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Lara Escudero, periodista en Israel: “Estar a dos kilómetros de la masacre y no tener la oportunidad de acceder y mostrarlo es frustrante”

Lara Escudero

María Bosque Senero

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Escudero trabaja ahora como especialista en conflictos armados, paz y movimientos sociales se encuentra en Israel, cubriendo el conflicto Israel-Gaza. Una experiencia que confiesa, ha marcado un antes y un después en su vida profesional y personal.

¿Qué conflicto bélico estás descubriendo en este momento y cuáles has cubierto con anterioridad?

Ahora mismo, me encuentro en Israel para Noticias Cuatro, cubriendo el conflicto Israel-Gaza. Previamente, viajé por mi cuenta a Ucrania para elaborar un serial de reportajes sobre un tema muy concreto: voluntarios civiles que, en terreno, ayudan al ejército ucraniano a conseguir todo tipo de suministro. Desde comida a instrumental táctico, que después, ellos mismos llevan a los batallones que luchan en el frente. A Ucrania viajé sola, pidiéndome vacaciones en el trabajo. Por un impulso vocacional. Acompañé a estos voluntarios por una ruta por Donbás, para visibilizar su labor. Publiqué nueve capítulos bajo el nombre de “Ucrania en resistencia. Pequeñas historias de guerra”. Más allá de la fundación de Anita y Andrei, los protagonistas de estos reportajes, también abordé la solidaridad palpable en el conjunto de toda la capilaridad social, desde los más pequeños a los más mayores. Ucrania es una sociedad muy unida que lucha, a pesar de todo, por sacar adelante a su país. Un caso concreto son los niños que elaboran manualmente candeleros en el colegio, incluso en momentos de refugio, mientras los misiles surcan su escuela, para que los soldados tengan luz en las trincheras.

¿Cuáles son las principales dificultades a las que se está enfrentando como periodista en la situación en la que ahora se encuentra?

Lo que produce mayor indignación y rabia es no poder entrar en Gaza, para contar, en primera persona, lo que allí está sucediendo a diario. No podemos ser ojos ni voz, porque, además de las hostilidades, el ejército israelí no permite el acceso a la Franja a medios extranjeros. Tan solo podemos contar y transmitir gracias a los testimonios de compañeros periodistas gazatíes que están en terreno, además, atrapados. No pueden salir. Nadie puede salir. Están cercados. Cientos de compañeros han muerto ya en esta guerra. Los periodistas están asimismo siendo blanco de ataques. Por otro lado, también tenemos comunicaciones diarias con organizaciones humanitarias como UNRWA o Médicos Sin Fronteras que nos trasladan teletipos o WhatsApp desde el interior. Como periodista es frustrante. Estar a dos kilómetros de la masacre y no tener la oportunidad de acceder y mostrar. Bajo la llamada Ley Al Jazeera, el gobierno israelí tiene ahora potestad de prohibir el trabajo de cualquier medio de comunicación que suponga “una amenaza para el Estado”. También, confiscar sus equipos. Primero, lo hizo con Al Jazeera, que dio nombre a esta ley. Israel acusó a la cadena catarí de estar en connivencia con Hamás. De ser una suerte de “portavoces”. Como anécdota puedo contar que, en el hotel que nos alojamos mi compañero cámara Pablo y yo, también se alojó el equipo de Al Jazeera. Según nos cuentan, el ejército llegó una noche y los expulsó a todos “de muy malas formas”, confiscando sus equipos. La libertad de prensa es un concepto muy hondo sobre el que se debe reflexionar. Especialmente en la guerra.

Y ¿cómo mujer?

Voy a hablar en primera persona. En mi caso, en un conflicto, nunca he tenido ningún problema para ejercer la profesión por ser mujer. Llevo poco tiempo, y seguramente otras compañeras habrán vivido experiencias surrealistas en múltiples zonas del planeta. Muchas veces es cuestión de cultura. De idearios machistas, integristas. Pero, insisto, hablo en mi caso. Al contrario. incluso aquí no estoy encontrando impedimentos, digamos, burocráticos por razón de género. Ni siquiera miramientos anormales por parte de la mayoría de la población. Salvando el hecho de que ningún periodista, hombre o mujer, pueda entrar en Gaza, lo más conflictivo que he podido vivir es un episodio muy concreto, con un grupo religioso muy específico. Y no con ello quisiera demonizar a ningún colectivo, ni caer en generalizaciones.

Hace unas semanas, vivió junto a otras compañeras, un episodio de odio por el hecho de ser mujer. Nos tocó cubrir una manifestación de judíos ultraortodoxos en el barrio de Mea Shareim, porque recientemente la Corte Suprema de Israel ha revertido la exención de estos hombres a enrolarse en el servicio militar. Aquí la mili es obligatoria para hombres y mujeres, pero no lo ha sido para ellos históricamente. Es un tema muy controvertido desde hace décadas, y un debate que ha dividido a la población secular y religiosa. Ahora, Israel sufre baja de efectivos por la guerra en Gaza y por la intensificación del conflicto en el frente norte con Hezbollah en el Líbano, y necesita engrosar filas. El alto tribunal ha decidido sumar más combatientes de entre la población ultraortodoxa, que son decenas de miles de hombres. Es una decisión que provoca un punto de inflexión en la sociedad, y que ha levantado demasiadas ampollas, no solo entre los ultraortodoxos, sino también dentro del propio gobierno de coalición israelí, que depende de varios partidos ultraortodoxos.

Tras este contexto, decenas de periodistas (hombres y mujeres) fuimos a cubrir la manifestación de los haredíes (ultaortodoxos) aquel día, y vivimos una situación compleja, especialmente nosotras, pero que es ya demasiado habitual. No pudimos ejercer nuestro trabajo debidamente, porque nos arrinconaron, insultaron, amenazaron y echaron del barrio, lanzándonos objetos (bolsas de basura, botellas, pancartas), mientras nos gritaban “Shiske” que, según nos tradujeron, significaba “mujer no judía” en sentido peyorativo. Impura. Fue muy humillante, y máxime cuando nosotras tratamos de ser respetuosas y correctas en todo momento. Es un tema profundo de debate. De reflexión. De códigos religiosos. De sociedades ancladas al pasado. De intransigencias hacia lo ajeno. Podría pasar en este lugar o en cualquier otro que impere el dogmatismo más intolerante.

Este caso concreto se viralizó en redes sociales, porque usted lo denunció públicamente ¿Cuál ha sido la reacción que ha encontrado en la sociedad?

Sí, denuncié el trato públicamente. Lo que más me sorprendió fue la reacción de un alto porcentaje de los twitteros, que consideraron que la denuncia, el hecho de sacar las imágenes de cuando fuimos atacadas, y del mero hecho de acceder a un barrio conocido por su hermetismo y su animadversión hacia lo externo, la tecnología y, en especial, hacia todo lo que no consideran “decoro”, resultaba ser una provocación. Encontré más ataque no-físico en redes que en la propia manifestación si cabe. Me sorprendió que muchas personas, mujeres incluso, nos señalaron por estar allí, intentando hacer nuestro trabajo. Por la ropa que llevábamos puesta (aunque íbamos tapadas completamente). Es para reflexionar, sí. Sobre la sociedad y sobre el concepto del periodismo. ¿Acaso no debió ser noticia que no pudiésemos ejercer la libertad de prensa, y, menos, siendo mujeres?

¿Cómo es el día a día cubriendo un evento informativo de estas características?

Los días son largos. Recibimos muchísimas comunicaciones de un lado y otro, y hay que filtrar. Aparte de las noticias de última hora, lo interesante es estar en terreno para tratar de encontrar historias humanas que puedan facilitar ese “tú a tú” entre el espectador y el protagonista de la historia, y ayuden a entender de manera menos fría la entraña del conflicto, que es inacabable y que no solamente se centra en Gaza. Más allá de los bombardeos, las masacres, las cifras de muertos y el pulso geopolítico. Cisjordania está también en el punto de mira y, por supuesto, el frente norte con Hezbollá. Hay que tratar de ofrecer una visión global, que presenta muchas capilaridades.

¿Cuál es la relación con los otros periodistas, fotoperiodistas y cámaras?

Somos compañeros. Me gustaría seguir pensando que en estas situaciones no existen rivalidades, miramientos, recelos o competencias. Aunque las haya.

¿Cómo consiguen llegar a la población y a las tropas?

La parte gubernamental o del ejército lleva unos protocolos muy estrictos y resulta más complicado el acceso. Nos alimentamos generalmente de información que ellos mismos publican por sus vías oficiales. Por ello es importante contar una doble visión del asunto, especialmente en Israel, que los datos suelen estar muy sesgados. En cuanto a la población, no hay truco. Tan solo viajar, meterse en los pueblos, en las ciudades, hablar con ellos y normalmente están muy dispuestos a contar y mostrar. Por supuesto, en especial, la comunidad palestina, que necesita denunciar su situación, su opresión. Los judíos son más cerrados en ese sentido, pero también hemos podido conocer historias personales muy duras, como las de familiares de las víctimas de la masacre del 7 de octubre en el festival Nova o vecinos de los Kibutz que fueron atacados por Hamás, donde murieron cientos de personas y otras tantas fueron secuestradas. Hoy en día, tampoco se conoce con certeza cuántos de esos prisioneros siguen con vida. Lo responsable en términos periodísticos es poder ofrecer información de ambos lados y que luego la opinión pública saque sus propias conclusiones, desde un espíritu crítico y lo más objetivo posible. Aunque cueste. Nuestro trabajo es ofrecer contexto y también estimular a la audiencia a ser crítica, a ahondar en varias fuentes informativas y a no nutrirse solamente a golpe de publicación o titular.

¿Cuáles son las principales diferencias que ha encontrado respecto a su otra experiencia en Ucrania?

En Ucrania no estuve de corresponsal oficial, por lo que la experiencia está siendo totalmente diferente. Aquí hay que estar atenta a la última hora, a todos los movimientos del ejército y el gobierno de Israel, y de, en general, la dramática situación que viven los gazatíes o palestinos en todo el territorio. También es cierto que Ucrania sí tenía la voluntad de ser visibilizada como país invadido y atacado, por lo que la relación con periodistas era más liviana. En Rusia, apenas se podía entrar, por lo que tampoco se podía ofrecer esa doble visión de la guerra. Aquí, como digo, está todo más sesgado y cualquier información puede ser mirada con lupa e incluso, como mencionaba antes, Israel aprobó una ley que legitima la confiscación de equipos o informaciones que entiendan vayan contra su narrativa.

¿Cómo separar lo humano de lo profesional cuando se convive en el terreno de conflicto? ¿Existe alguna preparación psicológica antes de dar este paso?

Sinceramente, creo que lo interesante es no separarlo del todo y no caer en una frialdad permanente. Considero que las buenas historias proceden también de profesionales que no rehúyen de su lado más humano. Hay que tratar con personas de tú a tú, ponerle corazón a las historias para que lleguen de verdad al público. Que la gente consiga empatizar con ellas. Por supuesto, sin blanquear a nadie. Es importante encontrar ese punto humanizador. En especial, cuando una guerra lleva tantísimo tiempo en la palestra mediática, donde ya los muertos son cifras inertes y los bombardeos, la sangre y la geopolítica copan las portadas. Las guerras cansan, aburren. Es duro admitirlo, pero es así. Hay que encontrar la fórmula para darle la vuelta y seguir dando voz a quienes lo necesitan. Por supuesto, es duro. Ves demasiadas imágenes aterradoras, inmorales, monstruosas. A veces sientes ira, tristeza, desgarro. Apagas la cámara, los focos y cierras el cuaderno y la cabeza sigue ahí, con esa gente. Pero nuestro trabajo es contar, contar y contar, a pesar de todo.

¿Qué le está aportando esta experiencia tanto a nivel profesional como personal?

Un punto de inflexión. Un aprendizaje diario tremendamente enriquecedor. Está marcando un antes y un después, sobre todo, a nivel personal.

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