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La democracia no sólo esconde el cadáver de esa gente a la que dice representar. Cierto feminismo, por ejemplo, ha denunciado que la distinción “público/privado”, que pone por encima el primer término y sirve así de base a la democracia, está puesta al servicio del particular modo de estar en el mundo que tienen los varones en las sociedades patriarcales. Y es que dicha distinción se apoya en otra que le precede y le sirve de asiento, “política/familia”, la cual, a su vez, se apoya en otra más básica, “cultura/naturaleza”, sobre la que se autoinstituye la propia sociedad tal como la conocemos. En todas esas distinciones los primeros términos son considerados superiores y señalan ámbitos de actividad no sólo masculinos sino también adultos, pues los niños y adolescentes también están excluidos.
Pero no es sólo la distinción “público/privado” lo que ciertas feministas denuncian, sino también el propio concepto de “ciudadanía”, pues identifica a todos como iguales, por lo que borra no sólo las diferencias sino también las relaciones de desigualdad que produce o sobre las que se asienta la sociedad. Esto no es en absoluto nuevo, pues ya la propia noción de “humanidad”, fundamental en nuestra civilización y que hunde sus orígenes en la humanitas con la que los romanos se designaban frente a los “barbaros” del exterior, lo cual nos lleva a otro cadáver, esconde también una violencia estructural de género, pues está elaborada a partir de una típica oposición privativa, “hombre/mujer”, en la que el primer término del par, “hombre”, no sólo se designa a sí mismo, sino que incluye también a su contrario, pues ambos forman parte de la gran clase de los “hombres”, de la “humanidad” o simplemente de lo “humano”, lo que obliga a que el segundo término, “la mujer”, padezca cierta indefinición.
Para cierto feminismo dicha indefinición siempre ha sido un muro contra el que se ha estrellado pues no ha podido averiguar, tal como se proponía, qué es la mujer. Sin embargo, para el postfeminismo eso de buscar esencias perdidas o inventarlas lo único que hace es copiar el esquema mental patriarcal, caracterizado por la creación de esencias. El postfeminismo desea desvincularse de ese hábito subrayando que el mundo de las mujeres es diverso y que, por lo tanto, la diferencia no acaba en la rehabilitación de la mujer sino que continúa y se multiplica en la pluralidad de feminidades con sus correspondientes modos de ver el mundo. O sea que allá donde el mundo abstracto del concepto nos hacía ver un cadáver, comprobamos que, en realidad, hay una exuberante y heterogénea vida.
Si tenemos en cuenta que la “ciudadanía” se adjudica a todos pero designa etimológicamente al habitante de la ciudad, también aquí aparece una oposición privativa, en este caso “ciudadano/habitante-de-los-pueblos”, en la que el primer término se designa a sí mismo y a su contrario, obligando a éste a padecer cierta indefinición. De modo que la democracia requirió de otra exclusión y la aparición de un nuevo cadáver: los pueblos o hábitats rurales. De todas formas, aunque los pueblos hayan tendido a interiorizar la violencia simbólica ejercida por la ciudad generando ciertos hábitos acorde con ella, no todo lo que llega de allí ha sido siempre acríticamente aceptado y no todo lo que se va ha merecido menor estima. Además, mucho de lo que se le impuso fue apropiado de modos diferentes a los previstos y bastante de la gente que marchó a la ciudad mantuvo sus vínculos con el pueblo e incluso generó otros, lo que abrió una relación de cohabitación entre los dos hábitats que proporcionó más y nueva vida a los pueblos e incluso benefició a las ciudades pues ha dado lugar a nuevos y variados activismos políticos, formas de arte, sociabilidades, etc.
En El Sexto sentido, la película que en 1999 dirigió M. Night Shyamalan, un psicólogo infantil (Bruce Willis) atiende a un niño (Haley Joel Osment) que ve los espíritus de los muertos que vagan por el mundo y que incluso le piden favores. En el sorprendente final del filme, dicho psicólogo acaba dándose cuenta de que él es uno más de esos cadáveres. Con la democracia quizás haya ocurrido algo parecido. A lo mejor no ha dejado ningún cadáver. Quizás el muerto sea la propia democracia. El problema es que, como le ocurre al protagonista del filme, no sabe que está muerta. De lo que se trata entonces, como hizo el niño con el psicólogo, es de ayudarle a que lo descubra para que muera del todo, desaparezca definitivamente y nos deje en paz.
*José Ángel Bergua, participante de GAO (Gentes de Apoyo y Opinión)
La democracia no sólo esconde el cadáver de esa gente a la que dice representar. Cierto feminismo, por ejemplo, ha denunciado que la distinción “público/privado”, que pone por encima el primer término y sirve así de base a la democracia, está puesta al servicio del particular modo de estar en el mundo que tienen los varones en las sociedades patriarcales. Y es que dicha distinción se apoya en otra que le precede y le sirve de asiento, “política/familia”, la cual, a su vez, se apoya en otra más básica, “cultura/naturaleza”, sobre la que se autoinstituye la propia sociedad tal como la conocemos. En todas esas distinciones los primeros términos son considerados superiores y señalan ámbitos de actividad no sólo masculinos sino también adultos, pues los niños y adolescentes también están excluidos.
Pero no es sólo la distinción “público/privado” lo que ciertas feministas denuncian, sino también el propio concepto de “ciudadanía”, pues identifica a todos como iguales, por lo que borra no sólo las diferencias sino también las relaciones de desigualdad que produce o sobre las que se asienta la sociedad. Esto no es en absoluto nuevo, pues ya la propia noción de “humanidad”, fundamental en nuestra civilización y que hunde sus orígenes en la humanitas con la que los romanos se designaban frente a los “barbaros” del exterior, lo cual nos lleva a otro cadáver, esconde también una violencia estructural de género, pues está elaborada a partir de una típica oposición privativa, “hombre/mujer”, en la que el primer término del par, “hombre”, no sólo se designa a sí mismo, sino que incluye también a su contrario, pues ambos forman parte de la gran clase de los “hombres”, de la “humanidad” o simplemente de lo “humano”, lo que obliga a que el segundo término, “la mujer”, padezca cierta indefinición.