conseguir los derechos de las mujeres sin que estos estuvieran subordinados a otro tipo de luchas de índole político y social.

Campoamor consiguió mucho. Mucho más de lo aparente, que ya es bastante. Se enfrentó a una sociedad que nos consideraba inútiles, incapaces, sin criterio propio.

Que no nos consideraba seres humanos de pleno derecho, que nos relegaba al ámbito privado y que nos quería sumisas a una sociedad misógina y patriarcal. A derecha y a izquierda.

Yo hoy no me echaría a dormir tranquila si no reconociera, otro año más, el esfuerzo, la inteligencia, el sacrificio y el coste político de Campoamor. Una mujer que afrontó la lucha feminista tal como la entendía, sin negociaciones ni concesiones. Que, al igual que Concha Méndez, sufrieron un coste personal y familiar durísimo para defender los derechos de todas. O para tomarlos y punto.

Concha Méndez era diez años más joven que Clara Campoamor y no negociaba con sus derechos como mujer. Los tomaba. Y los exigía así: “pido la igualdad ante la ley. O lo que es lo mismo, pasar de calidad de cosa a calidad de persona, que es lo menos que se puede pedir ya en esta época.”

Las grandes mujeres de la Generación del 14 y las grandes mujeres de la Generación del 27 convivieron durante las décadas de los años 20 y 30. Su relación fue muy muy estrecha a pesar de no coincidir en muchos aspectos y de tener ideologías políticas no coincidentes. Les unía el mismo enemigo: una sociedad patriarcal que las asfixiaba y no les dejaba avanzar en esa anhelada sociedad española más libre, instruida e igualitaria. Se unieron porque eran mujeres que defendían a las mujeres. Por encima de todo y de todos.

Yo hoy brindo por algo más que un aniversario. Brindo por la dignidad de tantas mujeres invisibles que con su actitud en la vida, con sus luchas, con su trabajo y con la sororidad por bandera consiguieron avanzar en igualdad para las generaciones posteriores.

Mujeres que no se rindieron jamás; que su mayor obsesión era lograr ser ellas mismas en una sociedad que se negaba siquiera a mirarlas.

Para mí, Clara y Concha siempre estarán en la portada de la historia. Y en mayúsculas, como ellas.

Estos días he estado releyendo a Concha Méndez Cuesta. Quiero visibilizarla en una charla sobre literatura y feminismo en la que participo mañana domingo, en Zuera. Como dice la organizadora del evento, mi querida María: “quiero que participes en esta charla para hablar de esas mujeres que habitan el reverso de la historia”. Y en estas estoy, pensando como visibilizar más y mejor a mi querida poeta de la Generación del 27. Y recuerdo este fragmento sobre ella leído en el libro de Las SinSombrero de Tania Balló:

“Concha no pide permiso, al igual que el resto de sus compañeras, entienden el feminismo como un derecho propio con el que no quieren negociar. Si no lo tienen, lo toman.”.