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Un espacio en el que está implicada toda la redacción de eldiario.es para rastrear y denunciar los machismos cotidianos y tantas veces normalizados, coordinado por Ana Requena. Puedes escribirnos a micromachismos@eldiario.es para contarnos tus experiencias de machismo cotidiano.

“Unos churros y se te pasa”, “nadie te tocaría ni con un palo”: yo soy gorda y lo tuyo es violencia política

La secretaria de Estado de Igualdad en funciones, Ángela Rodríguez 'Pam'.

Ángela Rodríguez Pam

Secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género —
24 de octubre de 2023 22:46 h

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Me pidieron que escribiera un artículo sobre el machismo cotidiano que he sufrido como secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género del Gobierno de España. Lo cierto es que he tardado mucho en escribirlo porque sabía el dolor que me iba a provocar hacerlo. No me considero una víctima, ni creo que muchas mujeres que están ahora en situaciones similares se consideren víctimas tampoco. No sé tampoco cuánta de esta fuerza tiene que ver con que sabemos bien que cualquier muestra de debilidad se usa para golpearnos más. Pero lo cierto es que estamos fuertes. Y a la vez lo cierto es que duele muchísimo y probablemente lo que más duele es el silencio. Por ello, finalmente, y tras mucho pensarlo, este artículo no es otra reflexión teórica sino más bien un bestiario de reflexiones sobre las violencias que las mujeres que ocupamos posiciones como la que yo ocupo normalizamos en nuestro día a día. Y es un artículo que escribo como secretaria, pero sobre todo como Pam; porque hace poco fue el Día de la Salud Mental no quiero ni puedo permitirme a mí misma tratar este asunto como un debate más.

Empiezo por el principio. Ya ni yo misma me llamo otra cosa que no sea Pam. Y Pam se ha convertido en una onomatopeya, en una clave entre los miembros de la machosfera que les autoriza a tratarme como a un trozo de pan, una cosa que no llega a ser humana, que puede ser despreciada en cualquier forma y frecuencia, y que por muy graves que estos desprecios sean, solo formarán parte del ruido que nosotras mismas hemos creado y que justifica toda violencia que podamos recibir. Algo habremos hecho, grita esa esfera. Y sí, claro, hablo en plural porque nada de lo que a mí se me diga o haga es comparable a lo que le han hecho a Irene Montero y a otras mujeres antes. Y sí, también porque ni siquiera lo que le hacen a ella y a tantas otras mujeres en el mundo que defienden los derechos de todas es por lo que somos, sino por lo que hacemos.

Mientras escribo en el ordenador de mi despacho de la calle Alcalá 37 se escuchan gritos de fondo. Hay desde hace días un hombre que nos increpa porque estamos destrozando el Estado. Pienso qué sucedería si este mismo señor estuviera gritando bajo el balcón de otro alto cargo del Gobierno. No será para tanto, mujer, me digo, como me dijeron también mientras ponía una denuncia en comisaría por las amenazas de muerte que estaba recibiendo, y porque ciertamente he llegado a creer que no es para tanto. Todo el rato pasan cosas mucho más graves que lo que a nosotras nos sucede. Pero tampoco creo que sea lo normal ni que debamos normalizarlo con silencio. Así que me pregunto, ¿qué es lo normal cuando eres un cargo público? ¿Hay un precio a pagar? ¿Hay una violencia normal?

Abro Twitter. Justo esta semana se han cumplido dos años de mi nombramiento como secretaria de Estado. Ese mismo día me quité las notificaciones de todas las redes sociales. Así que abro Twitter. Repaso las últimas noticias. Leo ya sin sorpresa cómo a cada persona de izquierdas de este país que ha querido contextualizar sobre el conflicto palestino-isrealí le ha llovido una cantidad desmesurada de insultos. En esa misma línea me dicen: “Es de cerdos horripilarse por unos muertos y disimular ante otros”. Hasta ahí la media nacional. Pero nunca se queda solo ahí.

Cualquiera de las publicaciones que hago tiene siempre una respuesta más o menos estructurada del siguiente modo: si fueran sólo diez comentarios, recibiría uno de apoyo, uno sobre alguna de las críticas habituales al Ministerio de Igualdad (exceso de gasto y personal, contador de sentencias de rebajas de penas por la mala aplicación de algunos tribunales de la ley de libertad sexual, transfobia, etc.) y los otros ocho tendrían que ver con mi físico.

Los miles de comentarios semanales sobre mi físico me parecen un asunto relevante. Debajo de los cuestionamientos a mi salario y a mi posición sobre el asunto que corresponda recibo: “Vete a un gimnasio tarada”, “menuda barbacoa, cómo te vas a poner”, “unos churros y se te pasa”, “haz una huelga de hambre”, “vete a parar las balas que tienes con qué”, “trabaja primero por el alto a la comida”, “a ti lo único que te duele es el estómago de hambre”, “nadie te tocaría ni con un palo”, “gorda, gorda, das asco, gorda, asco”. Mi psicólogo, mi madre, mis amigas, mi novia, el equipo con el que trabajo me dicen que no lo lea. Y casi nunca lo hago, pero por desgracia traspasa lo que ahí sucede.

La deshumanización que va implícita en el tipo de odio que recibimos en las redes sociales se reproduce en muchos de los marcos comunicativos que se construyen sobre nosotras, permeando así en una forma de hacer política y periodismo que normaliza en muchas ocasiones la violencia política hacia las feministas. Así se entiende cómo en la última semana se difundió como bulo una foto mía con un amigo que ha sido usada como prueba para acusarme de gastar dinero público en prostitución; se entiende cómo se hicieron noticias falsas afirmando que yo equiparé darse dos besos a la violencia sexual, bulo que ha sido utilizado para publicar serias columnas de reflexión en uno de los periódicos más leído de nuestro país; o incluso se entiende cómo se me ha llegado a acusar de negacionista de la ciencia por no creer en la utilidad de los buenos hábitos de salud frente a la apología de la obesidad que supuestamente defiendo.

Soy consciente de que van a perseguir mis pasos en el futuro. De que no habrá un solo destino de mi carrera o de mi vida que no sea susceptible de ser criticado y señalado. El fin de semana pasado otro bulo afirmaba que me había presentado a un examen de oposición pública al que ni siquiera acudí. Hace unos días un presentador de televisión caído en desgracia ponía mi nombre a una vaca para subir su audiencia.

Si lo que te llega de mí es que soy una gorda inútil que cobra mucho por hacerlo todo mal y que dice todo el rato cosas estúpidas es que la estrategia para desacreditar el trabajo feminista que hemos hecho estos años funciona. El problema en todo esto es que hay una cosa que sí es verdad: soy gorda. Lo llevo siendo toda mi vida, tengo un cuerpo que no encaja por muchos motivos dentro del canon de belleza de nuestro tiempo y mucho menos aún dentro del canon exigible de manera implícita a todas aquellas mujeres que vayan a ocupar la primera línea de la política en este país.

Ser una gorda es mucho más que tener sobrepeso. He pesado más y mucho menos de lo que peso ahora y siempre he sido una gorda. Gorda significa que no te cabe la ropa que venden en las tiendas donde todas se compran la ropa, pero significa también que eres otro tipo de mujer, una que no se esfuerza lo suficiente en serlo y que tu simple imagen es la viva muestra de que existe disciplinamiento para quien no dedique todos sus esfuerzos para entrar, esta vez sí lo digo, en ese estrechito carril que nos dejan a las mujeres para ser quienes somos en libertad.

El desprecio a mi físico me ha hecho preguntarme si las personas gordas no merecemos lo mismo que el resto, si efectivamente somos menos válidas, nos esforzamos menos o somos sencillamente peores por ocupar un poco más de espacio en una silla al sentarse

Ser una gorda es mucho más que un peso determinado, es ser, sobre todo, una mala mujer. Se han metido con mi forma de vestir, con mi voz, con mis capacidades intelectuales, con mi manera barriobajera de expresarme, me han tocado sin que yo quisiera, me han agarrado del brazo por la calle, me han increpado mientras paseaba, me han escupido a la cara, me han mandado mensajes subidos de tono, mensajes amenazándome con violencia sexual, física o la muerte, han intentado también perseguir a las personas que más quiero, y, sin embargo, nada me ha dolido tanto como el desprecio absolutamente normalizado a mi físico. Me ha hecho preguntarme si las personas gordas no merecemos lo mismo que el resto, si efectivamente somos menos válidas, nos esforzamos menos o somos sencillamente peores por ocupar un poco más de espacio en una silla al sentarse. Cuántos kilos separan lo válido de lo que no lo es.

Me ha dolido tanto que me ha hecho intentar por todos los medios dejar de ser una gorda. Me he puesto más atrás en las fotos, me he vestido solo de negro, he ido al gimnasio, he dejado de comer, he vomitado hasta perder la cuenta, he querido irme, he querido desparecer y sobre todo he dedicado muchísimas horas a esto aun sabiendo que era algo imposible de cambiar. Si ser mujer y hacer políticas de izquierdas ya te coloca en el punto de mira, hacerlo con un cuerpo gordo es una osadía imperdonable que quieren recordarme cada día. Ojalá poder decir ahora que esto #SeAcabó, pero ni la violencia política, ni la gordofobia ni un TCA son cosas que se terminen con un artículo o con muchos artículos, de hecho. Y ojalá se dejase de ser una gorda solo con adelgazar.

Lo que sí puedo decir muy tranquila es que lo que se ha acabado es el silencio. Y esto es una victoria inmensa que nunca habríamos conseguido de no intentarlo colectivamente. No soy ingenua, soy consciente de que soy una mujer con una posición de poder. Es por ello que soy consciente también, porque lo he vivido toda mi vida, de que despreciar a las gordas es algo que te pasa incluso si eres secretaria de Estado, pero porque antes te sucede en el colegio, en tu casa, por la calle y por todas las expresiones más o menos institucionales de una sociedad que, con demasiada frecuencia, castiga lo diferente.

Así que, y ahora sí, y porque soy secretaria de Estado de Igualdad, quiero (y debo) decirles a todas las niñas y mujeres que sufren porque creen que su cuerpo no es lo suficientemente válido que nuestro silencio se tiene que acabar. Que sois válidas y maravillosas. Que somos válidas y nos merecemos estar. Que juntas podemos hacer que la sociedad camine en dirección contraria a la gordofobia. Que gracias a las que ya habéis roto el silencio. Que ninguna mujer o niña tendría que sufrir por esto. Que nadie tiene que aguantar esto. Que no existe ningún precio a pagar por estar en política. Que yo seré gorda, pero lo suyo se llama violencia política. Y que hay esperanza siempre y se llama feminismo.

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