Tras 15 kilómetros de pista, llena de barro, baches y cuestas, se encuentra un pueblo de la comarca zaragozana de las Cinco Villas cuyo nombre no podemos revelar a petición de sus habitantes. Es un pueblo autogestionado, abandonado hace unos 60 años y habitado ahora por un grupo de cinco jóvenes que viven de manera continua desde hace dos años que buscan no solo reconstruir el pueblo y habitarlo, sino que crear una comunidad a la que se sumen más personas y familias.
Al llegar, la figura de una bruja decora las ramas de uno de los primeros árboles, un amuleto cuelga bajo el marco de la entrada de la casa principal, como símbolo de protección. En la plaza del pueblo los perros corretean entre las mesas y por debajo de una hamaca atada a dos troncos, que se balancea con la fresca brisa al mismo tiempo que suena una campana de viento colgada un poco más arriba. Dos visitantes amigos cruzan el pequeño puente troncos que atraviesa el cauce de la fuente, ahora seca por el invierno. Marchan de vuelta a Murillo de Gallego a través de la calle principal, protegidos por los muros todavía a medio reconstruir. Pasan junto a la casa de invitados, el colegio, y el corral para las gallinas y cabras, para luego desaparecer agitando sus brazos a modo de despedida tras la iglesia.
Todo comenzó de manera azarosa poco antes de la pandemia. Cinco amigos deciden que quieren vivir en un pueblo abandonado para alejarse de la sociedad, estar en contacto con la naturaleza y vivir por sí mismos. Tras un primer intento en la provincia de Huesca, contactan con un antiguo propietario y vecino del pueblo, Ángel Alegre: “Contactamos con él a través de una amiga y descubrimos que quería ceder su casa a través de un contrato a gente que estuviera dispuesta a darle vida al pueblo” explica Selva, de 22 años, la más joven del grupo. “Mas allá de los motivos individuales todos buscábamos el mismo objetivo: aprender a ser autosuficientes; aprender a construir, cultivar, crear tu luz, coger tu agua. Y a la vez vivir en la naturaleza y a construir con lo que tienes en tu entorno, no cogerlo de otro sitio”.
El pueblo se compone de siete casas, cuatro de ellas habitables, colocadas sobre grandes montículos de roca pulida; una fuente, dos manantiales en su parte más baja, dos hornos, un colegio, una corrala para los animales, un invernadero y la iglesia colocada en la parte alta. De esta última cabe destacar su cementerio, situado en una pequeña ladera y ahora derrumbado, donde todavía asoman huesos, “Vinieron hace meses dos arqueólogos y dijeron que era una fosa común. Nos dijeron que no tocáramos nada, pero esto me parece una falta de respeto, son restos humanos” crítica Chose, de 34 años y quien hace de guía para la visita. Un poco más abajo, se encuentra la única propiedad privada de la localidad, una casa alta comprada hace más de 6 años por un arquitecto madrileño con la idea de reconstruirla él mismo.
Aparte de los propios recursos del pueblo, y del terreno para cultivar situado en la parte baja, cuentan con dos placas solares con las que recargan dos baterías portátiles de unos cuatro o cinco días de duración para poder iluminar la casa cuando cae la noche, además de un sistema de recogida de lluvia con capacidad para 200 litros.
Organización horizontal para construir el futuro
Entre sus proyectos más inmediatos se encuentra la reconstrucción de los muros que dividen las parcelas, pintar las paredes de la escuela y cambiar los tejados de esta y de la casa de invitados. A largo plazo, quieren convertir la escuela en un centro de enseñanza libre: “Los niños aprenden jugando, cuando eres niño tienes muchísima energía y lo que necesitas es descubrir. También hay que tener en cuenta que no hay una obligación de asistir a clase, pero al final aprendes de una manera que te interesa y te gusta y acaban yendo todos a clase a las 9 de la mañana todas las horas”. En este momento la escuela funciona como centro social para actividades y juegos, practicar yoga, meditación y también como bar para cuando lleguen las visitas en verano, ya que, además, colaboran con distintas asociaciones, la última de ellas Biesdar.org, con quien se organizó una granja escuela para niños el verano pasado.
Para realizar todos estos proyectos se organizan en asambleas horizontales (sobre todo en verano cuando pueden llegar a ser 15 vecinos), sin nadie que ejerza el papel de líder “Se propone un tema, cada uno da su opinión y se llega a un consenso”. “Tenemos una tabla donde ponemos todas las cosas que creemos importantes tanto para el día como para la tarde. A veces lo hacemos a suertes así los trabajos son rotativos y la gente no se acaba cansando”. Pero también existen las llamadas “asambleas emocionales”, reuniones que surgen cuando hay algún conflicto o tensión con el fin de resolverlo: “normalmente se proponen por la persona que quiere expresar algo”, “aquí se trata también de sentimientos y convivencia. Si hay que estar el rato que se esté, se está; si hay que volver a hablarlo, se habla. Al final es una parte importante también del proyecto, saber escuchar y crecer como grupo” explican Selva, Chose y Vanesa.
Una alternativa al sistema y poder compartirlo
Rechazan cualquier tipo de etiqueta y espectro político, Vanesa explica que en todo caso pueden definirse como naturalistas “como conexión con la naturaleza, volver a plantar árboles, limpiar el cauce de los ríos, que los animales vuelvan a cagar para que vuelvan a salir flores. También recuperar tradiciones, como construir una casa de piedra o un horno de arcilla. Aprendes a no necesitar más de lo que puedes, solo abrir los ojos. También un mayor contacto con el reciclaje, al final tú no eres responsable de lo que ocurre con tu basura, se la estas dando a una empresa para que ella decida que hacer con tu basura”
La decisión de formar esta comunidad también vino por su rechazo al sistema predominante: “Se está creando una individualidad demasiado antipática. Mientras tu estés bien te da igual que el resto esté mal, que haya injusticias, que haya hambre, que se degrade el medio ambiente. Desde que naces te instauran unas ideas de lo que tienes que hacer con tu vida. Al final el objetivo de este proyecto es también mostrar una alternativa al sistema” explica Selva.
No se puede negar que el proyecto funciona en la búsqueda de una alternativa, pero también se respira ese aire de paz y armonía de la que hablan sus habitantes. No consideran como suya esta tierra y de hecho reconocen que, si se viesen obligados a marchar, lo aceptarían y buscarían otro sitio. No buscan la posesión de un lugar y hacerlo suyo, sino habitarlo, cuidarlo y sobre todo compartirlo. Esperan en un futuro poder crear una comunidad más grande y asentarse.
Tras un invierno en que se congelaron los campos y que, como dice Vanesa, “hay que aprender a hibernar” parece que este llega a su fin. La luz del sol es cada vez más cálida; por la tarde, los chicos salen a jugar con arcos y flechas hechos por sí mismos. Y a la mañana siguiente, en el huerto de arboles frutales, parece que el ciruelo está floreciendo.