El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
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Que no nos venga ningún relajo: hoy es un busto de Abderraman III por moro, aunque fuese hijo y nieto de habitantes de la Península Ibérica porque entonces –lo siento, señor Ortega Smith- todavía no existía España. Mañana puede ser García Lorca por homosexual, y el siguiente puedes ser tú por no pensar como ellos… Esa supuesta identidad españolista que los tiene tan enardecidos sería muy distinta sin la herencia cultural árabe, pero la ignorancia es muy atrevida. Hay quienes defienden incluso que puede escribirse la historia sin nombres propios, por ejemplo sin indicar quiénes firmaron el consejo de guerra instruido a Miguel Hernández, finalmente condenado a muerte. Escribir la historia sin nombres es censurar. No tiene vuelta de hoja. Es un camino involucionista en un país en el que ya de por sí hay demasiadas trabas en el derecho a la investigación y a la información de carácter histórico.
Pasados más de 40 años desde la instauración de la democracia en España, el acceso a la documentación pública referida a la dictadura franquista sufre todavía grandes restricciones. Esto no sucede en otros países europeos. En España no se ha aprobado una ley de transparencia ni se respetan las recomendaciones del Consejo de Europa sobre acceso a los documentos públicos, aun cuando haya sentencias en las que el derecho a la investigación prevalece frente al derecho a la honra. Precisamente para salvaguardar esta “honra” se recurre a la ley de protección de datos.
Al margen de que los ciudadanos ven restringidos sus derechos, la inexistencia de una reglamentación precisa ha derivado en múltiples obstáculos, en ocasiones insalvables, que afectan particularmenre a los historiadores que investigan sobre las etapas más recientes de nuestra historia: guerra civil, franquismo, transición, historia actual o del tiempo presente. Es más, las dificultades para realizar su trabajo no solo no han disminuído en los últimos años sino que, con frecuencia, están aumentando.
Además, la reserva que pospone el acceso a la documentación es demasiado dilatada en el tiempo. Podría entenderse tanta cautela si se tratase de las informaciones más próximas al núcleo duro de la intimidad (enfermedades, relaciones personales, etc.), pero es más difícil de justificar si se veta el acceso a la documentación que aborda las actuaciones de las autoridades o de los dirigentes políticos y sociales, etc. Es decir, el criterio no puede ser el mismo si se trata de la vida social pública, no estrictamente privada; en otras palabras, cuando no hay intromisión en la vida privada no se puede alegar tan alegremente protección de la intimidad.
La impotencia de los investigadores, en unos casos ante la imposibilidad de consultar la documentación, en otros ante la discrecionalidad o arbitrariedad, ha impulsado la publicación de diversos manifiestos aprobados en distintos congresos o seminarios, por ejemplo por parte de la Asociación Española de Historia Contemporánea.
Y en estos días la barbarie inculta aupada a los nuevos ayuntamientos da un paso más en su cruzada reconquistadora. Es el ¡Muera la inteligencia! de Millán Astray, pero con redes sociales y plataformas tecnológicas. Conviene estar alerta desde el principio, desde sus primeros gestos.
Eso sí, contrasta la virilidad de quienes defienden España a voz en grito, patrimonializando símbolos y enseñas, como si los demás no tuviésemos nada que ver, con sus deseos de dejar al Estado de derecho español bien raquítico, en puro pellejo, consumido hasta los huesos, tras privatizar en beneficio propio tanto la sanidad como la educación públicas, tanto los planes de pensiones como los cuidados inherentes a la dependencia. Siempre, eso sí, envueltos en rojigualdísima bandera.
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