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Las ciudades conservan la memoria a través de sus monumentos públicos. Obeliscos, fuentes, estatuas y panteones tratan de imprimir sentido y carácter a la colectividad. En la mayoría de los casos esta deontología ciudadana, podríamos decir, tiene su fundamento en la violencia, demostración pedagógica para futuras generaciones de los sacrificios de sus antiguos convecinos. Una épica que nos exige estar a las duras.
Zaragoza dispone de un amplio arsenal de inmobiliario urbano dedicado a su propia evocación. Sobresalen los monumentos referidos a los sitios que sufrió la ciudad en 1808-1809 por parte de las tropas napoleónicas y que constituyen el acontecimiento histórico que ha dispensado notoriedad a la ciudad. En este sentido, hay monumentos que ignoran que lo son, como la Puerta del Carmen, cuya humilde función de tránsito ha quedado magnificada por su aura de sufrido testigo directo. Otros, sin embargo, están levantados en fechas posteriores y resultan de interés tanto por evocar el suceso que rememoran como por su empleo ideológico.
El uso de la historia, es decir, su manejo político, cobra aquí especial relieve puesto que, de la capacidad para consensuar el significado histórico de un hecho, es decir, dotarlo de un verdadero sentido colectivo, dependerá su grado de sintonía y aceptación comunal y, en consecuencia, la pervivencia y validez de su mensaje. De esta forma, muchos monumentos han perdido hoy vigencia y significado, prueba del uso y abuso por parte del poder del acontecimiento histórico. Existen numerosos ejemplos de ello, pero me referiré a un monumento que rememora un hecho lamentable acaecido en la ciudad hace justo 100 años.
Obra de Joaquín Tobajas y Miguel Ángel Navarro, se trata de un obelisco en granito, de sección triangular, que se alza sobre basamento cilíndrico y decorado en bronce con palmas, emblema del martirio, escudos y grifos que sustentan farolas de tipo funerario. Este monolito recuerda a tres funcionarios que murieron abaleados mientras reparaban el alumbrado público. Su inscripción, redactada por el catedrático de derecho Juan Moneva, recoge sus nombres, José de Yarza, César Boente y Joaquín Octavio de Toledo y Errazu; así como la fecha del suceso 23 de agosto de 1920 y una rotunda exhortación final: “¡Ponga Dios paz en las luchas sociales que llevan a estos horribles descaminos!”
Se halla ubicado en el paseo de la Constitución, entre las sedes de los sindicatos CC.OO. y UGT, a los que parece dirigida la advertencia. Hoy, sin embargo, la frondosidad de los árboles que dan cobijo al cenotafio lo mantiene casi oculto, como metáfora del olvido. En el momento de su inauguración en 1924 el monumento disfrutó de un emplazamiento más destacado en pleno paseo de la Independencia, entre las calles de Bruil y Albareda. Y es que la memoria fue difuminándose, pese a que en su momento el suceso que motivó su construcción conmovió a la ciudad.
El periodo 1917-1921 marca en Zaragoza, como en otras muchas ciudades, un ciclo álgido en la confrontación entre Trabajo y Capital. El paro y las deplorables condiciones salariales y materiales de vida de la clase obrera, organizada entorno a sindicatos sobre todo anarquistas, habían disparado la conflictividad. Durante ese quinquenio el número de muertos en la capital aragonesa por tal causa ascendió a 23, según recoge Eloy Fernández Clemente en “Aragón Contemporáneo”: dos patronos, tres contramaestres, ocho obreros, siete sindicalistas y tres miembros de la fuerza pública. Había, por tanto, estopa por ambos bandos.
El año 1920 se inició con el asalto por soldados y obreros al Cuartel del Carmen, cuya ubicación se encontraba entre las actuales calles de Marcelino Isabal y Avenida César Augusto. Sólo la declaración del Estado de Guerra evitó una huelga general en la ciudad, que no impidió, sin embargo, que continuaran las manifestaciones de descontento ante el desabastecimiento y la carestía de vida. Este es el marco social en el que tuvo lugar el suceso del 23 de agosto de 1920.
A la huelga ya iniciada por los metalúrgicos se unió el 17 de agosto la de los obreros electricistas responsables del alumbrado público. El alcalde Horno Alcorta trató que los bomberos se ocupasen del encendido y apagado, pero éstos no accedieron. La prensa hablaba ya del “Conflicto del Alumbrado”. Ante esta situación, el arquitecto e ingeniero municipales acompañados de dos funcionarios y escoltados por dos policías salieron a primera hora del lunes 23 de agosto para reparar el alumbrado público. En torno a las doce de la mañana, en la entonces plaza de la Constitución y hoy de España, frente al monumento “a los mártires de la religión y de la patria de Zaragoza”, fueron tiroteados desde los urinarios allí ubicados. Resultado, tres muertos: el arquitecto municipal, el ingeniero y un empleado público.
El autor, un desempleado burgalés llamado Indalecio Domingo, había adquirido recientemente una pistola Star con la que efectuó los disparos. Fue perseguido por el Coso Bajo y detenido en una finca de la desaparecida plaza de Santangel. La prensa de la época lo retrató con “actitud desafiadora” y de “aspecto feroz”, señalando que “ya en comisaría se tiró al suelo y comenzó a golpearse la cabeza contra los muebles…” (Heraldo de Aragón, 24 agosto 1920). No consta investigación alguna sobre la responsabilidad de los muebles en las lesiones al detenido.
Indalecio fue condenado a prisión y recluido posteriormente en un psiquiátrico del que huyó. Finalmente fue indultado y falleció en Francia en 1966.
Resulta curioso cómo una persona desequilibrada pudiera efectuar nueve disparos seguidos, acertando siete de ellos con resultado de muerte instantánea. Pero eso era lo de menos. La oligarquía zaragozana ya tenía la coartada sobre la que justificar su contraofensiva contra los sindicatos.
Tras el atentado “se formó una manifestación en la que iban concejales, comerciantes, industriales, abogados y otras personas” (El Noticiero 24 agosto 1920). La comitiva acudió ante el Gobernador Civil quien manifestó estar dispuesto “a que desaparezca el sindicalismo que arma la mano del criminal.” Una comisión se entrevistaría posteriormente con el Capitán General a quien propuso comandar la provincia, propuesta que fue rechazada. Mientras, el grupo de manifestantes cerraba de forma violenta diversos centros obreros (Heraldo de Aragón 24 agosto 1920). La edición del día siguiente ofreció una lista con nombres y apellidos de sindicalistas detenidos por la policía.
El jueves 26 de agosto el alcalde dimitió. La reincorporación de los bomberos despedidos en su día por negarse a suplir a los huelguistas en la gestión del alumbrado fue el detonante, ya que pese a la readmisión mantuvieron su negativa. De inmediato las “fuerzas vivas de la población”, a través de la Cámara de Comercio, convocaron una reunión. A debate dos cuestiones: “posibilidad de la acción ciudadana para resolver los conflictos” y la posible ilegalidad de los sindicatos (Heraldo de Aragón 28 de agosto 1920). La intervención del abogado y periodista Genaro Poza fijaba el objetivo: “Las personas de orden debemos agruparnos y hacer la revolución al revés para acabar con el peligro de esos organismos (en referencia a los sindicatos)”. La edición de Heraldo del domingo 29 de agosto recoge en portada la dimisión de los concejales, “accediendo a los deseos expuestos en la Asamblea del Centro mercantil”. Quedaba claro quién tenía el mando de la ciudad.
Por su parte, los sindicatos publicaron un manifiesto en el que denunciaban esta situación: “los más nobles e ilustres superhombres, se han atrevido a alterar el orden, de que se dice guardadores, asaltando los centros obreros y destruyendo los muebles y documentos con salvaje ensañamiento.” Pese a la ola de reacción, las huelgas se mantuvieron. Finalmente se declaró el estado de guerra y se suspendieron las garantías constitucionales así como toda labor sindical, continuando las detenciones y los despidos de trabajadores sindicados.
Pero volvamos al monumento. El jueves 26 de agosto de 1920 el diario El Noticiero anunciaba el acuerdo del Casino Mercantil de erigir un monumento “en memoria de los que han muerto en cumplimiento de su deber.” Para ello se abría un periodo de aportaciones voluntarias. De esta forma, al calor de los acontecimientos, las “fuerzas vivas” se apropiaban del fatal suceso para imprimir en la ciudad su particular discurso ideológico.
Poco a poco aquel fatídico acontecimiento fue cayendo en el olvido, pues no fue sino hasta cuatro años más tarde, en plena dictadura de Primo de Rivera, que se inauguró el cenotafio. Habría que esperar otros 12 años para que su mensaje- “¡Ponga Dios paz en las luchas sociales que llevan a estos horribles descaminos!”- se volviera a administrar en amargas dosis de jarabe de palo. Hoy el monumento duerme desconectado de la mitología urbana. Hasta nueva orden.
Las ciudades conservan la memoria a través de sus monumentos públicos. Obeliscos, fuentes, estatuas y panteones tratan de imprimir sentido y carácter a la colectividad. En la mayoría de los casos esta deontología ciudadana, podríamos decir, tiene su fundamento en la violencia, demostración pedagógica para futuras generaciones de los sacrificios de sus antiguos convecinos. Una épica que nos exige estar a las duras.