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El Reino, la película española que ha acaparado 7 galardones en los recientes premios Goya, nos muestra casi todo lo que una mafia de corrupción política puede hacer.
Rodrigo Sorogoyen, premio a la mejor dirección, nos introduce en un ambiente actual, angustioso, denso, plagado de adrenalina que se va introduciendo por nuestros poros. Sin quererlo (nadie lo querría) acabamos formando parte de la acción, con el nerviosismo de quien está en peligro y con la impotencia del que no puede vencer al mal.
Una película de ficción que va disolviendo en el ambiente, como un azucarillo amargo, la sensación de que la realidad es mucho peor y no puede ser contada en una película de entretenimiento. Es un thriller con marcado regusto a biografía, por su realismo.
La zaragozana Isabel Peña, premio al mejor guion original (junto a Sorogoyen), estudia los expedientes de corrupción del PP madrileño (Lezo, Púnica, Gurtel), aunque se perciben aromas de otros lugares como Galicia, Valencia o Alicante. Consigue diseñar una historia que cuenta mucho sin decir casi nada, lo que obliga al espectador a ir hilvanando la historia real al tiempo que ve la ficción. Para ello decide prescindir, aquí está la genialidad, del exceso de acción y exhibicionismo que parecería ser lo más fácil. Lujo, comilonas, droga, fajos de billetes, áticos, coches o “volquetes de putas” sólo aparecen casi tangencialmente porque lo importante son los sentimientos del atribulado Manuel López Vidal (encarnado por un realista Antonio de la Torre, premio al mejor actor protagonista), un vicesecretario autonómico de un partido político que pasa del reino a la ruina.
Peña, en una licencia narrativa, introduce un elemento anacrónico que refuerza la atemporalidad de la corrupción, un guiño a su ciudad, la alineación del Real Zaragoza que ganó la Recopa en 1995. En aquella época, empezaban a engordar las raíces de una corrupción que no era nueva pero que encontraría el potente abono de la desregulación y de la financiarización de la economía (adelgazamiento de las unidades de control fiscal, ley Aznar que permitía a las cajas entrar en el sector de la especulación inmobiliaria, disminución del coeficiente de caja y explosión de la concesión de créditos bancarios, etc.). Es una digresión positiva en un ambiente inevitablemente agobiante.
La aparición de elementos claves de la corrupción marcan el ritmo de la obra. Bueno, y también un sonido y una música (premiados ambos también) que resuena dentro de nosotros mismos marcando el ritmo del drama, como los latidos de un corazón. La cuenta en Suiza que levanta el escándalo (¿Granados, Bárcenas?), las anotaciones con iniciales y nombres que reciben sobornos o sobres en B (¿Granados, Bárcenas?), el pen drive (¿el de Correa que quiso destruir Cospedal?, ¿los discos duros de Bárcenas?), el empresario (Cabrera, encarnado por Luis Zahera, mejor actor de reparto. ¿Correa, Marjaliza?), el yate que parece recrear la fiesta de lujo del Bigotes, Correa, Agag, Ana Aznar y López Viejo (aunque son inevitables los recuerdos de Feijó en el yate del narco Dorado), una familia que vive el lujo sin pedir explicaciones (¿Cospedal, Mato, infanta Cristina?) o un juez que salta a la política con un impostado discurso anticorrupción que choca, frontalmente, con su enorme ambición. Mediocridad y ambición de la mano.
Todo lo que ocurre es previsible. Lo hemos imaginado alguna vez tras el marasmo de noticias sobre casos de corrupción que han salpicado el país desde hace años. Sin embargo, no para de sorprender la película. A pesar de su metraje (más de dos horas), nos mantiene en la butaca despiertos, expectantes, incrédulos, esperando la llegada de ese superhéroe americano que rescate a la humanidad (españolidad en este caso) de la amenaza que puede acabar con todo el sistema de poder, de vida. Las siglas del PP no acaban de aparecer en ninguna secuencia a pesar de que nuestro cerebro cuenta con verlas a cada instante. ¿Por qué, si en las libretas aparecen nombres de varios partidos?
Una corrupción que se hace pública, precisamente, por el exceso de confianza de unos políticos que se habían sentido impunes y protegidos hasta entonces. Una corrupción que salta por el aviso de un país, Suiza, que se cansa de ver movimientos sospechosos en cuentas opacas. Tras la bomba informativa que supone la aparición de la cuenta en Suiza y la red mafiosa que extrae recursos del Estado, Manuel, el titular de la cuenta, es sacrificado para salvar al resto de la organización, cuyos dirigentes, hasta los más altos, son conocedores de su actividad. Pero se resiste, sabe que los demás también han disfrutado de una vida de lujos a costa del dinero público. Tiene información de otras tramas que implican a toda la red. ¿Podrá proporcionárselas a la policía, a la prensa o a uno de los dirigentes del partido que quiere medrar y así salvarse él? ¿Se quedarán parados sus compañeros viendo que no para de remover la mierda? ¿Cuántas personas lo traicionan?
La acción se acelera aún más (el corazón ya está al máximo rendimiento), al final. En una dosis concentrada de El Fugitivo, Manuel como Richard Kimble (Harrison Ford), consigue escapar de la muerte y de los perseguidores. Llega a la prensa, destapa la trama a nivel nacional y acaba con la corrupción. ¿O esto es sólo un deseo del espectador, que sabe que el dinero que allí se derrocha es suyo? El final repentino, deja una sensación de inconclusión y un convencimiento fuerte de que muchos políticos en España viven en ese reino de lujo e impunidad que les costeamos los demás.
El Reino, la película española que ha acaparado 7 galardones en los recientes premios Goya, nos muestra casi todo lo que una mafia de corrupción política puede hacer.
Rodrigo Sorogoyen, premio a la mejor dirección, nos introduce en un ambiente actual, angustioso, denso, plagado de adrenalina que se va introduciendo por nuestros poros. Sin quererlo (nadie lo querría) acabamos formando parte de la acción, con el nerviosismo de quien está en peligro y con la impotencia del que no puede vencer al mal.