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En 1975, el filósofo francés Michel Foucault publicó su obra 'Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión', en ella hizo una apuesta arriesgada que con el paso de los tiempos no para de darle la razón. A saber: Foucault consideraba que estamos en una época donde el poder se ha vuelto disciplinario, lejos de ser casi el bastón visible de reyes e inquisidores, el ejercicio del poder hoy se ejerce haciéndose invisible, transformando el foco del que ejerce el poder al que ahora lo padece. Esto que así contado suena como complejo de entender se comprende mejor cuando descubrimos que hemos pasado del juicio público en una plaza abarrotada de gente atestiguando un castigo a plazas llenas también de gente donde “el que ejerce el poder” ha desaparecido y en su lugar sólo quedan, cuasi invisibles, esas cámaras que nos miran sin ser vistas.
En 1975 el paradigma que encuentra Foucault para ejemplificar este ejercicio del poder es la cárcel en forma de panóptico. Un tipo de prisión diseñada para ejercer la vigilancia continua o por lo menos para trasladar la sensación al reo de que en todo momento puede estar siendo observado. Algo así como un ojo divino, que cual testigo omnipresente, sirviera como mecanismo disuasorio para el ejercicio del delito. Un 'Gran hermano' al más puro estilo del protagonista de la novela 1984 de George Orwell cuya distopía cada vez tiene más visos de convertirse en realidad.
Probablemente si Foucault hubiera escrito esta obra en 2019 hubiera tenido muchos más ejemplos que esta singular prisión. A Siri escuchando y vigilando todas nuestras conversaciones, a Google rastreando y vigilando todos nuestros gustos y deseos y, como no, hubiera disfrutado de vivir en primera persona el debate que tenemos estos días en la prensa a la luz de la propuesta de la Fiscalía de normalizar el uso de cámaras en las aulas y despachos para combatir los delitos sexuales. Esta propuesta asume la lógica del poder disciplinario y de la vigilancia como ejercicio efectivo del poder, en este caso, del poder de la Fiscalía para perseguir estos deplorables delitos sexuales a menores. Sin embargo, obvia que la última derivada de la criminalidad, y especialmente de los delitos sexuales, ha convertido la tecnología, más que en una herramienta disuasoria, en una aliada. Si el miedo a ser vistos fuera razón suficiente para frenar el delito no tendríamos vídeos de violaciones en manada, de palizas a indigentes, de gente conduciendo a 200 kilómetros por hora o de horas y horas de abusos a menores. El miedo a ser vistos choca contra un deseo más potente de narcisismo y autoafirmación que encuentra en las redes su espacio para la vanidad aunque sea a consta de la moralidad, conscientes de que la visibilidad tiene riesgos pero también les genera acólitos.
Cualquiera que haya visto programas de telerrealidad habrá sido consciente además de que la presencia de cámaras no ha disuadido una pelea, una agresión o incluso una violación. Entonces la pregunta es obligada, ¿y si el ejercicio de esta vigilancia no busca evitar la agresión sino poner el foco sobre la agresión misma, poner luz sobre las víctimas? Quizás, y es sólo una hipótesis, lo que en el fondo opera en esta obsesión por las cámaras es más bien esa sensación de que necesitamos más pruebas que el mero testimonio de las víctimas que en muchos casos tienen serias dificultades para ser creídas. Y entonces, si es así ¿buscamos prevenir o tener herramientas para castigar porque con el testigo no nos sirve? El debate está servido.