Cuando nací, Anita ya estaba ahí. Y durante un tiempo creí que lo normal en la vida de los guajes era que a su alrededor hubiera gente como ella. Represaliada, perseguida y torturada por el franquismo y todos los acólitos que durante décadas ejercieron su poder a golpe de… a golpes, sin más. Una mujer con el compromiso y la lucha en la sangre, presente en todas y cada una de las reivindicaciones que consideraba justas y en las que nunca faltó su voz rasgada, amenazada con una tos en los últimos años.
Pero no. Lo de Ana Sirgo Suárez (Langreo, 1930), eso lo descubrí después, era algo extraordinario. Y yo, una neña con suerte.
Porque excepcional era la manera que tenía Anita de contar las cosas, con dolor pero sin épica, a las bravas. “Cuando el mi hombre salió de la cárcel, tuvimos mucho tiempo que nun pudimos tener relaciones. Le habían dado al probe tantas hostias que sangraba por ahí cuando iba a mear”, me contó una vez y ese “por ahí” me sonrojó más que asustar.
También su memoria era asombrosa, larga, duradera, inquebrantable. Nunca se doblegó, ni siquiera cuando el resto del mundo pretendía ignorarla. Anita fue una de las denunciantes asturianas en la conocida como “Querella argentina”. Una denuncia que lleva la jueza María Servini de Cubría, titular del Juzgado Federal 1 de Buenos Aires, y que investiga desde el año 2010 los crímenes del franquismo contra la disidencia política. A Sirgo, que fue encarcelada y rapada, que quedó sorda de un oído, que se exilió a París, que volvió para ser, de nuevo, arrestada “por causas militares” y seguir sufriendo las hostias de los que la repudiaban a ella y los suyos, lo único que le preocupaba, y ahí, creía ella, se resumía todo, era que las generaciones futuras no vivieran lo mismo que a ella le había tocado vivir. “Toca luchar, luchar, no dejarse pisar. Los jóvenes tenéis que estar al quite. Los derechos se pierden muy fácil…”, repetía. Lo sabía de primera mano.
Hasta era extraordinaria en los fogones. En la mesa de su cocina de la barriada de San José se sentó alguna vez Dolores Ibárruri “La Pasionaria” o el histórico dirigente comunista asturiano Horacio Fernández Inguanzo “El Paisano” pero también muchas personas anónimas, comunistas o no, que recalaban junto a la chapa del carbón de su casa de Lada. Más os digo, hoy hay miles de personas de varias generaciones en España que no saben que comieron fabada hecha por ella, cada año mientras pudo, en la fiesta del PCE de Madrid. Porque suya era la mano que “espantaba” les fabes en las ollas gigantes del Pabellón de Asturias de la Casa de Campo. Y también el arroz con leche.
Y suya era la presencia que lo desbordaba todo. En los actos más pequeños y en los mítines gigantes donde siempre defendía eso del “puerta por puerta, pueblo por pueblo. Hay que hablar con la gente, llevarles nuestros programas, enseñarles a nuestros candidatos”, afirmaba en los discursos concisos que daba de sus formaciones: Izquierda Unida y Comisiones Obreras. El 23 de julio pasado, Anita fue a votar en silla de ruedas. Ella decía: “Aunque sea de parapeto, puedo”. Dice el diccionario que “parapeto” es “una pared o baranda que se pone para evitar caídas, en los puentes, escaleras, etcétera”. No me parece una mala definición de lo que fue y será siempre Anita Sirgo en la vida de los que la conocimos o la admiramos.
Querida Anita: Esta neña que se sonroja cuando le dices “por ahí” te llevará siempre en la cabeza, te buscará en la inspiración y cantará tus bondades allá donde la lleve el destino.
Ahora nos quedamos aquí, con todas tus lecciones a cuestas y más o menos los mismos sueños de justicia e igualdad que tu compartiste aunque ahora estén en diferentes trincheras. Y con la pena, querida Anita… porque quién nos quita la pena hoy.