Sí que tengo hambre, pero no de estas cosas. (Gregor Samsa)
Jorge Luis Borges abría su breve silueta de Franz Kafka (1883-1924) con una frase contundente: “Los hechos de la vida de este autor no proponen otro misterio que el de su no indagada relación con la obra extraordinaria”. Un maestro tropieza al hablar de otro maestro: uno diría que, al contrario, la posteridad literaria de Kafka no ha sido otra cosa que una indagación de conexiones entre obra y vida. Olvidando, como advertía Milan Kundera, todo lo que se sabe del contexto histórico-literario para considerar únicamente el microcontexto biográfico. Más perdonable es la deferencia a una cierta sabiduría popular que ve en Kafka un simple oficinista depresivo, enésimo “artista atormentado”, hipocondríaco del montón. Ello contrasta nítidamente con las opiniones de quienes lo trataron. El amigo Max Brod: “Un santo de nuestro tiempo”. El aprendiz Gustav Janouch: “Un santo poseído por la verdad”. El vecino y profesor de hebreo Friedrich Thieberger: “Una especie de santo”. Un cliente de su empresa de seguros: “No es un abogado, es un santo”. Bastante santo para sus amores, Dora Diamant, Milena Jesenská o Felice Bauer, y, según un testimonio familiar, también para unas hermanas “que lo amaban y honraban como a una especie de ser superior”.
Difícil imaginar que todo ello se deba a la canonización póstuma de Kafka: que cada uno de estos personajes reajustara su percepción y memoria a la luz de una leyenda que tardaría décadas en tomar forma. Leyenda que, en nuestros días, suele excluir una dimensión clave del autor, acaso porque choca con las exageraciones y medias verdades que sí lograron hacerse sitio. Una constante en la vida de este descriptor de animales antropomórficos, ayunantes y extrañamientos dietéticos. Lejos de ser un gris oficinista cuya mayor excentricidad fue su obra, Kafka era un convencido naturista y vegetariano, y así era conocido en vida, como lo prueba la siguiente fake news en un Prager Tagblatt de 1918: “Franz Kafka, que recibió el premio Fontane por sus relatos El fogonero y La metamorfosis, se retiró sensatamente y compró un jardín en algún lugar de la Bohemia alemana, en el que busca el retorno a la Naturaleza desde la alimentación y los intereses vegetarianos”.
En Kafka encontramos una aguda sensibilidad hacia los animales, aunada al higienismo, la gimnasia, la Lebensreform, las terapias naturales y el anhelo de un mundo menos contaminado e industrial, característico del naturismo de principios del siglo XX. La denuncia de la gran urbe y sus cafés (“las catacumbas de los judíos de hoy”) y el sueño de trabajar con sus propias manos el campo, hacer su pan, fabricar su ropa: amaba la jardinería y soñaba con “partir para Palestina como agricultor o artesano”.
Kafka era un naturista de libro, postura insólita en su entorno que pudo reforzar su aura de santidad. Como tantos naturistas, hubiera querido iniciarse en la práctica terapéutica, de tener la oportunidad, y expresaba en su diario la aspiración de poder un día “establecer una asociación de medicina natural”. Conocidos son su delgadez y su talante enfermizo; no tanto sus intentos de superarlos. Leyó al pionero culturista Eugen Sandow, pero fue más fiel, durante años, a los ejercicios del gimnasta Jorgen Peter Müller y al método Fletcher de masticar concienzudamente la comida (¡y la bebida!). Aficionado a la natación y a los baños de sol, pasó unas semanas en el sanatorio nudista de Jungborn, donde tardó días en quitarse el bañador. Ya en 1912 escribía a Felice Bauer que no tomaba alcohol ni excitantes como el café, el té o el chocolate. Mantenía una estricta higiene, se lavaba las manos meticulosamente y participaba del culto al limón del naturismo de principios de siglo. “¿Cómo puedes tragarte esa grasa?”, dijo Kafka cuando un compañero de trabajo comía una rebanada de pan con mantequilla. “El mejor alimento es un limón”.
Escribe el biógrafo Reiner Stach que viajar con Kafka “significaba aguantar un interminable régimen higiénico en el hotel, hacer planes elaborados y soportar una vacilación constante y comida vegetariana”. Desde fuera, algunos lo consideraban una más de sus manías, cosas de hipocondríacos, y a veces tenía que hacer excepciones empujado por las circunstancias.
Pero había algo más que consideraciones higienistas (y la curación de un problema de estómago): había una orientación ética, e incluso militante, frente a “la cultura de los comedores de carne” (expresión que dice recordar Janouch). Constantemente teniendo que defenderse “de los consejos de comedores de carne y bebedores de cerveza”, Kafka aprovechaba la menor oportunidad para hacer activismo; cuando en el sanatorio se corre la voz de que su habitación es la que mejor huele, escribe: “en mi vanidad me hubiera gustado explicar que es debido a que no como carne, pero era sólo el jabón”. Cosas así confesaba a su hermana Ottla, a la que había convencido para seguir la dieta vegetariana incluso en la difícil época de entreguerras (se dice que Ottla la mantuvo hasta su triste ingreso en Auschwitz). Según Max Brod, “Kafka comparaba a los vegetarianos con los primeros cristianos, perseguidos y ridiculizados en todas partes, frecuentando locales insalubres: ”Lo que está destinado por naturaleza a los más altos y mejores se difunde entre la gente humilde“.
Kafka concebía el vegetarianismo como un punto de inflexión en la historia, que traería una civilización más pura y aliviaría la culpa de la humanidad, empezando por la suya propia. No olvidemos que su abuelo paterno había sido carnicero kosher: “Tengo que no comer tanta carne como él sacrificó”. (Los choques con el padre en relación con su nuevo estilo de vida son memorables). En la biografía del amigo, Brod refiere un episodio en el acuario de Berlín, presenciado por su novia: “Habló a los peces en sus tanques iluminados: ”Ahora al fin puedo miraros en paz. Ya no os como“. Era la época en la que se volvió vegetariano estricto. Si uno nunca ha oído cosas semejantes de los labios de Kafka es difícil imaginarse cuán simple y llanamente las expresaba, sin ninguna afectación, sin la menor sentimentalidad (que era algo casi completamente ajeno a él)”.
En 1920, aquejado ya de tuberculosis, se lamentaba a Ottla desde un sanatorio de los montes Tatras, cuyo menú incluía precisamente el pescado: “Estuve triste por la tarde, porque había comido boquerones; estaba bien preparado, mayonesa, trozos de mantequilla, puré de patatas, pero eran boquerones. Durante unos días había tenido ganas de carne y eso fue una buena lección. Triste como una hiena vagué por los bosques (un poco de tos era lo que me distinguía como humano), triste como una hiena pasé la noche. Me imaginé a una hiena que encuentra una lata de sardinas extraviada por una caravana, que aplasta el pequeño ataúd metálico y se come los cadáveres. La diferencia entre ella y los humanos es tal vez que ella no quiere pero tiene que hacerlo [...], mientras que nosotros no tenemos que hacerlo, pero queremos”. Poco parece quedar aquí del Kafka más flexitariano de la década anterior, que se resignaba al “abominable” menú cárnico de otros sanatorios y balnearios. El doctor, atónito, intentaba consolarlo: “¿Por qué estar triste? Yo me comí a los boquerones y no los boquerones a mí”.
Esta propuesta de renovación social y personal mediante el vegetarianismo –en el contexto del regreso a una vida más natural e inocente— dista del individuo mórbido retratado por el público y no poca crítica, condenado como sus personajes a dar vueltas para siempre en círculos neuróticos, purgado de todo ideal sublime. El caso es que Franz Kafka sí tuvo una redención, y esa redención pasaba por el naturismo. O más bien, por él pasaban sus muchas otras redenciones. Aunque ese hogar con ella nunca llegó a materializarse, escribe en una carta a Felice Bauer: “Yo creo que nuestro hogar será vegetariano, ¿o no?”.
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