El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Siendo pequeño descubrí con ilusión las fiestas de mi barrio. Los primeros momentos de diversión con los amigos, de disfrutar de una alegría colectiva que llenaba las calles y plazas.
Algo después, siendo todavía un chaval, recuerdo lo que le pasó un año a Juan, uno de mis mejores amigos. Juan sentía auténtico terror al ver ratas, un sentimiento que no podía controlar, y ese año, un chico algo mayor que nosotros, al encontrarse una rata muerta, se le ocurrió la “gracia” para divertirse de cogerla y echársela encima a Juan.
Juan tuvo un ataque de pánico que lo dejo inmóvil -tuvimos que ser los demás los que le apartáramos el cuerpo de la rata- y, todavía en estado de shock, se fue a su casa acompañado por su madre y por algunos de nosotros y ya no fue capaz de salir a la calle durante el resto de las fiestas.
Ese año comprendí que lo realmente importante de las fiestas era que todos disfrutábamos de ellas. El mal trago pasado por Juan hizo que para todos nosotros las fiestas dejaran de ser motivo de disfrute. No importaba si los actos o conciertos programados eran o no buenos, Juan no estaba y lo había pasado mal y con ello las fiestas perdían su verdadero sentido. Si alguien lo pasaba mal, las fiestas dejaban de ser fiestas.
Lo ocurrido con Juan me ha venido a la mente este verano con algunos sucesos y las reacciones provocadas en las fiestas de algunos lugares.
Por fortuna, y son las fiestas que soñamos, se han producido movimientos para dejar claro que deseamos unas fiestas sin agresiones sexuales. Por avanzar en que nadie tenga en plenas fiestas que tener miedo o sentirse inferior por el mero hecho de ser mujer.
Igualmente es un deseo que en las fiestas se participe por igual. Que los actos sean abiertos y al alcance de todos, sin que el nivel económico suponga que algunos se queden excluidos.
Del mismo modo, sería deseable unas fiestas en las que para celebrarse no sea necesario que se produzca maltrato animal. ¿De verdad es necesario que para que unos se diviertan en fiestas otros tengan que sufrir?
Me acuerdo de mi amigo Juan, de cómo las fiestas dejaron de ser fiestas al pasarlo mal él, y anhelo esas celebraciones con unas vecinas sin miedo y sin sentirse heridas, sin nadie excluido, sin el sufrimiento de otros seres vivos. Unas fiestas para todos que son las verdaderas fiestas.
En ese sentido, como vecino de Zaragoza, me alegra que mi ayuntamiento esté trabajando en esa línea y que cada vez las fiestas sean más de todas.
Aunque reconozco, los ojos llenos de temor de Juan me vienen a la mente, que también me apenan determinadas reacciones ante ello para que algunas exclusiones no cambien.
Me ha llamado la atención por ejemplo un comunicado que me ha llegado de la comisión de fiestas de Garrapinillos, un barrio cercano al mío, en el que emiten una serie de críticas a estos cambios y la guinda es su indignación por que se les pida desde el ayuntamiento que retiren del programa de fiestas –del oficial, del elaborado con la subvención municipal, del que va a todos los hogares del barrio- un anuncio de un prostíbulo.
La idea de unas fiestas pagadas por un establecimiento de prostitución, que fomenten la venta de la mujer como modelo de diversión, son todo lo contrario a unas fiestas para todas. Resulta vejatorio y humillante para muchos, hace que las fiestas ya no sean de todas y por lo tanto no sean fiestas, aunque con ese dinero se puedan pagar luego actos muy caros. Las verdaderas fiestas consisten en otra cosa, en no excluir a nadie, en no volver a ver, y recuerdo a Juan, temor o humillación en los ojos de nadie. Como mínimo durante nuestras fiestas.
Siendo pequeño descubrí con ilusión las fiestas de mi barrio. Los primeros momentos de diversión con los amigos, de disfrutar de una alegría colectiva que llenaba las calles y plazas.
Algo después, siendo todavía un chaval, recuerdo lo que le pasó un año a Juan, uno de mis mejores amigos. Juan sentía auténtico terror al ver ratas, un sentimiento que no podía controlar, y ese año, un chico algo mayor que nosotros, al encontrarse una rata muerta, se le ocurrió la “gracia” para divertirse de cogerla y echársela encima a Juan.