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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala
Sobre este blog

El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.

Este año hay amor o qué

Este año no hay amor o qué.

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Todos los veranos se enamora de alguien. El otro día hablamos por WhatsApp y le pregunté si este también. “Este —me dijo— no sucede”. Claro, no es que ella se lo proponga, o lo busque, es que la cosa le sobreviene como un infarto. En el verano de 2016, de visita en el pueblo de sus abuelos, después de cruzarse en varios paseos con otra chica que también hacía caminatas solitarias, acabó por pararla y preguntarle si quería tomar un helado. La chica dijo que sí y después de lamer el helado siguieron con todo lo demás.

Espero que no le importe que cuente esto, en cualquier caso no voy a revelar su nombre, pero a mi amiga no le duran los ligues más allá del 15 de septiembre. Pierde la ilusión, no sabe continuar, todo lo que le alegra de la otra persona, le parece triste en el otoño de su romance. En el verano de 2019, compartió el último trozo de tiramisú que les quedaba en una cafetería con un dandy británico que había dejado un libro de Oscar Wilde con ilustraciones de Aubrey Beardsley junto a su taza de café. Esa misma tarde, caminaron juntos hasta la playa y se arrimaron mucho el uno al otro para observar con detalle cada dibujo de Beardsley, besándose a los pies de la falda con plumas de pavo real que vestía Salomé.

Su amor del año pasado la invitó a reencontrarse en Londres para ver allí la exposición que la Tate está dedicando a este artista decadente. Ella estuvo a punto de decir que sí, pero la idea de quedarse dos semanas en cuarentena la desanimó. Se dijo a sí misma que era mejor no revivir historias del pasado.

El otro día me escribía desde el pueblo de sus abuelos. Desde que se declaró la pandemia no habían tenido ningún caso de contagio en él, ni en la residencia de mayores ni entre los 50 habitantes regulares. Con las vacaciones, la población se ha multiplicado por tres y ya se ha detectado un positivo. El pueblo tiene un club social, cuya terraza está cada día abarrotada. Pandillas juveniles se reencuentran, como en todas las vacaciones, vagan en manada por las inmediaciones y, cuando empieza a oscurecer, hacen botellón en el parque hasta las tantas. Al llegar al pueblo, me explica en unos audios, los veraneantes tenían la sensación de que se encontraban en una zona segura, libre de virus, donde podían relajarse. Y así lo hacían. Este agosto el pueblo está más lleno que nunca y las mascarillas las llevan en la papada, los que las llevan, porque los que salen a pasear por la carretera ni se las ponen. Toda esta información me resultaba interesante pero lo verdaderamente importante era lo otro: si este año hay amor o no hay amor. No hacía falta irse a Londres, le dije, podría volver a suceder en el pueblo. Ahí es cuando me contestó “No sucede”.

Todas las recomendaciones de la OMS y del Ministerio de Sanidad van en contra de su concepción del amor. La micropoetisa Ajo escribió durante el confinamiento este verso: “Dijiste te amo y el desamor fue ciencia”. A mi amiga le aburre la idea de no rozar con los dedos la mano de la otra persona, no beber de la botella del otro, del plato del otro, de la boca del otro. Ha dicho que se retira del amor hasta que llegue la vacuna.

Por mi parte, he querido darle argumentos para evitar que se meta a monja tan joven. Le he dicho que las mascarillas son como los antifaces: un juguete de misterio y seducción. Que la distancia impuesta crea tensión sexual. Que se me ocurren unas cuantas perversiones basadas precisamente en el no tocar que podrían hacer tambalear sus prejuicios. Si te gustara el BDSM, le dije, encontrarías grandes aliados en la distancia social. Me contestó que se lo pensaría pero que no surge la chispa con nadie y que lo de hacer match en Tinder en el pueblo estaba muy complicado, a pesar del espectacular incremento de veraneantes.

Por otro lado, tampoco es un problema aprender a estar feliz estando sola, aunque 2020 nos haya obligado a esto por las malas. Los grupos disminuyen su tamaño y los amigos se van perdiendo, alejando, como quien deshoja una alcachofa. Al final queda el corazón solo, desnudo, suave, tierno. Un tesoro escondido debajo de tanta capa inútil. No son palabras mías sino de mi amiga, que me ha acabado contagiando su pesimismo. Me pregunta si iré a visitarla a su pueblo cuando acabe mis vacaciones en Galicia y le digo que mejor que no.

Antes de escribir este artículo le he mandado unos wasaps. Lo hice de noche y después de unas copas de albariño. No son condiciones para decir nada pero cuando me he despertado por la mañana ella ya los había leído y ya era demasiado tarde para borrarlos. Le pregunté si había pensado alguna vez en cómo son los últimos mensajes que mandan las personas que saben que van a morir. Si ha imaginado cuánto amor descarnado e indefenso rezuman. Yo lo he hecho muchas veces. No sé si se usan palabras totalmente sinceras o si el sentimiento se exacerba, al menos un poco; a fin de cuentas, es tu muerte y dices en ella lo que quieres. En cualquier caso, son mensajes incontestables. Le dije, con el pitch dramático un poco subidito, que el verano de 2020 no era un verano para andarse con tonterías, que debíamos amarnos, querernos, desearnos y cuidarnos como si fuera el último, porque quizá lo fuera. No le estaba animando a que rompiera las barreras de seguridad e higiene pero sí a escribir cartas intensas, mensajes lascivos, fantasías tras la máscara, preguntas indiscretas a dos metros de distancia y su propio cono de helado.

No me ha contestado.

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El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.

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