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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Cartas

Imagen de archivo

Plácido Diez

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Entre los gestos de humanidad y de solidaridad, hemos vuelto a escribir cartas para acompañar a los que están aislados con el coronavirus o para comunicarnos con los hijos que se han tenido que buscar la vida fuera de España o con la familia que vive en otros rincones del país. Cartas que evocan a aquellas que se escribían cuando llegaban las fiestas navideñas con intercambio de número de la lotería incorporado.

Las cartas sirven para desnudar lo más íntimo, lo más personal, para decirnos que nos queremos, que estamos orgullosos de nuestros hijos, que nos acordamos de nuestra familia en los momentos difíciles y que nos damos ánimos.

En medio de las guerras y de las separaciones, y antes de la generalización de Internet y de las redes sociales, las cartas siempre fueron uno de los mejores recursos para acompañar, para mantener el ánimo, para sentir el calor de los seres queridos en una circunstancias de miedo, de inseguridad y de incertidumbre por el vuelco que puede dar el mundo en el que vivimos.

El Papa Francisco, el gran jefe blanco de la Iglesia católica que aparecía en las fotos caminando por una Roma desierta, decía estos días en una entrevista en La Repubblica que el confinamiento puede servir para “redescubrir lo concreto de las pequeñas cosas, de los pequeños cuidados que hay que tener hacia nuestros allegados, la familia, los amigos”.

Puede ser una de las consecuencias de esta emergencia de salud pública, que descubramos o recuperemos una comunicación de gestos concretos, más cercana y humana que la virtual. También puede servir para rescatar valores como los de la disciplina colectiva, el sacrificio/resistencia y la moral de victoria.

Valores que verbalizó el jefe del estado mayor del Ejército, el general Miguel Ángel Villarroya, al afirmar que estamos ante una guerra, una guerra sin armas, matizó, pero una pelea de todos los españoles contra el virus en la que la mejor arma es nuestra mente.

Y para trascendencia la de la canciller alemana, Angela Merkel, que, en su primer discurso institucional en 14 años al margen de los navideños, calificó el coronavirus como el mayor desafío desde la II Guerra Mundial a la vez que recomendaba solidaridad, la que no tuvieron con Italia cuando les pidió material sanitario, y distancia social.

El mayor desafío desde la II Guerra Mundial ante el que la Unión Europea se está mostrando dubitativa, poco ágil y unida, por ejemplo en la coordinación y entregas de material sanitario, por ejemplo en sus políticas fiscales y en la necesidad de emitir bonos, además de los planes de compra de activos anunciados en segunda comparecencia por el Banco Central Europeo (BCE) para dar liquidez a los Gobiernos que, como el italiano o el español, van camino de necesitar un “Plan Marshall”, unos planes de reconstrucción social como ya ha reclamado el presidente Sánchez.

Los chinos, que se están prodigando en fotos de donaciones y de oferta de asesores en los países europeos más golpeados por el covid-19, llegaron antes que la UE con las mascarillas, los guantes, las gafas y todo el material de protección para los sanitarios, y ahora mismo son los grandes proveedores de un mundo acelerado y angustiado en las compras.

Algún filósofo, como Javier Gomá, ya apuntaba en una entrevista en “La Vanguardia” que percibía que el anhelo de un poder fuerte, eficaz para proteger la salud y la vida de las personas, está desplazando a la atomización individualista como principal desafío a la democracia.

Cambiar libertad por seguridad y prosperidad. Preventivamente, no deberíamos olvidar que China es una dictadura de capitalismo de estado en la que probablemente se originó el virus por el comercio de animales salvajes, que tardó a reconocer el virus y que investigó y persiguió al primer médico que alertó en un grupo de wasap a sus compañeros de Wuhan de lo que se nos venía encima. Li Wenliang, oftalmólogo de 34 años, con un hijo y otro en camino, falleció por el coronavirus el pasado 7 de febrero.

¿Qué mundo nos espera después del coronavirus? Al margen de quién esté ganando el pulso entre Estados Unidos y China, parece razonable pensar que lo público y lo común se van a revalorizar frente a los desreguladores y a los partidarios de adelgazar los estados y las políticas fiscales. Se hace necesario un nuevo contrato social multilateral, que incluya las emergencias sanitarias y climáticas, como el que surgió después de las dos guerras mundiales.

Ante epidemias como la actual, habrá que afinar también planes de actuación coordinados dentro y fuera de España, en la UE y en el resto del mundo, en los que primen las medidas preventivas, los suministros de material de protección, la preparación de hospitales especializados y la investigación compartida.

Ante amenazas de virus sin fronteras deberían salir debilitadas las identidades nacionales y los populismos egoístas: mi país lo primero, mi Cataluña lo primero, mi pueblo lo primero.

Las oleadas de solidaridad con los más vulnerables, en especial con los mayores con los que se está ensañando el Covid-19, están dejando en evidencia el supremacismo y la bajeza moral de los que ponen las banderas por delante de las vidas de los que no son los míos: “De Madrid al cielo”. El tuit de la eurodiputada independentista Clara Ponsatí lo dice todo.

También se adivinan cambios en nuestros hábitos diarios como la ampliación del teletrabajo o que se extienda la distancia social, el temor a tocarnos. Y en la Monarquía que se está dejando jirones de credibilidad golpeada por otro virus que ha coincidido en el tiempo, al que popularmente se denomina “corinnavirus”, y que hemos conocido por el trabajo de un periodista británico, James Badcock, que va por libre y que ahora está publicando en The Telegraph.

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