Mujeres fontaneras para luchar contra la escasez de agua en Jordania

Andrea Olea

Líbano —

La moderna carretera que sale de Amán hacia el norte corta en dos un paisaje de arena y polvo: el 92% de Jordania es puro desierto. En una salida de tierra en medio de la nada, a unos 80 kilómetros de la capital, se encuentra el Centro Vocacional de Mafraq, un instituto de formación profesional al que acuden unos 600 estudiantes al año, incluido un centenar de mujeres. Entre la oferta de cursos, hay uno que hace furor entre ellas: fontanería.

Es día lectivo, y en la nave industrial utilizada como taller, unas 30 alumnas vestidas con batas de lona azul oscuro escuchan atentas a la experta que ha venido desde Alemania para impartir las clases. Las explicaciones en inglés de la formadora Brigitte Schlichting son traducidas al árabe por una profesora asistente jordana, y tras la exposición inicial, se reparten por grupos entre las mesas de trabajo para comenzar el ejercicio de la jornada: cortar tuberías de metal. La atmósfera de concentración se ve salpicada de risas cada pocos minutos. Por la puerta entreabierta, se asoma de vez en cuando algún joven curioso, estudiante del curso de electricidad del aula de al lado.

La escena no pasaría desapercibida en otros lugares del mundo, pero mucho menos en Jordania, conservador país medio-oriental encajado entre Israel, Siria, Iraq y Arabia Saudí, donde la inmensa mayoría de la población femenina se ocupa exclusivamente de las tareas del hogar. La fontanería era, hasta hace muy poco, algo solo para los hombres. “No había trabajado antes y mi familia tenía dudas”, explica en un descanso Haifa, de 38 años y originaria de la ciudad de Mafraq. “Pero al poco de empezar el curso, mi padre me pidió que reparara un grifo y lo hice. Desde entonces está muy orgulloso de mí... y yo también”, dice con una gran sonrisa antes de volver a la faena.

El curso al que asiste Haifa está inscrito dentro de un innovador programa implementado por las autoridades jordanas en colaboración con la Agencia de Cooperación Internacional alemana (GIZ) y ONG locales como el Fondo Hachemita Jordano para el Desarrollo Humano (JUHOD), Water Wise Women, con el objetivo de formar a mujeres en fontanería y promocionar un consumo responsable del agua. La iniciativa pretendía dar respuesta a un grave problema nacional: Jordania, que un día fue relativamente rica en recursos hídricos, hoy se muere de sed. Si en 1946 los jordanos disponían de 3.600 metros cúbicos de agua potable per cápita al año, en la actualidad apenas alcanzan los 120 m3, una cantidad alarmantemente por debajo de los 500 metros cúbicos que el Banco Mundial establece como umbral crítico de acceso al agua. Para hacerse una idea, España dispone de unos 2.400 metros cúbicos per cápita al año y Estados Unidos, 9.000.

El desarrollo económico, el cambio climático y el crecimiento de la población son las principales causas, a lo que se suma la falta de conciencia social sobre su uso responsable y una infraestructura obsoleta, que hace que cada año se pierdan millones de litros de agua potable durante su transporte y almacenamiento: entre el 40% y el 50% del total, según diversas estimaciones. La llegada al país de al menos 650.000 sirios (es la cifra registrada por ACNUR, aunque la real podría llegar al millón y medio), ha agravado aún más la crisis al aumentar la demanda de este recurso.

En este contexto, el plan nacional de inversiones en el sector para el periodo 2016-2025 fijó entre sus prioridades mejorar el sistema de distribución de agua y reducir las fugas, renovando las instalaciones y apostando por el mantenimiento de las tuberías. Pero, en paralelo a la inversión en las infraestructuras, las autoridades ya habían empezado a buscar otras soluciones más “creativas”. Los responsables del programa Water Wise Women partieron de la premisa de que, en una sociedad fuertemente tradicional como la jordana, donde los técnicos hombres no tienen permitido entrar en casas en las que no estén presentes miembros masculinos de la familia, la reparación de las (frecuentes) averías se retrasaba innecesariamente hasta varios días. Pero formando a las mujeres como fontaneras se arreglaba el problema técnico al sortear esta cuestión cultural.

La perspectiva de que madres y amas de casa dejaran de lado las tareas del hogar para mancharse las manos destripando tuberías y retretes suscitó no pocas reticencias al principio, sobre todo en las zonas rurales. “Pero aquí tenemos pocos fontaneros, y los que hay no tienen suficiente formación y son caros, así que al final se impuso la cuestión del ahorro”, resume Hind Alshdaifat, gerente del proyecto en GIZ, la Agencia de Cooperación Internacional alemana.“En la primera edición se presentaron solo 60 candidatas para 40 puestos, y eso que los únicos requisitos que pedíamos eran tener entre 18 y 45 años y saber leer y escribir”, recuerda la responsable de GIZ. “Pero el boca a boca ha funcionado y este año se apuntaron 300”.

El curso, de tres meses de duración, tiene una primera parte teórica dedicada a sesiones de concienciación y una segunda práctica, donde las alumnas aprenden a reparar un grifo que gotea, desatascar una tubería o arreglar una cisterna averiada. La formación es gratuita y se les entrega una pequeña ayuda económica para el transporte. Las alumnas salen con habilidades básicas de fontanería y una caja de herramientas para que puedan empezar a trabajar, aunque si quieren hacer de esta su profesión deben ejercer durante tres meses más y posteriormente pasar dos exámenes, uno teórico y uno práctico. Si superan ambos, obtienen la licencia profesional.

En el taller, Khawlah, joven pizpireta de hiyab azul y maquillaje cuidado, se muestra encantada con las clases. Cuenta que antes de empezar ya sabía hacer un poco de todo. “De la peluquería pasé a hacer cremas de belleza, luego a pintar paredes... y ahora fontanería”, explica, presumiendo de sus habilidades para aprender de forma autodidacta. Si algo tiene claro es que, al terminar el curso, buscará empleo en el sector de la fontanería.

Una encuesta rápida a mano alzada muestra que su intención es compartida por la práctica totalidad de sus compañeras, un desafío a las estadísticas laborales del país: según un estudio de ACNUR de 2016, el 81% de las mujeres en Jordania no trabaja; solo el 20% de las jordanas y el 6% de las sirias está en el mercado laboral. El reino hachemita se sitúa en el puesto 134 de 142 en términos de contribución económica femenina, según un informe del mismo año de la organización Jordan Strategy Forum.

“Cuando empiezan se muestran tímidas, pero luego cogen arrojo. A raíz de hacer estos cursos, algunas han decidido aprender a conducir, otras expresan sus opiniones por primera vez en voz alta”, revela la profesora Brigitte Schlichting, que lleva viajando a Jordania desde 2011 para impartir estas formaciones. “Esto les da la oportunidad de salir de casa, de conocer y estar con otras personas, no solo con la familia, y ver que pueden hacer otras cosas”, alega. “Lo que hacen aquí sin duda las empodera”.

Mientras unas sueñan con iniciar su propio negocio, otras dejan de ocuparse exclusivamente de las tareas domésticas y empiezan a trabajar en la empresa familiar, esta vez como profesionales. “Mi marido tiene una tienda de piezas de repuesto y quiere que yo empiece a ofrecer en ella mis servicios como fontanera”, lanza otra alumna, en un momento de revuelo en el que todas tratan de hacer oír sus planes de futuro.

Lo más interesante de estos cursos de fontanería para mujeres es que están trastocando el reparto de roles de género en la sociedad jordana, considera Hind Alshdaifat. “Al principio, las familias no querían ni oír hablar de esto. Y, sin embargo, ahora vemos a maridos y padres trayendo a sus mujeres e hijas al curso, animándolas a terminarlo. Para tratarse de una región tribal y anclada en las tradiciones, es un gran cambio y se ha producido en muy poco tiempo”, se entusiasma la responsable de GIZ, ella misma originaria de Mafraq.

Si los cursos suponen una oportunidad de emancipación y empoderamiento para las jordanas, lo son aún más para las sirias, cuya situación de vulnerabilidad como refugiadas es mucho mayor.

Muna Mohammed, de 24 años, acababa de empezar la universidad cuando estalló la guerra en Siria y tuvo que huir a Jordania con su familia. En estos siete años en el país hachemita, se casó y dio a luz dos hijos, que hoy tienen dos y tres años. En ningún caso se planteó trabajar. “Hasta que me divorcié. Entonces decidí empezar de nuevo”, explica esta joven procedente de la ciudad de Daraa. “Quería volver a la universidad, pero mis padres no lo aprobaban, así que me puse a hacer cursos varios hasta que encontré esta formación. Al principio, en mi entorno se reían de mí por aprender este oficio de hombres y yo tampoco me lo tomaba en serio, pero luego me enganché y ahora no me permito faltar ni un solo día. Quiero aprender como sea”. Con una familia que mantener, la joven ya ha empezado a buscar financiación, porque pretende iniciar su propio negocio cuando acabe el curso. “Es difícil, pero sé que voy a triunfar”, anuncia resuelta antes de hacer una demostración in situ de cómo se regula la presión de un grifo.

Como ella, Alia Mohammed ha visto en la fontanería su tabla de salvación. Procedente de la ciudad siria de Homs, lleva cinco años en Jordania, donde saca adelante a una familia de seis hijos ella sola, después de que su marido muriera en la guerra. Tras terminar el curso y pasar los exámenes, se licenció y ahora colabora como profesora asistente. “Para ser sincera, empecé el curso porque con la ayuda al transporte que nos daban podía pagar parte del alquiler”, confiesa. “¡Jamás se me pasó por la cabeza que las mujeres pudieran hacer algo así! Pero me encanta mi profesión y mis hijos están orgullosos de mí”, asegura con los ojos brillantes.

Alia, además, está a punto de entrar en la primera cooperativa profesional de mujeres fontaneras creada en Jordania. La fundaron una decena de antiguas alumnas hace dos años en Amán: hoy ya son el doble y han abierto el acceso a las sirias, aunque su nacionalidad no les de plenos derechos dentro del colectivo por motivos legales. Su poder de decisión es simbólico pero el apoyo mutuo es fundamental para iniciarse en el mundo profesional, explica Isra Ababneh, exalumna que terminó el curso en 2014 y hoy asiste como traductora y profesora de apoyo en las clases de GIZ, además de formar parte de la cooperativa desde su creación.

“Tenemos dos objetivos: por un lado, trabajar bajo un paraguas común que nos dé un nombre y genere confianza en nuestros clientes; por otro, crear conciencia sobre el ahorro de agua y proteger este recurso”, señala. Con ese objetivo, imparten talleres educativos en colegios y asociaciones de familia, y llevan a cabo iniciativas sin ánimo de lucro, como la limpieza de tanques en mezquitas y escuelas. A la cooperativa de Amán se ha sumado una segunda en la ciudad de Arbid, y también en otras localidades como Zarqa florecen los proyectos de mujeres fontaneras.

Recientemente, varias de las integrantes de la primera cooperativa fundaron una empresa. En la plantilla son cinco mujeres y un hombre y el negocio va bien: han conseguido contratos en toda Jordania con Zain, la principal compañía de telecomunicaciones del país, o con hoteles de cinco estrellas como el Landmark en Amán. “Ahora queremos expandir nuestra actividad a otras áreas, como la electricidad o el mantenimiento general”, apunta Ababneh, asistente de dirección en la compañía.

Con el objetivo de fomentar el emprendimiento, GIZ pretende ahora ampliar el proyecto: “Estamos pensando en incluir cursos complementarios, como clases de ofimática o de relación con el cliente para promover la profesionalización de más y más mujeres”, apunta Hind Alshdaifat.

Unas 300 mujeres han participado en el programa Women Wise Water desde sus inicios, pero el alcance real de esta iniciativa en términos de concienciación social sobre el consumo responsable del agua va mucho más lejos. El Fondo Hachemita Jordano para el Desarrollo Humano (JOHUD), la ONG jordana que colabora con GIZ en esta iniciativa, calcula que cada alumna tiene el potencial de transmitir la información recibida en los cursos a 25 personas dentro de su comunidad local, y que los efectos del programa se dejarían sentir ya en unos 18.000 hogares. Esto sin contar que otra media docena de ONG en buena parte del país –incluido el campo de refugiados de Zaatari, el más grande de Oriente Medio–, han empezado a replicar estos cursos. Por su parte, el Gobierno jordano ha hecho su propia evaluación de resultados: en las zonas donde se impartieron estos talleres, el Ministerio de Agua e Irrigación constató una reducción del consumo de agua para uso doméstico de hasta un 40%.

A vista de pájaro, las azoteas de cada ciudad del país ofrecen una imagen recurrente: la ropa tendida a secar bajo el sol inclemente se alterna con gigantescos tanques grises que esperan sedientos su turno para ser rellenados: el agua llega a la capital una sola vez a la semana y en algunas zonas del país, incluso una vez al mes. Hasta hace pocos años, el desperdicio de este recurso, que paradójicamente sigue teniendo un precio relativamente bajo por estar subvencionado, era habitual, pero gracias a cursos como estos la población va incorporando mejores hábitos de consumo.

“Que las mujeres tomen conciencia es fundamental, porque son ellas las que están cada día en contacto con el agua y con la comunidad”, apunta la exalumna Isra Ababneh. En un país donde cada gota cuenta, el cambio de mentalidad sobre el uso del agua es de vital importancia. Parece que el mensaje va calando.

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