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¿Volverán las oscuras fiestas crueles?

6 de julio de 2021 22:27 h

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Si es verano, España se viste de fiesta patronal. Y donde hay procesiones, misa y bendición, acto seguido llegan los toros y todo tipo de torturas públicas para los animales. En el año 2020 la pandemia nos disfrazó de civilización, sin corridas, apenas encierros y casi todas las fiestas patronales crueles canceladas. En este 2021, con la vacunación en modo masivo, la gran mayoría de los festejos sangrientos –como San Fermín– han parado. Pero muchos siguen agazapados hasta el último momento.

Huele a vacaciones –que muchos no tendrán más allá de su barrio– y hemos empezado a correr para intentar tener un verano normal. Tras la locura por los bares, ahora queremos turistas y turistas como sea, y sobre todo de fuera. Por otro lado, algunos festivales musicales han vuelto a caer por segundo verano consecutivo, a pesar de los intentos de convertirse y reprogramarse. Sin embargo, la presión de la ganadería de festejos y la complicidad dicharachera de algunos políticos han consentido ya la celebración de corridas, incluso encierros. La barra libre del asterisco legislativo, la excepción oportunista y el discurso populista se han desatado. Merece la pena recordar, por un instante, que escribo desde Madrid. Así que no tengo mucho más que añadir.

El caso es que la imprudencia, y el tirapalante, están generando delirios monumentales, con plazas de toros prácticamente vacías –caso de la Feria de Vistalegre en mayo pasado–, y los activistas más vigilantes han levantado ya la mano de alerta. El decretazo tiene pinta de convertirse en la última incorporación taurina al Cossío, que yace en las mesillas de algunos alcaldes, junto a la Biblia y el Cantar de Mio Cid. Así que, visto lo visto en este horizonte… ¿Se nos va a escapar la ocasión histórica de parar esta barbarie matarife vestida de espectáculo? Un país en estrés postraumático, con familias aún de luto por sus seres queridos fallecidos, merece aparcar la muerte como estandarte, y salir si acaso a pedir bailes, música en directo, teatro, juegos, cultura (humanista) en definitiva. Imposible, dirán los más pesimistas. Sin embargo, ¿os acordáis del infame Toro de la Vega? ¿Y de la suelta de patos en Sagunto? Pues ya no volverán, nunca jamás.

Quiten el respirador a esa fiesta

Hace ahora cinco años estrenamos en sala de cine el documental Santa Fiesta, dentro de Capital Animal (ese encuentro multidisciplinar que necesitaría repetirse todos los años, como una suerte de balneario para la empatía animal en resistencia). Esta película la hicimos poco más de una media docena de profesionales del cine, hipnotizados y asqueados por la cartografía de la españolísima tortura animal en todas sus variantes, bendecida y ensalzada por quintos y paisanos de toda condición, enamorados del desfase servido en bandeja de plata, que mezcla tradición, fanatismo y psicopatía con el mejor carnet de pertenencia posible: la religión. Y durante un año estuvimos por numerosas pantallas, ciudades, municipios, hablando mucho con simpatizantes y convencidos, escuchando sus desánimos e incluso persecuciones a pedradas. “Esto va a acabar muy pronto”, les decía. “¡Ay mísero de mí, y ayinfelice!”* Lo que no podía imaginar es que mi profecía vendría arropada de pandemia, que supo además escupirme muy cerca en sus últimos meses.

Todos hemos estado encerrados, durante meses, y después limitados en movimiento, trabajo, recursos y la más esencial alegría de vivir. Semanas y semanas de ficción, historias, música, lecturas; en definitiva, nuestro aparataje milenario de escapismo, conocimiento y reparación de nuestras heridas. A nadie en su sano juicio se le ocurría echar de menos ni las corridas, ni los encierros, o los gansos descabezados, los caballos asfixiados de humo y las malditas ratas cadáveres que en El Puig siguen arrojándose para celebrar la idiotez. Algunos de estos actos quisimos retratar, casi quirúrgicamente, en Santa Fiesta. Para que, una vez extinguidos, no olvidáramos esos monumentos al dolor y la crueldad.

En estos cinco años, justo al borde de la pandemia, fueron eliminados por decreto el Toro de la Vega y los patos de Sagunto. El primero, transmutado en una rabieta de festejo denominado Toro de la Peña, justo en estos últimos meses ha recibido el remate final, y ni siquiera regresará en ese formato –aunque ahora intentan reinventarse en un torneo hípico de habilidades–. En el caso de Sagunto, los patos plásticos de colores y las pelotas han desplazado definitivamente –no ahora, sino el verano siguiente de estrenar Santa Fiesta– la suelta de animales que volaban, patinaban y, con terror y estrés, eran atrapados por los bañistas, despreciando la entidad de un animal que no participaba en absoluto del jolgorio humano ensordecedor y gratuito, a su costa. Para compensar, o lo que sea, el simpático ayuntamiento de la localidad decidió, eso sí, incrementar los encierros…

Antes de que se parara el mundo, seguían los encierros por todas partes; seguían los toros embolados de Amposta (empeñados sus secuaces en ser los más cromañones de las bellas Tierras del Ebro); seguía el toro ensogado de Benavente; seguían incluso las ratas de El Puig, animados tal vez por el protagonismo y fama de 15 minutos que les dedican los medios cada año; seguía el descabezamiento de gansos muertos sobre caballos de El Carpio de Tajo. Pero ya son dos años que no sucede, ni sucederá, porque ya sabemos –por ronda de llamadas realizadas para la ocasión– que ni los gansos, ni los embolados, ni los toros al mar de Denia, por ejemplo, por ejemplo, van a celebrarse. Al menos, oficialmente. Aunque las razones oficiales apuntan a las medidas sanitarias que, igual que sucede con los conciertos y los deportes, impiden las masas de espectadores sin distancia social. Pero, ¿y si todo esto fuera el principio del fin?

Que no vuelva a pasar, jamás

A menudo escuchamos que algunas de estas fiestas son más que una tradición, son patrimonio –cultural, histórico, vaya usted a saber–, y no pueden dejar de hacerse. Pero en ningún lugar está escrito que no podamos despatrimonializar estos engendros. O eliminar su condición de 'Fiesta de Interés Nacional', etiqueta absurda concedida, por ejemplo, al indefendible bous a la mar de Denia. En esta localidad archipopular, la corporación de mayoría socialista ha sido decididamente valiente, cancelando el festejo, desoyendo a peñas y matatoros que exigían un formato híbrido del festejo torturador, con público solamente en las gradas y aforo reducido. No habrá bous, como tampoco habrá carrozas callejeras. Pero se ha reforzado –reutilizando presupuesto de festejos crueles– la programación musical y de otras actividades, como el teatro. Será la primera vez, tras el verano pasado, en la que los veraneantes y residentes de este punto caliente del turismo alicantino podrán disfrutar de la playa, los paseos, el tapeo, sin el horror –en doble turno de mañana y tarde– de una plaza de torturas instalada en el puerto, un engendro de crueldad mortal para los toros, que además consentía la presencia de menores de edad en las gradas, incluso en la zona de burlas y acoso a los animales.

Tampoco habrá este año desfase alcohólico, menores desautorizados, tortura salvaje en forma de toro de fuego, en Amposta. Se pongan como se pongan sus ultras, que incluso han hecho camisetas reivindicativas, la repugnante cúpula del trueno que cada año se instalaba al pie de la arrocera, no sucederá. Y así será con muchas de las fiestas y festejos, patronales les llaman, tengan o no tengan encierros, corridas, gansos o caballos. Pero, ¿y a partir de septiembre?

Tenemos el caso del Antzar Eguna, o Día de los Gansos, en Lekeitio. Aparentemente, se va a celebrar, a pesar de no figurar en las informaciones de turismo y de estar al borde de las limitaciones impuestas por el Estado y las autonomías. Más por una cuestión de aglomeraciones, que por sensibilidad hacia los cadáveres de gansos despiezados a tirones por las cuadrillas participantes en este anciano ritual, que ha tenido que transformarse varias veces (de animales vivos a animales sedados y a los gansos muertos actuales). De hecho, han incorporado en varias ocasiones el uso de réplicas artificiales de los gansos, y cuando estuvimos rodando para Santa Fiesta en 2015, desde el punto de vista del desafío de pericia y aguante, el no–animal daba más juego, porque los participantes se agarraban mejor y tenían varios vuelos emocionantes… ¿Lo harán en 2021 sólo con un postizo? Ojalá que ni siquiera tenga forma de ganso…

Según vaya quedando atrás el miedo al contagio, vestidos tal vez de una falsa inmunidad, asomará las orejas la bestia más fiera de este querido planeta nuestro: el humano cruel. Intentará abrir plazas, calles, subirse al burro del Peropalo, a los caballos ahumados y asfixiados de Las Luminarias, a los toros de San Marcos… Pero todos y cada uno de esos festejos pueden evolucionar, como la más sincera y sentida consecuencia a la muerte y el aviso letal que un fortísimo virus aporreó a nuestra especie, confundida siempre de intocabilidad y supremacía. El bous a la mar puede ser un correcalles de empujones al puerto; el Peropalo puede hacerse con un invento mecánico; y Las Luminarias pueden ser elevadas a unos audaces saltos de paisanos y visitantes sobre las mismas hogueras (con precaución y sin malos deseos, lo digo de corazón). Necesitamos bailar, cantar, abrazarnos, besarnos, beber a saltos y celebrar más que nunca esa vida que tuvimos pendiente de un hilo, y que a algunos se les rompió con quien menos esperábamos. Que no vuelva la crueldad, que renazca la fiesta.

Si es verano, España se viste de fiesta patronal. Y donde hay procesiones, misa y bendición, acto seguido llegan los toros y todo tipo de torturas públicas para los animales. En el año 2020 la pandemia nos disfrazó de civilización, sin corridas, apenas encierros y casi todas las fiestas patronales crueles canceladas. En este 2021, con la vacunación en modo masivo, la gran mayoría de los festejos sangrientos –como San Fermín– han parado. Pero muchos siguen agazapados hasta el último momento.

Huele a vacaciones –que muchos no tendrán más allá de su barrio– y hemos empezado a correr para intentar tener un verano normal. Tras la locura por los bares, ahora queremos turistas y turistas como sea, y sobre todo de fuera. Por otro lado, algunos festivales musicales han vuelto a caer por segundo verano consecutivo, a pesar de los intentos de convertirse y reprogramarse. Sin embargo, la presión de la ganadería de festejos y la complicidad dicharachera de algunos políticos han consentido ya la celebración de corridas, incluso encierros. La barra libre del asterisco legislativo, la excepción oportunista y el discurso populista se han desatado. Merece la pena recordar, por un instante, que escribo desde Madrid. Así que no tengo mucho más que añadir.