Animales sacados de una miserable vida recluidos en inmundas pocilgas que son asesinados, en muchas ocasiones incluso sin aturdimiento previo por matarifes inexpertos que prolongan su agonía en medio de un ambiente festivo en el que su sufrimiento es ignorado en nombre de la tradición. La tortura es similar a la que padecen cada día millones de cerdos en granjas de explotación y mataderos, pero en este caso es visible y compartida por todos los participantes. En este caso esa tortura es una celebración.
Tras los Muros ha fotografiado la matanza del cerdo en varias localidades de España: Toledo, Palencia, Burgo de Osma y San Leonardo de Yagüe (ambas en Soria) para rescatar ese sufrimiento y ponerlo en primer plano, denunciando la crueldad de esta tradición. Familias, vecinos, amigos, se dan cita en domicilios particulares o en plazas públicas para disfrutar de un macabro ritual que viven con tanta normalidad que los chillidos de los animales quedan ahogados en el alcohol, los chistes y los cotilleos.
Las escenas a veces son propias de una ejecución pública convertida en espectáculo: el reo en el centro, rodeado por los matarifes, y detrás los vecinos, gentes de toda edad y condición, hombres, mujeres, niños, mayores y pequeños, todos expectantes de lo que ocurre ante ellos.
En ocasiones los animales no son aturdidos previamente, lo cual no solo aumenta su tortura sino que vulnera la legislación. En San Leonardo de Yagüe, por ejemplo, los vecinos no ocultan los motivos por los que no aturden a los cerdos: “no sería lo mismo”. Deducimos que se refieren a su regocijo al ver al cerdo luchando por su vida, retorciéndose, chillando, desangrándose. Incluso cuando lo son, a veces permanecen conscientes mientras son acuchillados por los matarifes, después de haber sido inmovilizados en una lucha por su supervivencia que no deja lugar a dudas sobre el pánico que les atenaza. La agonía se prolonga durante minutos que se antojan una eternidad, mientras todo es jolgorio a su alrededor.
Los defensores de esta tradición argumentan que viene de lejos, de cuando las familias mataban al cerdo que habían criado para alimentarse durante los meses siguientes, pero ya no es así. Ahora la mayoría de las veces los cerdos son comprados a granjas industriales, donde han sido criados en deplorables condiciones de explotación, y solo ven la luz del sol para ir al matadero, o bien hacinados en un camión, o bien en un vehículo cualquiera hacia una matanza en familia. En todo caso, su espera siempre es igual, rodeados de muerte e inmundicia, en un minúsculo y oscuro cubículo donde no tienen espacio para satisfacer sus necesidades vitales más básicas. Separados de su familia, sin poder desarrollar los intensos y complejos lazos sociales que caracterizan a los cerdos, las madres forzadas a parir una camada tras otra que les son arrebatadas nada más nacer, tratados como objetos inertes por una industria que solo busca obtener el máximo beneficio económico de sus cuerpos, y por una sociedad que solo los ve como carne.
Manos ensangrentadas que aún sujetan el cuchillo, nudos imposibles que inmovilizan patas y hocicos, mamas aún enrojecidas por haber amamantado a la última camada como único rastro de vida en una cerda arrastrada por el suelo, ojos que suplican con el último aliento antes de rendirse, botas de matarifes que pisotean la dignidad inherente a todo ser sintiente. Hombres que matan, mujeres que cocinan, y una víctima a la que nadie ve como tal.
La normalidad de estas matanzas es más aterradora aún cuando en ella participan los niños, a los que con intención o sin ella se adoctrina así en lo que implica hacer excepciones al maltrato, vivir con naturalidad la agonía evitable de un animal con una incuestionable capacidad de sufrimiento. Niños que aprenden a convertir una matanza en una fiesta.
La FOTOGALERÍA completa está en este enlace.este enlace