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¿No les pasa a ustedes que a veces lo cotidiano se convierte en invisible? Sucede, por ejemplo, que a fuerza de repetir determinados actos o nombrar ciertas cosas, lo hacemos con un automatismo que olvida los orígenes de unos y otras. Es lo que ocurre con los nombres de las calles. Nos citamos en un lugar y recitamos la referencia exacta de su ubicación. Pero desconocemos el nombre que lo designa. A fuerza de ser funcional, pierde sus raíces. Y así, olvidamos que muchos nombres de calles fueron antes personas o lugares con su historia.
Tales discurrimientos me vienen a la cabeza mientras tomo una cerveza en un bar de la calle Porcell que también discurre, con discreción y soledad, entre el Coso y San Miguel. Esta calleja, como averigüé después, se llamaba durante el siglo XV de Zurradores por estar comprendido en uno de los tramos de la muralla, el “Coso de Zurradores”. Tal denominación señala la existencia en el barrio del gremio de “pellejeros, tejedores y freneros”, como nos cuenta Tomás Ximénez de Embún en su “Descripción histórica de la Antigua Zaragoza”. ¿Qué sucedió para que en 1860 decidieran a cambiar su nombre?
Entre marzo y septiembre de 1564 Zaragoza sufrió un terrible episodio de peste. Las crónicas cifran en cerca de 10.000 los muertos en una ciudad que entonces rondaba los 25.000 habitantes. Aunque lejos de ser precisos, estos datos nos dan una idea de la magnitud de la catástrofe.
En aquel entonces se tuvo por cierto que la enfermedad fue traída por mercaderes franceses. Como siempre, todo lo malo procede de fuera. Sin embargo, la peste venía repitiéndose a intervalos periódicos, con mayor o menor intensidad, producto de las deficientes condiciones de vida, lo que provocaba que fueran las clases menesterosas las más diezmadas por la enfermedad. Según describió en 1973 el doctor Joaquín Aznar en “La peste de1564 en Zaragoza” podemos imaginar “una ciudad apiñada en poca extensión, de calles estrechas, de poca luz y ventilación, con cuadras, almacenes y graneros entremezclados, llana, por lo que las inmundicias ni siquiera tenían esta facilidad para ser arrastradas al río, la lógica proliferación de roedores y toda clase de parásitos y abierta al comercio exterior de granos.” Por su parte, Blasco Ijazo, en el Tomo 1 de su colección de crónicas “¡Aquí… Zaragoza!” señala que “en el siglo XVI fue Zaragoza una de las capitales de Europa más castigadas por la peste bubónica.”
Ya en febrero de 1564 la élite social zaragozana, sospechando lo que se avecinaba, comenzó a huir de la ciudad antes de que se clausuraran sus puertas. En Zaragoza quedó un gabinete municipal compuesto por tres concejales. A tal estampida ratonil también se unieron numerosos médicos y cirujanos, lo que obligó al gabinete de crisis a exigir su regreso bajo severas admoniciones que, reiteradamente desatendidas, obligó a solicitar ayuda médica a quien pudiera ofrecerla. Esta es la razón por la que un médico nacido en Cerdeña, tras formarse en distintos lugares de España, acude a Zaragoza ante su llamada desesperada: “por petición y ruego de los jurados de dicha ciudad de Çaragoça huve de ampararme de los pobres heridos de peste”.
Juan Tomás Porcell acudió a Zaragoza en mayo de 1564. Sea por razones económicas o humanitarias, lo cierto es que la presencia de Porcel resultó de notable importancia. Y si bien resulta difícil hablar de éxito, y mucho menos atribuírselo en exclusiva, pues fueron numerosos los vecinos que participaron en diversas tareas para contener la peste, lo cierto es que la presencia de Porcell proporcionó método, sosiego y celo ante la adversidad. No sólo se dedicaba durante jornadas extenuantes a atender a los pacientes, sino que registraba sus observaciones tratando de buscar las causas, en una actitud decididamente científica pese a la perentoriedad de los acontecimientos y la precariedad de medios. Ejemplo de ello fueron las cinco autopsias que practicó, detalladamente anotadas, para tratar de determinar los engranajes de la enfermedad.
Porcell tuvo la suerte de no contraer la enfermedad y legarnos un valioso libro con sus experiencias titulado “Información y curación de la peste de Zaragoza y la preservación de la peste en general” y publicado en esta ciudad en 1565.
Por cierto, la ubicación actual de la calle Porcel no es fruto del capricho. Hasta allí se extendía aproximadamente el antiguo Hospital Real y General de Nuestra Señora de Gracia, donde ejerció Porcel y que fue destruido durante los Sitios. Su entrada se abría aproximadamente al inicio de la calle de San Miguel por paseo Independencia.
La experiencia de Porcell fue de utilidad para atajar otro brote de peste acaecido en Zaragoza casi 100 años después. En marzo de 1652 daría comienzo una epidemia que se extendió hasta noviembre de aquel mismo año y en la que morirían en torno a 7.000 personas de un censo entonces cercano a los 30.000 habitantes. Documentos de la época atestiguan que la infestación fue breve en su duración, entre otras razones por “no perdonar a trabajo, por grande, ni a gasto por excesivo, para oponerse a mal tan fiero.”
Apenas unos años después, en 1665, Londres sufriría también un episodio de esta terrible enfermedad del que nos dejó constancia Daniel Defoe, nacido cinco años antes, a través de su “Diario del año de la peste.” Este interesante documento permite comprobar el estado de ánimo y comportamiento de la población civil y de las autoridades. Muchas conductas de la población siguen pautas similares a las observadas en otros lugares bajo el azote de la pestilencia, pues el miedo es una reacción que no conoce de fronteras; pero las actitudes y decisiones públicas a la hora de enfrentarse al mal fueron en muchos casos radicalmente distintas.
Así, Daniel Defoe expone en su libro que “fue un grave error que en una ciudad tan grande como ésta (se refiere a Londres) no hubiese más que un hospital de apestados (…) y que, como máximo podía acoger a doscientas o trescientas personas.” La consecuencia fue, continúa Defoe, que la medida adoptada consistiera en “clausurar las casas de este modo por fuerza, y recluir, o mejor dicho, encarcelar, a la gente en su propia casa (…) más bien era perjudicial, pues obligaba a aquella gente desesperada a vagar de un lado a otro, llevando la peste dentro de sí.” Afortunadamente, la actitud de las autoridades en Zaragoza resultó ser totalmente contraria.
En efecto, una de las medidas adoptadas en Zaragoza fue la de ir paulatinamente ampliando las morberías y acondicionar como hospitales construcciones ya existentes en la ciudad, con la debida separación entre enfermos, convalecientes y personas en cuarentena, para lo cual no se dudaba en derribar tabiques y sanear las zonas destinadas a ellos.
Además del Hospital Real y General de Nuestra Señora de Gracia, molinos, torres y conventos se habilitaron para tales menesteres por hallarse extramuros de la ciudad, lo que prueba la capacidad de reacción de la ciudad. El Molino Nuevo, en la zona del Rabal; el molino del Campo de Toro, una extensa zona en torno a la actual plaza de Toros, Madre Rafols, calle denominada anteriormente de “Convalecientes” y la actual calle Escopetería, antes calle “Campo de Toro”; y el molino de los Algorines, de imprecisa ubicación, que podía albergar a más de trescientos enfermos con sus camas independiente. Entre las torres se acomodaron dos, la de Torrero, ya usada para tales fines en la anterior epidemia de 1564 y la Torre de don Felipe de Pomar, en un entorno frondoso y cercano al convento de “La Trinidad”.
Pero sin duda la mayor absorción de enfermos se produjo a través de los conventos. De este modo, señalar el mencionado convento de “La Trinidad”, ubicado en el actual paseo de María Agustín, entonces fuera de la ciudad. Destruido completamente durante el Sitio de 1809 y vuelto a reedificar en 1832, fue demolido definitivamente en 1960. Se destinó también a sanatorio el convento de los Capuchinos que tras su posterior derribo, en su solar se levantó el cuartel de Hernán Cortés y hoy plaza de Mariano Aguerri. Lo que pudo resistir la peste, no pudo con el embate de la especulación.
Las ágiles medidas adoptadas no impidieron una gran mortandad. De las trescientas personas que asistían a los enfermos, entre médicos, cirujanos, religiosos y otros auxiliares, sólo escaparon al contagio diez. Al igual que sucediera con Porcell en 1564, de esta grave pestilencia quedó constancia por la crónica de un testigo directo, “Tratado de la peste de Zaragoza en el año 1652”, del médico José Estiche.
Finalmente, la epidemia pudo ser controlada lo que se celebró con alborozo en la ciudad. Sus calles se llenaron de procesiones y otros actos religiosos de agradecimiento, lo que recuerda el desenlace de “La peste”, de Albert Camus: “Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada.” Todo un mensaje que aún hoy continúa vivo y actual.
¿No les pasa a ustedes que a veces lo cotidiano se convierte en invisible? Sucede, por ejemplo, que a fuerza de repetir determinados actos o nombrar ciertas cosas, lo hacemos con un automatismo que olvida los orígenes de unos y otras. Es lo que ocurre con los nombres de las calles. Nos citamos en un lugar y recitamos la referencia exacta de su ubicación. Pero desconocemos el nombre que lo designa. A fuerza de ser funcional, pierde sus raíces. Y así, olvidamos que muchos nombres de calles fueron antes personas o lugares con su historia.
Tales discurrimientos me vienen a la cabeza mientras tomo una cerveza en un bar de la calle Porcell que también discurre, con discreción y soledad, entre el Coso y San Miguel. Esta calleja, como averigüé después, se llamaba durante el siglo XV de Zurradores por estar comprendido en uno de los tramos de la muralla, el “Coso de Zurradores”. Tal denominación señala la existencia en el barrio del gremio de “pellejeros, tejedores y freneros”, como nos cuenta Tomás Ximénez de Embún en su “Descripción histórica de la Antigua Zaragoza”. ¿Qué sucedió para que en 1860 decidieran a cambiar su nombre?