Existen dos diferencias fundamentales entre caminar y correr. Corriendo, sometemos a rodillas y espalda a un impacto continuo que no se produce caminando. Además, el ritmo cardíaco es, por lo general, más acelerado.
Es habitual ver en parques y gimnasios a gente que resopla mientras corre, con la cara congestionada, haciendo un gran esfuerzo. No es buena idea. Como referencia, el ritmo cardíaco ideal, según todos los expertos, debería ser aquel que nos permita hablar cómodamente, pero que no nos permita cantar.
En cualquier caso, antes de ponerse a hacer ejercicio, es recomendable acudir al médico para conocer nuestras posibles limitaciones y adaptar el esfuerzo que vayamos a hacer a nuestras capacidades físicas reales.
Si, una vez analizados todos los factores, llegas a la conclusión que el ejercicio que mejor te encaja es el de caminar –un deporte que no requiere entrenamiento previo y que es accesible para la mayoría de las personas– enhorabuena.
No sólo te servirá para mejorar tu estado físico, al mantener tu cuerpo y tu corazón activo. También ayudará a tu mente. “Solo puedo meditar cuando estoy paseando. Cuando paro, cesa mi pensamiento; mi mente trabaja a la par que mis piernas”, decía Rousseau.
Al igual que ocurre con muchas personas que corren, la marcha también puede llegar a provocar sentimientos de euforia. Algunos no llegan tan lejos y solo experimentan un efecto tranquilizante. No es poco.
Un estudio de la Universidad de Massachusetts indicaba que los niveles de ansiedad de los sujetos analizados descendía una media del 14% después de un paseo de unos 40 minutos. Un arma excelente para enfrentarse al estrés.
Visto así, no hace falta correr para todo.