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El medio ambiente está en tu plato

Albert Einstein dijo que nada sería más beneficioso para la salud del hombre y para el planeta que una alimentación vegetariana. Eso fue en el siglo pasado. Décadas después tenemos evidencias científicas de que esa salud, la nuestra y la del mundo, se resiente peligrosamente, y los datos dan la razón a Einstein.

El movimiento ecologista crece en todo el mundo; el cambio climático se ha colado entre las principales preocupaciones de las instituciones de todo el planeta; el medio ambiente es un capítulo ineludible en los programas electorales de las fuerzas políticas. Se habla de ahorro y eficiencia energética, de reducción y gestión de residuos, de la protección de determinados espacios naturales... Nadie duda de que todo ello es imprescindible, y bienvenidas sean todas las medidas para avanzar en todos esos ámbitos.

Avanzamos hacia la idea de que cualquier actividad que dañe el medio ambiente debe ser controlada, limitada, o incluso erradicada. Sin embargo, la producción de animales para servir de comida a los humanos es una actividad protegida, subvencionada con fondos públicos como sector económico básico, y ello a pesar de que es la mayor contribuyente al cambio climático, al deterioro de la biodiversidad, y, aunque cueste creerlo, a las hambrunas de buena parte de la población humana.

Rajendra Pachauri recibió en 2007 el Premio Nobel de la Paz, como presidente del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático. Lo compartió con el ex vicepresidente de Estados Unidos Al Gore, embarcados ambos en el mismo objetivo de concienciar a ciudadanos y autoridades sobre la necesidad de cambiar los hábitos de consumo.

Pachauri lo repetía a todo aquel dispuesto a escucharle: los hábitos alimenticios influyen en el cambio climático mucho más que los del transporte, y son más fáciles de cambiar, porque hay más capacidad de decisión personal. Proponía eliminar el consumo de carne un día a la semana, y a partir de ahí seguir reduciendo.

Advertencia de la ONU

Durante esa misma época, la ONU emitió un clarificador informe: “La sombra alargada de la ganadería. Aspectos medioambientales y alternativas”. También el World Watch Institute ha alertado sobre los efectos nocivos de la cría de animales, con datos irrefutables que no hacen más que empeorar.

La ONU estableció que el sector ganadero emite más gases de efecto invernadero que el del transporte, incluido el aéreo. En concreto, un 40% más. Y desde que ese estudio se publicó, la producción de animales se ha hecho aún más intensiva, y las previsiones indican que en 2050 se habrá duplicado respecto a 1999.

Según los datos, el sector ganadero es responsable del 9% del CO2 que se emite a la atmósfera, pero produce una cantidad especialmente elevada de los gases más perjudiciales. En concreto, genera el 37% del metano; el 65% del óxido nitroso, que multiplica por 296 el potencial de calentamiento global del CO2; y el 64% del amoniaco, que contribuye significativamente a la lluvia ácida.

Ese mismo informe de la ONU cuantificaba en el 33% la superficie terrestre utilizada por la ganadería para producir comida para los animales. En América Latina, el 70% de la selva amazónica destruida es ahora pastizal y cultivo de forraje.

La conclusión, denunciada por numerosos estudios y ONGs, es evidente: la mayor parte de la tierra cultivable en el mundo se dedica a alimentar animales para consumo de carne y lácteos. En los últimos años, además, se ha reducido el número de propietarios de esas tierras, en su mayoría en manos de grandes corporaciones. El grano es objeto de especulación y no alimenta a quienes lo cultivan, sino a los animales que forman también parte de un mero engranaje a gran escala. Las zonas más pobres del planeta ven cómo sus cosechas se destinan a alimentar a animales consumidos como carne en los países ricos.

La ganadería intensiva tiene otra peculiaridad nociva para los propios animales y para el medio ambiente: sometidos a los requerimientos de un proceso de producción basado en el máximo beneficio económico posible, los animales malviven hacinados, sus ciclos vitales y reproductivos son alterados, y sus necesidades más básicas son ignoradas.

Da igual que estén enfermos si siguen siendo aptos para el consumo y, en esas condiciones, suelen estarlo. Su alimentación está pensada para acortar los periodos vitales, separar a las crías de sus madres, engordarlas para ir al matadero con solo unos días o unas semanas de vida, y prevenir o atajar enfermedades habituales en los centros de explotación. Desde que nacen hasta que mueren, los animales criados en la ganadería industrial son alimentados con exceso de nutrientes, antibióticos y hormonas que convierten sus excrementos en auténtico veneno para el terreno y para las aguas.

“Guerra de exterminio”

La producción de animales para su consumo es la principal fuente terrestre de contaminación de los mares y océanos, que tampoco se libran de la captura indiscriminada de criaturas marinas con diversos fines, no solo para consumo humano directo: también para servir como pienso a animales terrestres. O, simplemente, son víctimas colaterales de unos métodos de pesca que, como ocurre en la ganadería, solo buscan el máximo beneficio al menor coste.

Los barcos modernos pueden capturar cincuenta toneladas de peces en unos minutos, y una sola flota puede desplegar más de mil redes simultáneamente cercando a todas las criaturas que se encuentren en centenares de metros a la redonda. De cada diez atunes, tiburones y otros grandes depredadores marinos que había hace cincuenta años, queda uno. Según el Centro de Pesca de la Universidad de British Columbia, la interacción de los humanos con los animales marinos, a los que llamamos “recursos de pesca”, hace años que empezó a tener visos de “guerra de exterminio”.

El informe de la ONU lo dejó claro: “Criar animales para que sirvan de comida es uno de los factores que más contribuye a los problemas ambientales más serios, tanto a escala global como local” y por ello “debe estar en el punto de mira al abordar la degradación de la tierra, el cambio climático, la contaminación atmosférica, la escasez y contaminación de las aguas, o la pérdida de biodiversidad”.

Un escritor en los mataderos

Al enterarse de que iba a ser padre, Jonathan Safran Foer, escritor estadounidense, quiso averiguar qué comería exactamente su hijo, cómo se producían los alimentos y, en concreto, cómo era la cadena de conversión de animales en carne. Quiso saber cómo viven esos animales, cómo son tratados y cuáles son los efectos económicos, sociales y ambientales de comer animales.

El fruto de su trabajo, Comer animales, es un análisis de todos esos efectos en un país, Estados Unidos, donde el 99% de la carne se produce de forma intensiva y el 1% restante, donde los animales son criados de forma tradicional, son solo la excepción a la regla.

Ese modelo es el que se está imponiendo en el resto del mundo, también en Europa y en España, donde las grandes granjas que suministran animales a las principales marcas son una sucesión de barracones en los que los animales apenas ven la luz del sol y son solo piezas del engranaje de producción. Como defiende Melanie Joy, es un modelo que no quiere que nos preguntemos Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas.

Es un modelo que nos quiere hacer creer que la carne es necesaria, saludable y está de moda, aunque la realidad sea una atrocidad para los animales y para el medio ambiente.

Es un modelo que nos quiere hacer creer que no hay alternativa, aunque los doctores Colin Campbell y Caldwell Esselstyn demostraron en amplios estudios médicos, recogidos en el documental Forks over knives, la relación directa entre la alimentación y la saludForks over knives, entre el consumo de carne y la aparición y el tratamiento de las enfermedades más comunes en nuestra sociedad: trastornos cardiovasculares, determinados tipos de cáncer, diabetes o exceso de colesterol, por ejemplo.

Lunes sin carne

La conclusión a la que llegó Safran Foer, como la que determinaron Campbell y Esselstyn, o la ONU en su informe, es la misma: nada tiene tanto impacto sobre nuestra salud y sobre el medio ambiente como nuestra dieta cotidiana. Prácticamente todos estamos de acuerdo en que es importante cómo tratamos a los animales y al medio ambiente, pero no nos paramos a pensar en la relación más importante que tenemos con ambos: la alimentación.

Por ello, quienes defendemos que este planeta es tan nuestro como del resto de animales creemos que defender el medio ambiente requiere luchar contra todas las formas de explotación animal, comenzando por la más nociva para todos: la cría intensiva de animales para servir de alimento.

Creemos, sencillamente, que defender el medio ambiente requiere buscar el ahorro y la eficiencia energética, promover fuentes renovables y limpias de energía, reducir los residuos y buscar formas eficientes de gestión y reciclaje, proteger los espacios naturales… Protegerlos, por cierto, de verdad, incluyendo a quienes habitan en ellos y asumiendo que la especie más invasora que existe es la humana. Mirándonos al espejo, examinando nuestras propias decisiones anteriores y consultando un mapa demográfico antes de autorizar la caza de animales que, supuestamente, ponen en riesgo un determinado ecosistema más valioso que su propia vida.

Todo eso es necesario, por supuesto. Pero también lo es terminar con el cáncer que supone la producción de animales para servir de alimento. Cáncer, literalmente. Para los propios animales, para los humanos, y para el medio ambiente.

La convicción de Einstein y la petición de Pachauri se van abriendo paso. En Estados Unidos se multiplican las iniciativas para que un día a la semana, los lunes, los menús de oficinas y colegios no tengan carne. Y el Ejército de Noruega ha tomado esa misma medida para servir de ejemplo en la reducción progresiva del consumo de carne.

A los animalistas nos suelen acusar de sentimentalistas, de descuidar lo razonable para primar el sentimiento… Safran Foer responde en su libro. Cuando a alguien le apetece algo de comer y, sin pensar más, se lo come, no pasa nada, es lo normal. Y, generalmente, nadie se preocupa en buscar y desvelar sus contradicciones. Puede ser alguien que adora a los animales (algunos) y se preocupa por el medio ambiente. Y nadie lo cuestiona. Cuando alguien no quiere comer algo porque no quiere contribuir a lo que hay detrás, porque intenta que sus hábitos de vida sean más respetuosos con todos los demás, porque es consciente de lo que ha costado ese filete, esa hamburguesa, ese vaso de leche, en sufrimiento, en grano, en agua, en medicamentos… en salud, entonces es un sentimental que no atiende a razones. Es la forma más fácil de no asumir que el medio ambiente está en el plato.

Nota de la autora: La ilustración que encabeza este post está incluida en el libro SINPALABRAS, de Roger Olmos, coeditado por Faada y Logos edizioni, que puede adquirirse a través de este enlace.

Albert Einstein dijo que nada sería más beneficioso para la salud del hombre y para el planeta que una alimentación vegetariana. Eso fue en el siglo pasado. Décadas después tenemos evidencias científicas de que esa salud, la nuestra y la del mundo, se resiente peligrosamente, y los datos dan la razón a Einstein.

El movimiento ecologista crece en todo el mundo; el cambio climático se ha colado entre las principales preocupaciones de las instituciones de todo el planeta; el medio ambiente es un capítulo ineludible en los programas electorales de las fuerzas políticas. Se habla de ahorro y eficiencia energética, de reducción y gestión de residuos, de la protección de determinados espacios naturales... Nadie duda de que todo ello es imprescindible, y bienvenidas sean todas las medidas para avanzar en todos esos ámbitos.