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“Aragón se arregla en 5 minutos desde la barra de un bar; desde el escaño, cuesta un poco más”. Es lo que digo a familiares y amigos cuando me preguntan por mi trabajo en las Cortes de Aragón.
Soy el diputado novato de la Aljafería y eso tiene sus pros y sus contras. Todavía me pierdo por sus pasillos, pero también tengo la oportunidad de mirar con ojos nuevos y apoyarme en la experiencia de mis compañeros, que entraron hace 2 años.
Iba en las listas de las autonómicas de 2015 y me quedé fuera por poco. Si algún diputado de Zaragoza dejaba su escaño, era el siguiente. Estuve trabajando en comunicación durante dos años hasta que en septiembre Pablo Echenique anunció su traslado a Madrid, para dedicarse de pleno a la secretaría de Organización. Desde entonces me llaman de usted.
Es una de las cosas a las que no termino de acostumbrarme, que casi me desagrada. En las cartas que recibo soy el “ilustrísimo diputado” y solo puedo tomármelo a risa. Los diputados no deberíamos ser tratados de forma diferente que el resto de trabajadores. Si un día ningún diputado va a trabajar, no pasa nada; si los ujieres hacen huelga durante un pleno, aquello se cae.
Podemos lo ha repetido desde el inicio y no debe olvidarlo. Somos gente corriente haciendo política. Muchos hemos hecho un paréntesis en nuestras vidas (laborales y, a veces, personales) para dedicar un tiempo a la comunidad. Y así debe ser: una etapa con inicio y final. Hace poco, una diputada de otro partido con la que debatí sin tapujos me acusó de llevar poco tiempo, de no saber guardar las formas y me recomendó hablar como ella hablaba. Espero de verdad no perder el lenguaje sencillo y directo.
Y en este ser gente corriente y habiendo trabajado de periodista, ahora soy yo quien habla en plenos y comisiones, quien redacta propuestas y quien propone medidas para mejorar la vida de la ciudadanía. Y es más difícil de lo que parece al ver las noticias.
Hay muchos trámites, muchos plazos, mucha burocracia. Sobra papel y falta digitalización de las tareas legislativas. Sobra debate vacío y falta voluntad política. Sobran horas de plenos inútiles, en los que los grupos nos vemos obligados a presentar iniciativas que sabemos que el Gobierno no cumplirá, pues la clave de las proposiciones no de Ley es el «no». El pleno de las Cortes aprueba una propuesta y el Gobierno puede ignorarla sin problemas. Plenos de 10 horas en los que casi todos los diputados agotan el tiempo máximo de intervención. ¿Qué necesidad hay? ¿Y dónde está escrito que un Pleno deba durar tanto? Cuando desde casa veía los escaños vacíos me indignaba; ahora entiendo que no hay cerebro capaz de mantener la concentración al escuchar a decenas de personas discutir sobre propuestas que —lo peor es que todos los diputados lo sabemos— posiblemente no llegarán a nada.
El sistema parlamentario actual tiene dos siglos y se basa en el contrato social planteado por Rousseau. ¿Cuántas cosas han cambiado desde entonces? Quizá también debamos hacer adaptar la Aljafería a los tiempos de WhatsApp y Twitter.
Más allá de esta reflexión, la tarea de diputado es tarea ilusionante, una experiencia positiva, pero al mismo tiempo frustrante. Al fin y al cabo, la oposición tiene unos límites de actuación muy marcados. Por eso, cuando la gente por la calle me pide que hagamos tal o cual cosa no puedo más que decir “es complicado, pero lo intentaremos”.