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Los Kelpies son unos espíritus que, según la mitología celta, aparecen en los lagos y estanques escoceses. Con frecuencia adquieren la forma de caballo, como las dos cabezas equinas más grandes del mundo (30 metros de altura y más de 300 toneladas de peso cada una de ellas) que, obra del escultor Andy Scott, se encuentran en Falkirk, junto al canal de Forth y Clyde, en el trayecto por carretera de Edimburgo a Stirling. Son también un símbolo de los caballos de tiro escoceses.
O como la que preside, más pequeña, la entrada al campus Easter Bush, en la periferia de Edimburgo, donde se localiza una de las escuelas veterinarias, uno de los hospitales y uno de los centros de investigación más punteros del mundo, el Roslin Institute, donde en 1996 Ian Wilmut y Keith Campbell clonaron por primera vez un animal grande, la oveja Dolly.
Estas sorprendentes cabezas de caballos de láminas de acero son un símbolo de la creatividad y de la innovación de un pequeño país, de poco más de 5 millones de habitantes con extensas áreas despobladas y rodeado por centenares de islas, que se siente mayoritariamente europeo y europeísta. En el referéndum del Brexit el 62% de los escoceses votaron a favor de la permanencia, que ganó en las 32 circunscripciones. Un país que está haciendo una decidida apuesta por la inmigración, con especial receptividad hacia la procedente de la Unión Europea (UE), por el conocimiento y por el turismo.
En la cuenta atrás hacia el adiós a 47 años de pertenencia a la UE, el Gobierno autónomo escocés @scotgov, tuiteó “Escocia quiere que los ciudadanos de la UE permanezcan aquí después del Brexit. Por tanto, no dudes en informarte en la web mygob.scot/brexit donde encontrarás detallados consejos y todo el apoyo que necesitas.También puedes llamar gratis a la línea telefónica de ayuda Citizens Advice Scotland (Asesoramiento para Ciudadanos en Escocia): 0800 916 9847”.
Toda una declaración de intenciones que se visualizó pasadas las once de la noche del 31 de enero al mantenerse la bandera de las doce estrellas en lo alto de su mástil en el Parlamento escocés, a poca distancia del palacio de Holyrood, la residencia oficial de la monarquía británica.
Centenares de personas participaron esa tarde/noche en una vigilia convocada por organizaciones europeístas frente al edificio que diseñó el fallecido arquitecto español Enric Miralles, en la que la imagen más repetida fue la del abrazo de las banderas escocesa y europea.
Una vigilia en la que se respiraba tristeza y firmeza a la vez. Tristeza, después de tres años y medio de caos, por el salto hacia lo desconocido de Boris Johnson y de los conservadores británicos embarcando a 66 millones de británicos, muchos de ellos jóvenes y emprendedores que han hecho de la movilidad una de sus señas de identidad, en una solución que consideran perdedora.
Firmeza por la emoción de mantener los vínculos con la UE a la que pusieron música canciones tradicionales escocesas, con una adaptación de la Oda a la Alegría que finalizaba con “¡Evermore as one, REMAIN!” (¡Para siempre como uno, PERMANECER!)“ y con una versión del éxito del pop escocés, del grupo The Proclaimers, ”500 miles for Europe“ (500 millas por Europa): ”When we´re dreaming, well we know we´re gonna dream, We´re gonna dream about our future in EU“ (”Cuando estamos soñando, bien sabemos lo que vamos a soñar, vamos a soñar sobre nuestro futuro en la UE“).
En la vigilia del 31 de enero y en las animadas conversaciones en los pubs en una noche de aura trascendente, junto al vértigo por unas difíciles negociaciones en las que la UE va a ser inflexible contra la competencia desleal normativa, social, ambiental o fiscal (cero aranceles, cero cuotas, cero dumping), se interpretaba que el Brexit puede acabar siendo un traje a la medida para el Sur de Inglaterra y para el distrito financiero de Londres.
Un proyecto de los conservadores que a medio plazo puede dejar en la precariedad a los trabajadores del Norte, a los del denominado “muro rojo” laborista, que lo han respaldado porque han creído, entre otros, los mensajes reduccionistas que decían que sus empleos y su seguridad están peligrando con la llegada de inmigrantes sobre todo de los países del Este.
Kelpies, la oveja Dolly, los grajos que sobrevuelan el paisaje, el inconfundible y auténtico aroma de los campos de fútbol de barrio, los cálidos pubs, el monumento en el estadio de Murrayfield a los héroes del rugby fallecidos en las dos guerras mundiales, los cementerios museos integrados en la trama urbana como el de Old Calton donde se encuentra el panteón del filósofo David Hume, la solidaridad de las iglesias presbiterianas con los sin techo y de las asociaciones que venden a precios económicos muebles, ropas o protegen a los gatos, la cafetería The elephant house donde nació Harry Potter, y también el perro Greyfriars Bobby, el skieterrier que, en la segunda mitad del siglo XIX, no se alejó de la tumba de su dueño hasta que murió de viejo, cuya estatua se ha convertido en otro símbolo de Edimburgo. Un conmovedor símbolo de lealtad.
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