1971 es un año memorable por motivos bien distintos. Uno es estupendo: nací. El otro es fatal: es el primer año de la Historia en el que el Nivel de Sobrecapacidad de la Tierra se alcanzó antes del 31 de diciembre. Este indicador fija la fecha en la que los humanos han consumido todos los recursos naturales que la Tierra es capaz de regenerar en un año. En 1970, la humanidad alcanzó su nivel de sobrecapacidad el día 31 de diciembre. Fue el último en el que el balance Tierra-humanos resultó equilibrado y, cuando el otro día se celebró el 50 aniversario del Día de la Tierra, pensé que este dato tendría algo que ver con la fecha. Pero no. Aunque quizá sea el mejor motivo de todos, porque 1970 marca el último año en el que vivimos (más o menos) compensados. 1971 inaugura el tiempo del desequilibrio evidente, científicamente inexorable, porque la Tierra entró en déficit el 21 de diciembre. Es decir, durante diez días estuvimos arrancando excedentes que la Tierra no iba a ser capaz de reponer.
A este dato accedí leyendo un libro al que llegué a través de otro al que me había conducido un tercero. Y así. Vincular esa fecha tremenda a algo tan personal fue posible gracias a las invisibles rutas que a lo largo de una vida han ido trazando la cultura adquirida y la naturaleza existente. De cómo se fusionan ambas es de lo que va este texto.
Como el optimismo es una opción, y pese al ninguneo sistemático que en España (y muchos otros países del mundo) experimenta tanta gente dedicada a la naturaleza y la cultura, podemos pensar que esta pandemia brinda una oportunidad para que los ninguneados habituales incidan de otro modo en la sociedad. Se está abriendo una ventana de ansia regeneradora que a saber cuánto dura pero, sea como sea, podría amortizarse para plasmar los beneficios que puede proporcionar una alianza cultura-naturaleza bien gestionada. Por eso, a continuación se sugieren algunas instrucciones básicas para lograr un primer impacto que luego, con un poco de suerte, quizás anime a que se reproduzcan alianzas por el estilo.
Con buenas palabras no bastará
El mundo va a querer, ya quiere, soluciones. Concreciones. Pero como casi todo cambio humano empieza por variar la percepción, de partida hablaremos de palabras. Y de términos o frases hechas que no hay que acatar porque sí. Por ejemplo: “Estamos en la Sexta Extinción”. Error. Estamos en otra cosa. Porque, al incluir el presente destrozo en ese grupo, se confiere a la palabra Extinción una falsa normalidad, describiéndola como si se tratara de una rutina planetaria, cuando lo cierto es que la aniquilación actual no tiene precedentes: por la inusitada velocidad, porque la lleva a cabo una especie determinada y, la diferencia más dolorosa, porque es consciente. Sabemos lo que estamos haciendo. Así que estamos ante la alevosa destrucción de un espacio común habitado por otros seres vivos, y esa peculiaridad es un agravante que obliga a cambiar el término Extinción por otro menos amable. Uno podría ser masacre.
Algunas voces proponen que los incendios provocados del Amazonas sean declarados crimen contra la humanidad. En Nueva Zelanda ya lo entienden así tras haber concedido estatus de persona a un Parque Nacional, a un río y sus afluentes, de modo que quien agreda a esos espacios será juzgado como si atacara a alguien. Modificar la terminología va a resultar urgente, teniendo en cuenta que nuestra presuntuosa especie se autodenomina sapiens, como si el resto de especies fueran tontas. Así nos va.
Ejercita la mirada periférica
Aparca las pantallas y haz excursiones, exponte a territorios ajenos que obliguen a desarrollar los sentidos. Los expertos aseguran que poseemos catorce sentidos, nada de esos trillados cinco. Catorce. Parece que la intuición es el resultado de conjugarlos todos a la vez. Puedes ejercitar este tipo de mirada acercándote a exteriores asilvestrados, pero también la pulirás con el conocimiento que hayas acumulado a base de lecturas, música, de cualquier arte que te haya hecho pensar que hay un mundo interesante ahí fuera. La Teoría de las Inteligencias Múltiples explica cómo ordenamos la información de esos sentidos y la utilizamos para sobrevivir. Hasta hace poco decían que teníamos siete inteligencias pero alguien se dio cuenta de que faltaba una y en 1995 se añadió la Naturalista. Sintomático que no hubieran pensado en ella. Da igual, ya está ahí.
Sé hongo
De manera que, si aprendemos a exprimir el potencial latente de catorce sentidos y ocho inteligencias confiando en el valor de la acción colectiva, se pueden registrar logros como el protagonizado por los coreanos del sur, que frenaron al coronavirus sin prácticamente muertes. ¿Por qué reaccionaron tan bien? Tampoco es que los coreanos sean iconos de lo ejemplar pero han demostrado que saben organizarse cuando les va la vida en ello, y un porqué de su eficiencia ecológica podría responderse a través de la cultura: en un momento de su historia reciente, Corea del Sur decidió convertir la industria cultural en uno de sus motores clave. Desde entonces, no solo se ha convertido en la gran suministradora de contenidos audiovisuales para Asia y más allá sino que, durante la pandemia, uno de los filósofos más citados ha sido Byung-Chul Han, surcoreano residente en Alemania (exiliado debido al horror que le causaba el ultracapitalismo de su país, pero un pensador de primera); hace cuatro años, Han Kang ganó el premio Booker de literatura por su obra, atención al título, La vegetariana; y dos productos ultracríticos con el clasismo de aquella sociedad -el temazo Gangnam Style y la película Parásitos- han arrasado mundialmente.
Corea del Sur está habitado por unos 51 millones de personas. El país, uno de los primeros en sufrir el virus, cuenta 240 fallecidos mientras escribo estas líneas. ¿Por qué tan pocos? Desde luego que se puede responder de muchas formas pero el estrecho lazo que une a los surcoreanos con la naturaleza, haciendo de las salidas al aire libre un hábito casi sagrado y de la dieta de posguerra (ejemplificada en el kimchi, ese fermento de col destinado a durar meses) un principio nacional, sumado a la fresca memoria de un siglo de penurias y guerras y -¡atención!- a la citada megaapuesta por la cultura, hace pensar que esta gente conserva y sabe aplicar ciertas enseñanzas de ahorro y respeto mutuo decisivas a la hora de sobrevivir en grupo.
Habrá quien achaque este concreto éxito coreano al sistema paternalista y a la sumisa obediencia de la población. Podría ser. Pero como se publican todo tipo de teorías sobre por qué el coronavirus impacta más en unos lugares que otros, ahí va esta invitación a pensar que la inyección de tecnología, educación y cultura que las últimas dos décadas ha removido los cimientos espirituales del país, ha contribuido decisivamente a que los surcoreanos se defiendan, se protejan desplegando el mutualismo que caracteriza a los árboles, las plantas o los hongos, especialistas en sostenerse unos a otros cubriendo los déficits de este con los excedentes de aquel. Sería una demostración de que la alianza entre naturaleza vivida y cultura interiorizada es una vía para que sobreviva esta especie nuestra, la única no realista, la única que actúa como si viviera en un planeta de recursos infinitos.
En 2019, la Tierra llegó a su Nivel de Sobrecapacidad el 29 de julio. En 2020, el planeta, desde su fascinante indiferencia, ha activado un mecanismo para restablecer un cierto orden y nos ha parado los pies. El año que viene cumpliré medio siglo. Hoy quiero tener un sueño, porque para eso también somos conscientes, para soñar con ojos abiertos, y por eso quiero soñar que este virus ha hecho germinar grupos que se están juntando para diseñar espacios y relaciones que amortiguen el daño al entorno. Y que el virus se va diluyendo, o aparece pronto la vacuna, mientras la gente afina sus cuidados, y las semanas pasan y los meses también y entonces, el 31 de diciembre de 2020 aún no hemos superado el Nivel de Sobrecapacidad. Y entro en el año que cumpliré medio siglo con una sonrisa que no te quiero contar.