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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

Comer animales

  • Este texto fue leído por su autora en la conferencia inaugural del I Encuentro de Pensamiento y Acción Animalista Capital Animal, celebrado los días 13, 14 y 15 de mayo en La Casa Encendida, en Madrid, que reunió a escritores, artistas, filósofos, maestros, educadores, juristas, políticos y activistas para hacer un diagnóstico común de la situación de los animales en nuestra sociedad y avanzar hacia una mayor protección de sus derechos como seres sintientes.

Hace poco más de dos años, cuando nació El caballo de Nietzsche, publicamos un artículo, el primero, en el que explicábamos la razón de nuestro nombre. Nosotras, como el filósofo alemán, en algún momento de nuestra vida hemos abrazado a un caballo, a un perro, a un cerdo, a una cabra, a una gallina… hemos abrazado a un animal no humano, le hemos mirado a los ojos y hemos sentido la necesidad de pedirle perdón. Y lo hemos hecho. Le hemos pedido perdón en nuestro nombre y en el de toda nuestra especie. Perdón, simple y llanamente por haber asumido como normales y como naturales cosas que no lo son. Que no pueden serlo.

Los 724 muertos de un accidente de tráfico en una carretera española hace poco más de un año no dejan de ser muertos por el hecho de ser cerdos. A las decenas de heridos en ese accidente ni siquiera se les pudo atender porque solo eran cerdos y porque su destino era en todo caso la muerte. Iban al matadero. Aquel accidente lo concebimos como una tragedia, no solo por la muerte traumática de quienes en todo caso iban a morir, sino porque nos recordó que camiones como ese circulan por decenas, por cientos, por nuestras carreteras, sin que ni siquiera reparemos en ellos.  Cuando un animal nace con la única finalidad de morir su vida no cuenta. Cuando su cuerpo solo se concibe como recipiente para criar lo que serán productos de consumo, sean chuletas, chorizo, jamón, un bolso, unas botas, una almohada… sus heridas, sus lesiones, su dolor no cuenta.

Solo en Estados Unidos, y según datos de hace ya unos años, 10.000 millones de animales son asesinados al año para convertirse en comida, y eso sin contar peces y otras criaturas marinas, que ni siquiera son contabilizados individualmente sino por toneladas. Son más de 19.000 por minuto, 317 por segundo. El negocio de la industria cárnica mueve en ese país 125.000 millones de dólares. Nuestro consumo de carne es la principal causa de enfermedades evitables, de pérdida de biodiversidad, de contaminación y de hambre en el mundo. La producción de animales a gran escala es una de las actividades más inhumanas que podemos concebir, la analicemos desde el punto de vista que la analicemos. Y sin embargo, está subvencionada como un bien público. Es lo normal, no natural. Plantear que las cosas puedan ser diferentes nos hace aparecer a quienes lo defendemos como radicales, como utópicos, como sentimentales carentes de razones llevados únicamente por nuestro amor a los animales. Nos dicen, incluso, que nos preocupamos más por los animales que por las personas. Como si los humanos no fuéramos animales. Como si la preocupación fuera por cupos. Como si preocuparnos por unos implicara necesariamente descuidar a otros.

Sabemos que si toda la humanidad consumiera a nuestro ritmo (el de nuestra sociedad, la occidental, el 'primer mundo') necesitaríamos ya un planeta y medio para poder satisfacer esa demanda.

Sabemos que la ganadería intensiva contribuye más que todo el sector del transporte, incluido el aéreo, al cambio climático: emite la mayor cantidad de los gases más nocivos que contribuyen al calentamiento global y a la lluvia ácida. En conjunto, el transporte emite el 13% de esos gases, la ganadería el 51%. Los datos hechos públicos por la ONU quedaron desfasados años después por asesores del Banco Mundial, un organismo nada sospechoso de tener como finalidad la defensa de los derechos de los animales, y esos datos ya apenas tienen contestación.

Sabemos que el 45% de la superficie terrestre se utiliza como cultivo para alimentar ganado, el 90% de lo que era selva amazónica ya tiene esa finalidad, y no para alimentar a los vegetarianos (un argumento que de forma torticera se nos suele echar en cara) sino para hacer piensos para animales. Podemos calcular cuál es nuestra contribución a la biodiversidad si nos esforzamos por reciclar, por reutilizar, por reducir el consumo de recursos naturales pero seguimos con los hábitos alimenticios que consideramos “normales”.

Sabemos que producir un kilo de carne requiere unos 20.000 litros de agua, teniendo en cuenta el consumo de agua y pienso de esos animales y sin poder medir de forma exacta el deterioro medioambiental causado por sus residuos.  Podemos calcular cuál es nuestra contribución al ahorro de ese bien tan preciado para nuestra vida si ponemos todos los medios a nuestro alcance para no derrocharlo en la ducha, en el lavavajillas, en los grifos de toda la casa, pero seguimos con los hábitos alimenticios que consideramos “normales”.

Sabemos que el 60% de lo que llamamos “recursos de pesca” se destina a alimentar ganado. Que toneladas de criaturas marinas son devueltas al océano por no ser consumibles después de haber sido atrapadas en redes kilométricas y morir asfixiadas y aplastadas por nuestra codicia. El Centro de Pesca de la Universidad de British Columbia dijo hace años que nuestra interacción con los oceános tenía visos de “guerra de exterminio”, y desde entonces no ha hecho más que empeorar.

Sabemos que la gran parte de los alimentos básicos de las zonas más pobres del planeta, sus cultivos, no benefician a los habitantes de esas zonas, sino que pertenecen a un puñado de grandes corporaciones vinculadas a la industria ganadera. La especulación con los alimentos básicos es uno de los grandes y más oscuros negocios de nuestro mundo. Los países pobres nos venden su grano, y nosotros se lo damos a las vacas para comer carne.

Sabemos que la ganadería extensiva, ecológica, no es la solución. Solo para satisfacer la demanda de carne en Estados Unidos sería necesario que toda la superficie de todo el continente americano fueran pastos para ganado.

En 2007 Rajendra Pachauri recibió el Premio Nobel de la Paz como presidente del panel intergubernamental sobre cambio climático. Ya entonces Pachauri pedía al primer mundo sacar la carne de sus menús al menos un día a la semana como paso previo para ir reduciendo esa demanda. El consumo de carne, decía, es lo que más impacto tiene en el cambio climático y en las desigualdades en el acceso a los alimentos, y es lo más fácil de cambiar en el ámbito individual.

Si es así, y yo creo que es así, ¿por qué no lo cambiamos?. La psicóloga Melanie Joy dice que creemos sin cuestionar, sabemos sin pensar, actuamos sin sentir. Su libro Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas es una referencia para quienes creemos que otro mundo es posible. Ella se pregunta por qué maldecimos a los orientales que comen perro o gato pero vemos normal comernos a los corderos o a los terneros. Se pregunta por qué padres que disfrutan con sus hijos en una granja escuela viendo a los pollitos o a los cerdos, y que no dudarían en socorrer a cualquiera de esos animales que tuviera un percance en su presencia, van después tan tranquilos a la compra y llenan las bolsas de lonchas de jamón y de filetes de pollo sin ser conscientes de la contradicción.   

Vivimos en un sistema que nos hace dar por supuesto, no cuestionarnos, algo sobre lo que nunca hemos decidido de forma consciente: qué animales merecen nuestro respeto y qué animales son solo productos, objetos, cosas. En el siglo XVIII el filósofo Jeremy Bentham estableció que nuestra consideración sobre los demás animales no debía depender de su capacidad de raciocinio sino de su capacidad de sufrimiento, exactamente igual que con los humanos. Sabemos que los demás animales tienen esa capacidad, algunos incluso en grado superior a nosotros.

Los hemos convertido en cosas, en objetos, para poder asumir la aberración que implica su explotación. Tenemos muros físicos y mentales que nos impiden ver la realidad, y sentirla. Pero tenemos mecanismos para derribar esos muros. Tenemos activistas que nos muestran lo que ocurre en lugares cuya existencia intuimos pero no queremos conocer. Tenemos filósofos y educadores que nos enseñan la importancia de la ética y de la empatía. Esa empatía que todos tenemos de forma innata al nacer pero que vamos perdiendo a medida que “la normalidad” va ganando terreno en nuestro corazón y en nuestra mente. Tenemos juristas que nos recuerdan que lo que es justo ha de ser ley. Tenemos médicos, nutricionistas, chefs que saben que nuestro paladar no puede estar por encima de ninguna vida y que nuestras necesidades nutricionales, a diferencia de las de nuestros ancestros, pueden y deben ser más respetuosas con los demás. Que tenemos alternativas para obtener todos nuestros nutrientes sin explotar a nadie. Que ya no tiene sentido remontarnos a lo que hacían nuestros antecesores en las cavernas para seguir justificando nuestros hábitos. Tenemos artistas y creadores que nos permiten reflexionar sobre realidades que de otra forma no veríamos.

Sabemos que nuestra vida, desde que ponemos un pie en el suelo, tiene un efecto en los demás, muchas veces negativo, pero tenemos margen de maniobra para reducir ese impacto en nuestra vida cotidiana.

La producción de animales, su cría, su hacinamiento, su cautividad, su sufrimiento, ya sea en granjas, en mataderos, en zoos, en circos… implica su muerte, pero también la nuestra, la de nuestro planeta. Morimos como humanos al perder la empatía, y moriremos como especie si no asumimos que el destino de todos esos animales es también el nuestro. La explotación de los animales es extrema, y combatir algo extremo, aunque se haga de forma pacífica, mediante el diálogo, implica necesariamente ubicarse en el otro extremo. Creo que hoy ser humanista implica necesariamente ser animalista. No tenemos futuro si no tenemos en cuenta el futuro de los demás animales y el futuro del planeta.

En la película Matrix, Morfeo le dice a Neo: “Estás aquí porque sabes algo, aunque lo que sabes no lo puedes explicar. Pero lo percibes. Ha sido así durante toda tu vida. Algo no funciona en el mundo. No sabes lo que es pero ahí está, como una astilla clavada en tu mente. Intento liberar tu mente, Neo, pero yo solo puedo mostrarte la puerta. Tú eres quien la tiene que atravesar”.

Si estáis aquí es porque ya habéis cruzado la puerta o al menos la veis, sabéis que esa puerta existe. Atravesarla es una obligación ética. Con nosotros mismos, con los demás animales, con el planeta, con nuestra humanidad.

Fuentes:

Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas. Melanie Joy (2013, Plaza&Valdés).

Comer animales. Jonathan Safran Foer. (2012, Seix Barral)

Cowspiracy. The sustainability secret

  • Este texto fue leído por su autora en la conferencia inaugural del I Encuentro de Pensamiento y Acción Animalista Capital Animal, celebrado los días 13, 14 y 15 de mayo en La Casa Encendida, en Madrid, que reunió a escritores, artistas, filósofos, maestros, educadores, juristas, políticos y activistas para hacer un diagnóstico común de la situación de los animales en nuestra sociedad y avanzar hacia una mayor protección de sus derechos como seres sintientes.

Hace poco más de dos años, cuando nació El caballo de Nietzsche, publicamos un artículo, el primero, en el que explicábamos la razón de nuestro nombre. Nosotras, como el filósofo alemán, en algún momento de nuestra vida hemos abrazado a un caballo, a un perro, a un cerdo, a una cabra, a una gallina… hemos abrazado a un animal no humano, le hemos mirado a los ojos y hemos sentido la necesidad de pedirle perdón. Y lo hemos hecho. Le hemos pedido perdón en nuestro nombre y en el de toda nuestra especie. Perdón, simple y llanamente por haber asumido como normales y como naturales cosas que no lo son. Que no pueden serlo.