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La COVID-19, desde las entrañas, la impotencia y la rabia

Varios sanitarios en la Unidad de Cuidados Intesivos dedicada a pacientes covid del Hospital Miguel Servet de Zaragoza. EFE/Javier Belver

Alfonso Callejero Guillén

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“Por una gripe flojita me han suspendido el curso que tengo que dar en dos semanas”, exclamaba hace poco más de un año, con cierto hastío e incredulidad.

En esos lejanos y nebulosos días de finales de febrero del año pasado así entendía esta vorágine a la que nos estábamos lanzando. Sin entender el caos y el apocalipsis zombi que parecía llegar, pero que no casaba con las lecturas que se hacían de los documentos científicos que leíamos.

En esa época repetía los mantras que nos llegaban por los canales oficiales que llamaban a la calma y a lavarnos las manos, como maná de toda curación de esta extraña enfermedad que iba saltando de un país a otro, con la velocidad de los viajes internacionales y sin pasar por ninguna aduana.

Así, llamaba a la calma a los pacientes, creyendo lo que nos contaban los documentos científicos y convencido de que la tele solo amplificaba una patología que no era tan peligrosa; “recuerda lo de la gripe A, quedó en nada”, aseverábamos en los pasillos, en las consultas a los pacientes.

Y cuando comprendimos que no sabíamos nada, que todo se derrumbaba y el colapso llegaba sin llamar a la puerta, ya era tarde. En un sutil parpadeo llegaron los anuncios de los cierres de los colegios, manteniendo el rictus y desencajados nos mirábamos preocupados y, tras la sucesión de noticias, confusiones, llegó el estado de alarma.

Ese sábado de marzo de hace un año será uno de esos días en los que todos podremos recordar dónde estábamos y qué hicimos. Sin anunciarlo, era evidente lo que iba a suceder, los sanitarios habíamos ido digiriendo la noticia la semana previa, sabíamos que venían tiempos difíciles y todos nos concienciamos; cambiamos agendas, cerramos servicios y nos prestamos para lo que fuera necesario y en el momento que lo fuera. Nadie puso un pero ni rehusó su responsabilidad, pero el desastre, el caos, la desesperanza y la impotencia sufrida en las siguientes semanas nunca ninguno pudimos imaginarla.

No es fácil hablar de lo que te golpea, te zarandea y te deja muchas noches en blanco, te despiertas pensando y sientes rabia e impotencia al ver cómo los compañeros se jugaban su salud con bolsas de plástico porque no había material, como usábamos las mismas mascarillas durante semanas y hacíamos pantallas con plásticos, gomas e imaginación. Dejamos de compartir artículos científicos para enviarnos por WhatsApp el método más fácil y rápido para hacernos batas o pantallas caseras.

Esa “gripe flojita” nos había mostrado las carencias estructurales de nuestro sistema sanitario y no sabíamos cómo detener las fugas de agua, no entendíamos el virus y no teníamos material para protegernos y proteger a los demás.

Las mismas carencias que llevábamos más de una década gritando los sanitarios; “los recortes matan”, pero en esa época de brutal crisis éramos recortables y prescindibles. No solo nosotros, sino el sistema sanitario en sí, porque sin profesionales tampoco hay consultas ni material y, si llega el caos, ni capacidad de soportar una pandemia atroz como esta.

Así, en esos días y semanas, donde saltaron por los aires todas las previsiones, nos vimos en medio de la tormenta perfecta; solos, azotados por el virus, sin material y sin una señal que nos indicara dónde había un puerto cercano.

Mientras se desnudaban los déficits de la sanidad y quedaba patente que el sistema sanitario no tenía el mínimo material para que los trabajadores pudiéramos trabajar con seguridad y garantías, se demostraba que solo el pueblo salva al pueblo, desde la solidaridad y la empatía.

En lo más oscuro de esa tormenta, la solidaridad nos ayudó, las redes silenciosas y altruistas que se organizaban para enviar una luz a sus sanitarios en todos los barrios, pueblos, ciudades. No estábamos solos en esta tempestad.

Una de las imágenes que más recuerdo fue la decisión de tener que pedir ayuda a amigos, vecinos y a toda la gente que se sumó. Ayuda para confeccionarnos manteles con hules o bolsas de plásticos, para hacernos pantallas caseras o mascarillas de tela. Y lo mejor, sin duda, la respuesta, el gran volumen de material casero que obtuvimos.

Pasaron los días, se desbordaron las UCIs y las camas, llegaron demasiadas olas y el agotamiento sigue a flor de piel hoy. De esta manera, será difícil que olvidemos esos días de caos y colapso que provocó esa maldita “gripe flojita”.

Como tampoco podremos olvidar los gestos de cariño que recibimos y, desde las entrañas y mordiéndome el labio mientras escribo esta azorada reflexión, solo puedo agradecer a todos los vecinos, amigos y demás compañeros anónimos que en esa oscuridad nos prestaron su aliento.

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