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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala
Sobre este blog

El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.

Preparada para el chasco

Preparada para el chasco 2
10 de agosto de 2020 21:27 h

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En el verano del coronavirus hay que estar preparados para lo imprevisible. Que nada te pille por sorpresa. Recuerdo, en los todopoderosos veranos de mi infancia, a mi tía abriendo La Voz de Galicia por la página de esquelas y, preparándose para leer, ajustando el papel a la anchura de sus brazos y la distancia a su capacidad de enfoque, decir en voz alta: “Quen morreu hoxe?”. Pasaba las tres o cuatro páginas de muertos con indiferencia y elegancia, hasta que aparecía un nombre que le llamaba la atención, si es que era el caso. Entonces le daba un codazo a su marido y le anunciaba que fulanito morreu. A partir de ahí se desencadenaba una serie de explicaciones sobre quién era la persona, cuál había sido su relación con ella y cualquier otro detalle que conociera sobre su vida. Sin tragedias, solo a modo de información. Después continuaba leyendo por si hubiera alguno más y, ya si acaso, echaba una ojeada al resto de páginas del periódico. Y si acaso había que ir al funeral, se iba.

Todo esto lo cuento, además de por el placer de hacerlo, por la envidiable actitud de mi tía ante los acontecimientos inesperados -ya lo he dicho: indiferente y elegante-, sin aspavientos ni protestas airadas. Lo que viene, viene. Esta actitud yo no sé si es una cosa de ella o gallega en general, aunque también la he visto en muchos habitantes insulares. Veo claro que ante el coronavirus hay dos actitudes: la de mi tía y la de todos los demás. Yo soy de la de los otros, pues nada deja de sorprenderme. Por eso, cuando el pasado viernes por la noche llegué al lugar en el que se celebraba el concierto de Triángulo de Amor Bizarro y vi que allí no había nada ni nadie, pensé que me había equivocado de sitio, de día o de hora, en lugar de contemplar la posibilidad de que los rebrotes lo hubieran cancelado.

El concierto se iba a celebrar con aforo reducido y entradas gratuitas repartidas con anterioridad, sillas separadas y al aire libre en la plaza principal de A Coruña, como parte de una encogida versión de sus fiestas grandes. El ayuntamiento decidió cancelarlo al mediodía pero yo no me enteré, pues me pilló durmiendo la siesta, la cual enlacé con un cine y luego solo miré el móvil para saber la hora. Lo típico de un viernes de verano. Cuando llegué allí, me tuvo que informar el vigilante de que la ciudad pasaba a un estadio similar a la fase 2 de la desescalada. Este retroceso no lo vi venir y me está costando asimilarlo.

Esa tarde, el diario local había mandado a un reportero a hacer unas preguntas a la gente que pasaba por allí, mientras comenzaba la recogida y desmontaje del escenario. Me asombró que el titular fuera “A los coruñeses no les sorprende la cancelación de los conciertos”. Bueno, yo estaba francamente sorprendida. Imagino que no les sorprende como tampoco les extrañaría toparse con la Santa Compaña en mitad de un bosque. Dirían “quen morreu hoxe?”.

Para llegar hasta la plaza de María Pita, donde se iban a realizar las actuaciones, tuve que abrirme paso por una calle estrecha y peatonal, abarrotada de gente bebiendo y picando de pie en las terrazas de los bares. Allí la fiesta grande sucede todas las noches. Aunque la orden no entraba en vigor hasta la medianoche, solo puede entenderse que los organizadores y el Concello tomaron una determinación más ejemplarizante que necesaria porque no puede ser que un concierto en las condiciones mencionadas sea más peligroso para el contagio que esa calle donde es tradicional tomar vinos de pie apretujado con el vecino.

Los coruñeses con los que hablo coinciden con los encuestados. En general lo ven normal e incluso les extraña el empeño en intentar celebrar conciertos aunque sea al aire libre; les chocan las iniciativas de retorno a la normalidad cuando sienten que la situación va a peor. También me cuentan que hay que entender la cancelación como una estrategia de precaución no tanto por la logística del concierto en sí mismo sino por lo que viene después. Según la orden administrativa de última hora, a partir de esa misma noche los bares tendrían que cerrar a la una. Este es el verdadero drama. Al parecer, es natural y previsible que tras un concierto haya un mogollón de gente dispuesta a beber despendoladamente por ahí, da igual el género musical, la edad media de los asistentes o las recomendaciones sanitarias. El sentir general es que la música lleva adherida inseparablemente la melopea y que, si le dices a los asistentes que se tienen que ir a casa y que no deben disgregarse en grupos de más de diez personas, la policía tendrá que enfrentarse a un problema de orden público. Acabaremos todos en comisaría, como en esa mítica película de furia juvenil en el año 1967 llamada Riot in Sunset Strip.

Mi tía estaba preparada para ir a un funeral en cualquier momento, como quien pasa el día en casa con ropa de calle y solo tiene que calzarse y salir. No es una cuestión de organización sino de actitud, pues se puede bajar a la calle en pantuflas y hacerlo con tanto estilo que nadie lo notaría. Este verano te pide eso: no dar nada por seguro, tener la maleta siempre medio lista por si hay que volverse mañana, guardar una buena despensa y mascarillas de repuesto, no agarrarse a nada ni a nadie con mucha fuerza.

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El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.

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