Dan Saladino: “Estamos en bancarrota de alimentos, necesitamos las variedades que estamos dejando morir”
Cuando en 2007 el periodista Dan Saladino viajó a Sicilia para grabar su programa de radio The Food Programe en la BBC, tuvo que cambiar el guion. Tenía pensado hablar sobre la cultura, las tradiciones y el paisaje de los campos de naranjas y limones que habían dominado durante siglos el este de la isla, pero al conversar con los agricultores muchos le dijeron que aquella sería su última cosecha. El año siguiente dejarían sin recoger las naranjas de los árboles. Sus precios no podían competir con los de frutas que venían de lugares con grandes cultivos. No les salía rentable. Saladino cenó esa noche con agricultores y productores de la zona. Los cinco platos que comieron incluían como ingrediente las naranjas sanguinas que ya no querían cultivar.
El periodista siguió investigando desde su programa de radio durante los siguientes 15 años. Su libro Eating to Extinction: The World’s Rarest Foods and Why We Need to Save Them (Comer para extinguir: los alimentos más raros del mundo y por qué necesitamos salvarlos), publicado en 2021, describe los viajes que realizó para descubrir qué estaba ocurriendo con estas variedades cada vez más amenazadas y por qué se habían abandonado. “Mi pequeña contribución es intentar mostrar cómo el sistema alimentario funciona hoy, cómo solía hacerlo y por qué lo que suele verse como una tradición pintoresca es, en realidad, un recurso esencial para nuestro futuro”, asegura a través de una pantalla desde Londres.
Nos pide que pensemos en estos datos: solo cuatro corporaciones controlan el 60% de la mayor fuente de nuestros alimentos, las semillas; la mitad de los quesos en el mundo se produce con bacterias y enzimas que comercializa un solo laboratorio; una de cada cuatro cervezas que bebemos es manufacturada por una única compañía cervecera; la producción de cerdo global se apoya principalmente en una raza; y de las 1.500 variedades de plátano que conocemos, la Cavendish domina los monocultivos de todo el planeta (también los de Canarias).
“Este tipo de homogeneidad no se ha visto nunca antes”, dice Saladino, “y plantea grandes cuestiones sobre el futuro de nuestra comida y sus retos. Como vemos ahora en Ucrania, una de las consecuencias de depender de las grandes cosechas en regiones altamente productivas es que disminuye la resiliencia. No solo porque hace más vulnerable la cadena de alimentos, sino porque acaba con culturas que se han construido durante siglos, y economías locales que dependen de ellas”. Desde hace décadas, advierte, hemos tenido un enfoque lineal y simplista del progreso y la producción. Hemos ignorado la importancia de la diversidad y la complejidad de los sistemas que hemos modificado.
El mayor declive en la diversidad de cultivos se produjo tras la Segunda Guerra Mundial, explica, cuando los científicos buscaron aumentar la productividad para evitar las hambrunas que se esperaban. La Revolución Verde, que es como se llamó a este nuevo modelo, se fundó en la selección genética de variedades más productivas, la mecanización en grandes monocultivos, el uso de fertilizantes y plaguicidas, y la aplicación del riego por irrigación.
Los resultados fueron espectaculares: la producción de cereales se triplicó para una población que se estaba duplicando y el grano que sobraba sirvió para alimentar al ganado, ocasionando que, en 60 años, este se cuadriplicara. “Pero fue una secuencia de pasos, a partir de descubrimientos científicos y tecnológicos, que se fueron dando de forma reduccionista”, dice Saladino. “Al centrarse simplemente en la cantidad, ignoraron otros factores como la degradación de los suelos, la necesidad de mayores cantidades de fertilizantes como consecuencia de esa degradación, la dependencia de los combustibles fósiles y la vulnerabilidad a las plagas por la similaridad genética de los cultivos”, asegura.
El resultado, apunta este autor en su libro, es que enfermedades como la fusariosis del trigo, la enfermedad del dragón amarillo en los cítricos o el mal de Panamá en el plátano Cavendish han puesto en peligro plantaciones por todo el mundo, y amenazado con el hambre a grandes poblaciones. Los cerdos, los pollos, las vacas, también se han vuelto de diversas maneras más vulnerables. El riesgo de enfermedades como la gripe aviar o porcina es mucho mayor en las granjas industrializadas que solo crían especies seleccionadas genéticamente por su alta producción.
Dan Saladino ha viajado desde Australia a Perú para hablar con aquellos que protegen los alimentos en peligro de extinción. Muchos de ellos son agricultores o personas locales: “Con la desaparición de estas variedades, veían que perdían sus tradiciones y el control sobre sus vidas y la economía local, y que cada vez dependían más de compañías o sistemas que ni siquiera llegaban a entender del todo”. Otros son científicos que, conscientes de los riesgos, han establecido depósitos donde se conservan especies que, para Saladino, representan miles de años de coevolución entre los cultivos, el entorno y los climas donde se desarrollaron.
“Ahora la guerra en Ucrania ha puesto a la vista nuestra vulnerabilidad. El impacto de la producción en una parte del mundo pone en riesgo que en otros lugares tengan suficiente comida. Por eso, hay gobiernos que han tomado medidas ante la inestabilidad. India ha dejado de exportar trigo y está considerando volver a la producción de mijo, desplazado hace décadas por el trigo o el arroz. Reino Unido está diseñando un plan para producir más alimentos dentro del país. Creo que es inevitable que veamos un cambio”, indica.
En 2017, en el Foro de Bienes de Consumo en Berlín, el entonces director de la multinacional Danone, Emmanuel Faber, dijo que el sistema había alcanzado sus límites. Durante la conferencia, sugirió que la idea de que la comida podía considerarse una mercancía más a merced del mercado era insostenible y que si la industria no cambiaba era solo porque el consumidor desconoce cómo funciona.
El sistema ha desconectado completamente a los individuos de su propia comida, advirtió. “Faber reconoció que estamos en bancarrota de alimentos y que para asegurar el futuro necesitamos las variedades genéticas de alimentos que estamos dejando morir”, dice Saladino. En aquella conferencia, los números fueron impactantes: en el mundo, dos tercios de nuestra comida provienen de solo nueve plantas, el 40% de los suelos ya está degradado, y la industria lechera de algunos países como Estados Unidos depende en un 99% de una sola raza de vaca: la frisona.
Las cuatro compañías que proveen al mundo más de la mitad de sus semillas son Corteva, ChemChina, Bayer y BASF. Todas empezaron como negocios de productos químicos, pero, poco a poco, fueron interesándose en el mercado de las semillas y comenzaron a comprar empresas más pequeñas. Hoy en día, estas compañías venden “paquetes agrícolas” que además de semillas incluyen sus propios pesticidas y fertilizantes.
“Hay que preguntarse si compañías de tal magnitud pueden proveer la diversidad que se propone en el libro”, indica Saladino. “Igual que estamos atrapados en un sistema, estas compañías están atrapadas en una manera de operar que se basa en consolidar empresas cada vez más grandes”, apunta.
Saladino señala que los gobiernos gastan millones en subsidios que favorecen este modelo: millones de dólares en monocultivos de maíz en Norteamérica, de euros en los cultivos cada vez más homogéneos de trigo en Europa y de yuanes para mandar más pesqueros a aguas sobreexplotadas. “No habrá un cambio radical hasta que esos billones de billones que sustentan el sistema se redirijan y cambien”, augura. “Los subsidios respaldan el sistema, y son motores de cómo se produce la comida y cómo el mundo se alimenta”, concluye.
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