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Me llevé lo mejor de pasar la infancia en un pueblo. Mi casa estaba situada entre las casas que cierran el contorno del casco urbano: a las afueras. Crecí entre campos, tierra, una granja y muchos animales. Algunos, mascotas; otros, medio de subsistencia de mi familia.
Sentí la punzada en la garganta cada domingo, cuando mis amigos se replegaban en coches cargados de familia y bultos a sus casas de ciudad, donde iban a expandirse en colegios grandes, con uniformes grises y bien planchados con los que asistir a clases con tantos niños como la mitad de mi escuela. Siempre dieron por hecho que su colegio era más serio, más duro y mucho más exigente que nuestra escuela. Siempre dimos por hecho que nuestra escuela era menos seria y menos exigente, pero el futuro, que era ahí donde iríamos a pagar las consecuencias, de haberlas, nos preocupaba tanto como la incidencia de las grasas saturadas en nuestros cuerpos fibrosos de bicicleta.
Recuerdo muy tenue la imagen de mi primer día de colegio. En ella aparece Jorge, retazos del color de las baldosas y fin. Desconozco si lloré. Creo que fue uno de los pocos días que mi madre me llevó al colegio. A partir de ahí, lo harían mis hermanos. Los que no tenían hermanos eran acompañados por niños más mayores del pueblo, que los recogían al pasar por las casas de camino a la escuela. Nadie murió de déficit de atención.
Primaria la protagonizó Don Jesús, el amor de mi vida con seis años. Sus clases eran de nivel 9,5. Nunca silencio, siempre había sonido, siempre había estímulos. A la una del mediodía, en el descanso de la jornada partida, solía acompañarle de camino a su casa, la casa de los maestros, ubicada en dirección completamente opuesta a la mía. Charlábamos por las calles de nuestro pueblo, también lo fue suyo durante unos años, de lo que sea que pueda charlar una niña de seis años con su profesor. Por la tarde, cuando terminaba la jornada de escuela, no era tiempo de peroratas con mayores, a las cinco era momento de recoger deprisa un bocadillo y encontrarme con mi inseparable amiga Bea para entregarnos a nuestros juegos al aire libre.
Ese dulce tiempo de la infancia también tuvo nubarrones. Uno de ellos sucedió en una de las clases de Don Jesús, donde me rompieron el corazón por primera vez y en el que, en parte, él también participó. Don Jesús alzó a mi amiga del alma sobre una mesa de madera más alta que nuestros pupitres. Tenía que comunicarnos algo a todos: Beatriz se marchaba a Zaragoza. Dejaba el pueblo. Su padre iba a trabajar allí y toda la familia se iba con él. Ella iría a un colegio de ciudad, con clases grandes de muchos niños y un uniforme gris.
Se iba mi mitad perfecta. Beatriz reaccionó regalándonos una pedorreta desde lo alto de la mesa. Todos reímos. Yo reí y la dejé marchar tranquila, pero sin ella ya nada fue lo mismo. Ese día, además de aprender lo que era fingir un sentimiento, entendí, de manera empírica, el poder arrollador de lo urbano, que absorbía a mi amiga en su fuerza centrípeta. Ciudad 1, Pueblo 0.
Durante toda escolarización compartí aula con niños de diferentes edades, mezclados en dos o tres niveles, algo que nunca percibimos como un problema que nos restara atención. Aprendíamos que había turnos para explicar los temas, que teníamos nuestro espacio en el aula y ciertas responsabilidades que pasaban por todos, independientemente de la edad, como la de limpiar el borrador de gamuza en el patio interior, dándole golpetazos contra la pared hasta que ya no tenía fuerza para lanzar una nube de polvo de tiza o asumir el castigo en el rincón cuando hacíamos alguna trastada.
Un día aunamos el espíritu travieso con fines artísticos. En uno de los garajes próximos a la puerta de entrada del colegio habían arreglado la rampa de acceso con cemento. Cemento tierno, fresco y virgen en el que todos los niños, a la salida de clase, desde el más pequeño al más mayor, hundimos nuestras manos en el hormigón blando dejando un mural de huellas con vistas a perpetuidad. El dueño de la rampa y amante del cemento liso pidió explicaciones a uno de los profesores, que respondió por nosotros, a pesar de haber sido un dulce acto vandálico alejado de sus responsabilidades en espacio y tiempo. Nosotros, por supuesto, tuvimos que pagar con un castigo a base de varios días de recreos sin patio.
De la escuela rural salimos profesionales de todos los perfiles (abogados, ingenieros, humanistas, carniceros, peluqueros…) y de todas las personalidades (generosos, capullos, vanidosos, humildes...). Desconozco si un niño con grandes capacidades intelectuales en un centro urbano podría desarrollar más habilidades que en un centro rural y si un niño con carencias conseguiría alcanzar un mejor desarrollo en la escuela urbana. Lo que sí tengo claro es que la escolarización rural no cercena la posibilidad de continuar unos estudios en secundaria y unos estudios universitarios, ni impide que estos alumnos alcancen las mejores calificaciones universitarias superando incluso a alumnos provenientes de centros privados urbanos.
Sin embargo, el elitismo nos lleva a acrecentar la segregación escolar. España es uno de los países con un sistema educativo más segregado. Urbano, privado (a lo sumo concertado) y con una ratio de niños inmigrantes (pobres) escolarizados la más baja posible es el ideario de colegio que queremos para nuestros hijos. Con esa tendencia ¿qué futuro le espera a la escuela rural?
Con esfuerzo de todos e interés político, la escuela rural tiene posibilidad de reconvertirse y ser un lugar en el que se persiga la excelencia educativa. Necesitamos proyectos innovadores que fomenten el desarrollo intelectual de los alumnos, gracias a la tutorización casi individualizada que aseguran estos centros, con inversiones y programas adecuados que permitan a los menores alcanzar conocimientos y habilidades; necesitamos maestros que deseen ir a las zonas rurales con la vocación y el interés de formar parte de una educación innovadora y de primer orden, nos sobran aquellos que nos eligen exclusivamente como lugar de paso hacia un destino urbano; necesitamos que el colegio vuelva a estar integrado en el entorno en el que se asienta, que exista una interactuación permanente con su sociedad y un intercambio generacional de experiencias que les ayude a ser más humanos en el futuro; requerimos las mejores conexiones de internet que conecten a nuestros niños rurales con los niños rurales y urbanos de todo el mundo, para que desarrollen el interés por los idiomas con los que podrán comunicarse, despierten la curiosidad por lo diferente y aprendan, desde niños, a respetar al prójimo.
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