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A 30 grados, recorrer el extremo oeste de la calle Leigh, en Richmond (Virginia), no era tarea sencilla el pasado domingo. El calor se percibe más intenso cuando no hay un solo árbol bajo el que refugiarse. Algunos troncos finos, con pocas hojas, sirven para adornar las aceras de esta calle vacía, pero no para rebajar la sensación de bochorno. De vez en cuando interrumpe el camino un árbol muy joven, visiblemente recién plantado. Es parte de un esfuerzo colectivo de reforestación ciudadana que cobra impulso en Richmond, por el que miles de vecinos se han movilizado para compensar la falta de cubierta vegetal en los distritos más desfavorecidos.
Carver, el barrio que aloja esta calle, es uno de los menos arbolados de la ciudad. También es predominantemente afroamericano, una correlación que se repite aquí y en muchas otras ciudades de EEUU, tal y como ha revelado un estudio elaborado por la Universidad Commonwealth de Virginia y el Museo de Ciencias de este mismo estado. Los especialistas analizaron los mapas de 108 urbes, y comprobaron que los barrios de población negra y latina son los más vulnerables frente a los impactos climáticos. “De media, esos barrios sufren unos 2,6 ºC de temperatura por encima del resto”, explica Jeremy Hoffman, uno de los autores de la investigación. “Eso es en verano, en general. Pero en las olas de calor la brecha es mayor”, matiza. Según Hoffman, buena parte de esta diferencia se atribuye a la falta de techo arbóreo. “En Richmond nos enorgullecemos de tener un buen acceso a espacios verdes de alta calidad, y me encanta que haya barrios concretos que tengan tanta densidad y dosel de árboles, pero las diferencias son bastante acusadas”.
Este experto precisa que los árboles no son solo claves para reducir el efecto de isla de calor en una ciudad, sino también para prevenir las inundaciones y para mejorar la calidad del aire. No es casualidad que en estas zonas de la ciudad con mayor población negra e inmigrante también haya mayor concentración de contaminación atmosférica, como expone un estudio publicado la semana pasada y también liderado por Hoffman.
La explicación es que a principios del siglo pasado, cuando las políticas de segregación racial eran la norma, los barrios de afroamericanos fueron calificados explícitamente como “peligrosos”, con la nota ‘D’, información que se incluía en unos mapas de riesgo que preparaban las administraciones de la época para espantar a los inversores inmobiliarios de las zonas de población negra. Así, desviaban esas oportunidades a los distritos de familias adineradas –blancas– valorados como ‘A’ o “mejores”. Esto se tradujo en que los barrios ‘A’ continuaron acaparando la inversión y los recursos de la ciudad, lo que perpetuó las desigualdades. Allí se plantaron árboles, que hoy lucen frondosos y albergan sombras que ayudan a combatir el calor, y se evitó construir carreteras y autopistas, que atraviesan sin embargo los barrios C y D, pegados al asfalto y al ruido de los coches. Por eso, los barrios A o B, donde todavía predomina la población blanca, son los más resilientes a los impactos de la crisis climática, como ilustra el Climate Equity Index.
Ahora, junto a los vecinos de las zonas afectadas, diversas ONG están plantando árboles en esos barrios más calurosos por diseño; una lucha colectiva que denominan Tree Equity.
Uno de esos vecinos es Jamaal O’Neal, que vive en el barrio de Manchester, un distrito por lo general obrero y de población latina o afroamericana que aparece con la letra D en los mapas de riesgo de 1930. Nacido en Texas, lleva seis años viviendo en Richmond, tiempo que le ha bastado para observar el aumento de temperaturas verano tras verano. También ha sido testigo del rápido desarrollo de la zona en los últimos años, donde nuevos apartamentos y oficinas han ido sustituyendo antiguos centros industriales y almacenes en desuso. Sin embargo, reclama que en las inmediaciones de ninguno de esos edificios recién levantados se han plantado árboles, por lo que las políticas de inversión al sur del James River todavía no contemplan la inequidad climática. En lugar de más verde, lo que ha traído ese nuevo desarrollo es más infraestructura gris, lamenta. “Estamos literalmente rodeados de cemento”.
Su percepción es que el activismo de Black Lives Matter, muy activo en la capital del estado de Virginia, donde todavía se se pueden ver símbolos confederados como la estatua del general Robert E. Lee —hoy cubierta de pintadas antirracistas—, está penetrando en otras luchas. Entre ellas, la ecologista, a medida que los problemas aparentemente ambientales, como la falta de cubierta vegetal o las inundaciones cada vez más frecuentes, desvelan inequidades asociadas al color de piel. “El racismo estructural va mucho más allá de la justicia criminal; está en las políticas inmobiliarias, en el desarrollo económico, en el transporte, en problemas ambientales que también afectan a las vidas de personas negras y morenas. Son siglos de discriminación y segregación racial que han llevado a la degradación completa y total de barrios que ahora son los más calurosos de la ciudad”, abunda Jamaal.
Se refiere a barrios como Swansboro, Carver o Gilpin, el caso más extremo sin sombra de árboles. En verano, y especialmente durante las olas de calor, Gilpin concentra el mayor número de llamadas de emergencia relacionadas con las altas temperaturas.
Los voluntarios reconocen que el gobierno local de Richmond se empieza a hacer cargo de su pasado. Sin embargo, lamentan que la Administración no tiene o no destina suficientes recursos a la compensación climática, por lo que relega en los residentes de estas islas de calor y en la actividad de ONG como Southside ReLeaf, Enrichmond o Reforest Richmond. “Es una pena, pero también es lo bonito, que es una iniciativa popular”, resalta Jamaal.
Coincide con él Daniel Klein, voluntario y miembro del comité de árboles de Richmond, con el que coordina la actividad que de manera espontánea se ha ido poniendo en marcha por parte de diferentes organizaciones. También acaba de organizar una donación de 1.000 árboles para plantar en los barrios C y D, algo que repetirán en otoño. En total, estima que hay cerca de 4.000 personas directamente involucradas en iniciativas de Tree Equity. “Otras ciudades han podido invertir para combatir estas desigualdades, pero en Richmond, lo que vemos es reforestación ciudadana, esa es su fuerza”.
Una vez hechas las plantaciones, lo que piden al gobierno local es que se ocupe de mantener esos árboles para que crezcan sin problema, y que a la larga lleguen a tener los resultados necesarios para combatir los efectos del calentamiento. Según el científico Jeremy Hoffman, lograr la sombra que ofrecen los árboles plantados en zonas A y B –los barrios blancos y adinerados de Richmond– puede llevar entre 50, 60 o incluso 100 años. “Además de plantar, hacen falta medidas complementarias a corto plazo, como paradas de autobús o centros de enfriamiento”, opina el especialista.
Pero, aunque la solución a largo plazo no ayude a resistir mejor los próximos veranos, los voluntarios no desisten. “¿Cuándo es el mejor momento para plantar?” Se pregunta Daniel Klein. “Hace 20 años”, contesta. “Bien, una vez perdida esa oportunidad, ¿cuándo es el segundo mejor momento para plantar? Ahora”.
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