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Reivindicación del diálogo entre ética y ciencia sobre experimentación con animales

La experimentación científica con animales es un tema de una enorme complejidad, y por ello quiero reivindicar aquí un diálogo razonado, respetuoso y sereno. Un diálogo que debería desarrollarse ante todo entre ética y ciencia, pero que también debería implicar a otras disciplinas como el derecho, a los movimientos animalistas, movimientos ecologistas, movimientos sociales interesados por la ciencia, divulgadores científicos, asociaciones que reúnen a afectados por diversas enfermedades, y a toda la sociedad. El diálogo que necesitamos no son diez minutos en un plató de televisión, sino una conversación sin prisas, que ha de avanzar aclarando conceptos y perfilando argumentos, haciendo un esfuerzo por entender las posiciones de los demás, aprendiendo unos de otros. Aunque no lleguemos a ponernos de acuerdo, el mero hecho de generar un clima de diálogo ya sería una gran victoria.

Como profesora de filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona, llevo años trabajando en ética aplicada a los animales y la naturaleza, y he tenido ocasión de hablar con bastantes científicos que experimentan con animales. Pero este pasado mes de septiembre tuve una oportunidad especial. La Sociedad Española de Neurociencia celebró un congreso en la ciudad de Granada y tuvo la buena idea de organizar un debate, y la amabilidad de invitarme a participar. Pasé tres días escuchando excelentes ponencias científicas, aprendiendo de investigadores que trabajan para conocer mejor el cerebro y hallar la cura de enfermedades terribles. El último día de congreso se celebró el debate y, aunque formalmente duró solo un par de horas, en realidad se prolongó durante el resto del día por los pasillos. Quiero agradecer a la Sociedad Española de Neurociencia, a su presidenta, Mara Dierssen, y especialmente a José Luis Trejo, organizador de la mesa redonda, su cordial invitación. También a todos los participantes en la discusión, por sus ideas y su entusiasmo. Con algunos de ellos el desacuerdo era profundo y, sin embargo, con otros hallamos sintonía. Sintonía no significa estar de acuerdo en todo, significa que hay un espacio común de encuentro, en el que cada uno se esfuerza por comprender las razones del otro. Me alegró, sobre todo, que con alguna gente joven había ideas compartidas y una sensibilidad similar.

De entrada, sentar en una misma mesa a defensores a ultranza de la experimentación con animales, como son los científicos Juan Lerma, Antonio Armario y François Lachapelle, y a una filósofa animalista como soy yo misma, puede sonar a enfrentamiento. Sin embargo, lo que intenté exponer en el debate, y lo que vuelvo a explicar aquí, es que la ciencia y la ética no están enfrentadas, sino que se complementan y se necesitan. Cuando la ética defiende que los animales son sujetos de una vida y merecen respeto y protección, lo hace basándose en conocimientos científicos. Es la ciencia quien ha ido mostrando que los animales poseen capacidades cognitivas, emocionales y comunicativas, poseen memoria y personalidad. Esas capacidades varían según las especies, pero están muy desarrolladas en mamíferos y aves, que son los animales más usados en experimentación. En mi caso, yo comencé a tener inquietudes acerca de cómo deberíamos tratar a los animales cuando en los años 80 y 90 leía a científicos que estudiaban la evolución, el comportamiento y la inteligencia de los animales: Darwin, Lorenz, Tinbergen, von Frisch, Goodall, Fossey, Köhler, Morris, Wilson, Bekoff, Jay Gould... como hoy leo a de Waal, Sapolsky, Reiss, Hare, Patterson, Hancocks, Pepperberg, Damasio… A muchos de estos investigadores, los mismos conocimientos científicos que aportaban les llevaban a plantearse cuestiones éticas. El caso paradigmático es Darwin, quien nos legó un brillante esbozo de una ética aplicada a los animales.

Esa complementariedad entre ética y ciencia puede dar lugar a un trabajo en equipo en la protección de los animales. En julio de 2015, el Parlament de Catalunya prohibió los espectáculos de circo con animales salvajes y estableció la creación de un observatorio para estudiar cómo afectan estos espectáculos a los animales domésticos, mediante la ley 22/2015 del 29 de julio. El Parlament tomó esta decisión después de escuchar los argumentos de biólogos, veterinarios, juristas, especialistas en ética y representantes del movimiento animalista. Fue ese trabajo en equipo lo que logró convencer a los parlamentarios de que, aunque el circo es un arte maravilloso a defender y proteger, no debería incluir animales.

Este trabajo en equipo entre diferentes disciplinas y movimientos sociales, que ya se ha dado en otras causas animalistas, me parece el camino a seguir. Espero que en el futuro sea cada vez más común que ciencia, ética, derecho, otras disciplinas académicas y movimientos sociales sepan trabajar unidos para lograr una mejor protección de los animales. Por supuesto, la cooperación entre disciplinas diversas no es fácil, pero cuando todos nos esforzamos por colaborar, se alcanzan resultados que ninguna disciplina puede lograr por sí sola.

En este sentido, creo que buena parte de las dificultades para lograr un debate sereno y profundo sobre experimentación con animales y otros dilemas éticos relacionados con los animales, se debe a la separación entre letras y ciencias. Todos saldríamos ganando si en las carreras de letras se proporcionara una mayor formación científica. Nuestros alumnos de filosofía en la UAB cursan un mínimo de dos asignaturas de cultura científica, pero es poco. Los alumnos de carreras científicas no reciben en muchos casos ninguna formación en ética, y en otros casos tan solo una introducción demasiado breve, lo cual es problemático. Cualquiera que se forme como biólogo, médico, veterinario, farmacólogo o psicólogo, va a encontrarse en el futuro con problemas éticos. Al no poseer una formación académica en ética, deben resolverlos con sus intuiciones personales, o adentrarse en la ética de manera autodidacta. Algunos científicos reivindican esta formación, como hace el catedrático de veterinaria en la UAB Martí Pumarola, quien está introduciendo la ética en el grado de veterinaria.

La ética es una disciplina académica tan rigurosa y profunda como pueda serlo la biología. Alguna gente cree que la ética son meras opiniones subjetivas que cada uno tiene y sobre las que no se puede dialogar. O creen que estudiar ética es adoctrinar. Pero la ética filosófica no es eso. Es una disciplina con 2.500 años de antigüedad, que enseña a reflexionar de manera crítica sobre cuestiones relacionadas con la justicia, el daño o la libertad. Lo que se aprende estudiando ética es a analizar los problemas éticos de una manera sistemática y rigurosa, a definir conceptos con precisión, a razonar y argumentar. Con esa formación, cada cual está más capacitado para articular su propio discurso personal. Estudiar ética no nos dirá lo que tenemos que pensar, sino que nos dará los instrumentos para pensar mejor.

Cuando uno estudia ética, se da cuenta de que la discusión sobre cómo hay que tratar a los animales es antiquísima. Alguna gente cree que el debate sobre la relación con los animales surgió en los años 70. Pero, en realidad, Pitágoras y los pitagóricos, en los mismos inicios de la filosofía en la Grecia clásica, defendían ya tesis animalistas, mientras que Aristóteles, uno de los grandes filósofos de la antigüedad, y también uno de los padres de la biología, experimentó con animales y dio razones éticas para ello. Y si uno sigue avanzando por la historia de la filosofía, va resiguiendo siglo tras siglo la discusión sobre cómo tratar a los animales, y la discusión más concreta sobre la experimentación con animales. En todo este tiempo se han acumulado numerosas teorías, que dotan al debate de una gran profundidad. Creo que a cualquier estudiante que se prepara para ser biólogo o veterinario se le debería ofrecer esta formación, de modo que cuando se le planteen problemas éticos, sepa que tiene a su disposición una extensa bibliografía, y que puede pensar esos temas de la mano de autores que los analizaron con lucidez.

Pongo un ejemplo sencillo. Durante el debate, algunos científicos defendieron la experimentación con animales con el siguiente argumento: “los seres humanos estamos moralmente legitimados para usar animales (ya sea cazarlos, comerlos o experimentar con ellos) por la sencilla razón de que somos un animal más, y de que el resto de especies se devoran unas a otras para sobrevivir. Si las otras especies se devoran entre sí, está justificado que nosotros hagamos lo mismo.”

Sin embargo, esta idea es errónea porque no alcanza a ver una diferencia fundamental entre el resto de especies animales y nosotros mismos. Cuando un león está cazando una gacela no puede detenerse y pensar: “¿esto que estoy haciendo es moralmente correcto?, ¿quizás debería alimentarme de una forma más ética?”. El león no tiene la posibilidad de cuestionarse moralmente sus propias acciones. En cambio, los seres humanos sí podemos hacerlo, y por eso tenemos una responsabilidad moral que los otros animales no poseen. Por esa misma razón, cuando un ser humano mata a otro ser humano, entendemos que hay que llevarlo ante la justicia. En cambio, si un león mata a otro león, consideramos que sería absurdo juzgarlo por ello. Así, nuestro sistema judicial no juzga a los animales de otras especies cuando cometen actos que, si los cometieran seres humanos, serían considerados delitos. Los animales no tienen capacidades morales ni responsabilidad moral, porque no pueden preguntarse por qué hacen lo que hacen. Aunque los animales realizan actos que nosotros podemos valorar como crueles o como compasivos, aunque las especies más desarrolladas poseen emociones y tienen relaciones sociales complejas, no son moralmente responsables de sus actos porque no pueden analizarlos de manera crítica, no pueden darse a sí mismos reglas morales. En cambio, nosotros podemos cuestionarnos por qué actuamos como actuamos, y eso es lo que nos hace moralmente responsables de nuestros actos. Así pues, no vale decir: “los humanos podemos cazar porque las otras especies también cazan”. No, los seres humanos no podemos refugiarnos en esa excusa del “los demás también lo hacen”. Nosotros tenemos un don, la capacidad de hacernos preguntas, y es de ese don de donde surge la ética y de donde surge nuestra responsabilidad. Nosotros somos seres racionales, y debemos dar buenas razones de por qué hacemos lo que hacemos.

Descartes lo explicó de forma brillante. En el siglo XVII, Descartes decidió reiniciar la filosofía, y se propuso fundamentarla sobre la idea más evidente que pudiera encontrar. Para hallar la idea más evidente, decidió dudar de todo aquello que pudiera poner en duda. Así descubrió que podía dudar de todas las cosas, pero no podía dudar de que dudaba. Comprendió que lo más fundamental del ser humano es su capacidad de dudar, su capacidad de pensar. De ahí el “pienso, luego existo”. Lo que nos hace humanos es hacernos preguntas, es poner en duda si lo que percibimos es real o es un sueño, es no creernos nada de lo que nos han enseñado. De ese cuestionarlo todo surge la ética.

Ahora bien, por otro lado, que los animales no puedan hacerse preguntas y por ello no sean moralmente responsables de sus actos, no quiere decir que no merezcan respeto y protección. Deben ser respetados porque son seres con una vida subjetiva, que sufren física y psicológicamente cuando son dañados. Y puesto que los seres humanos somos moralmente responsables, somos también responsables de cómo los tratamos. Entender estas ideas básicas es fundamental para poder desarrollar un diálogo entre ética y ciencia sobre nuestra relación con los animales.

Sin embargo, algunos científicos presentes en el debate afirmaron que la ciencia debe guiarse exclusivamente por criterios científicos, mientras que incluir criterios éticos supondría la injerencia de otra disciplina, de un factor externo a la propia ciencia. Aunque entiendo perfectamente el temor a que se limite la investigación científica por razones ideológicas, me alegró ver que eran otros científicos presentes en la sala quienes respondían a ese argumento. Cualquiera que haga ciencia hoy ya está tomando decisiones éticas, con independencia de que las tome de manera más o menos consciente o reflexiva. El ejemplo más claro es que en experimentación científica hemos renunciado por razones éticas a usar el mejor modelo animal para estudiar las enfermedades que afectan a los seres humanos: los mismos seres humanos. Por supuesto, estoy completamente de acuerdo con esa renuncia. Lo único que quiero es subrayar, como hicieron algunos científicos durante el debate, que esa renuncia es ya una decisión ética. Por tanto, si en la experimentación animal ya se ha tomado una primera decisión ética, no hay motivo para no continuar hablando de ética.

Os pongo otro ejemplo de la presencia de la ética en la ciencia. La experimentación con animales tal como se realiza hoy día en Europa y en buena parte de Occidente está guiada por el principio de las 3R: reemplazo, reducción y refinamiento. Este principio tiene como objetivo reemplazar a los animales por métodos alternativos siempre que sea factible y, cuando no lo sea, reducir su número al mínimo posible y refinar los procedimientos para causar el menor dolor. Al emplear este principio para diseñar sus experimentos, los investigadores ya están realizando reflexiones éticas. Y, de hecho, sus experimentos deberán ser aprobados por un comité ético. Por tanto, la ética ya está presente en la ciencia. Por eso es tan importante que los científicos reciban una buena formación académica en ética.

Una vez realizada esta reivindicación de la colaboración entre ética y ciencia, me gustaría defender tres ideas más acerca de la experimentación con animales.

La primera idea es la siguiente. La experimentación con animales es un dilema moral, porque en ella entran en conflicto dos bienes que deberíamos proteger, pero parece que no podemos protegerlos los dos a la vez. Por un lado, tenemos el avance del conocimiento y la esperanza de curar algunas enfermedades que afectan a seres humanos y también a otras especies de animales. Se trata de la esperanza de salvar vidas, como bien lo expresó en la mesa redonda María Gálvez, directora de la Federación Española de Parkinson. Para cualquier persona que sufra un problema de salud, y para sus familias, la investigación científica es absolutamente prioritaria. Y sabemos que el uso de animales ha contribuido al avance de la medicina y también de la veterinaria. Juan Lerma ofreció una lista de algunos de los progresos logrados gracias al uso de animales, que puede leerse en el Documento COSCE sobre el Uso de Animales en Investigación Científica. (No voy a entrar aquí en otra cuestión: los experimentos inútiles, los experimentos que han causado dolor y matado a animales sin aportar ningún avance científico).

Por otro lado, tenemos las vidas de los animales que se usan en experimentación científica, que sufren y mueren para producir esos avances, y que no podrán beneficiarse de ellos. ¿Es moralmente correcto sacrificar animales para lograr avances científicos? Es una pregunta difícil, porque los animales no son seres que existan para nosotros, no son propiedad nuestra, no son meras herramientas que se reducen a su valor instrumental. Los animales son seres que existen para sí mismos, para vivir sus propias vidas, y a los que hay que reconocer un valor intrínseco, como afirma la Directiva 2010/63/UE del Parlamento Europeo relativa a la protección de los animales utilizados para fines científicos.

Lo terrible de este dilema es que parece que, tomemos la decisión que tomemos, siempre hay alguien que pierde. O bien sufren los animales, o bien no vamos a poder curar alguna enfermedad. Parece que no haya manera de proteger esos dos bienes al mismo tiempo. Precisamente por ello, la solución que se ha adoptado en Europa y en buena parte de Occidente es una solución intermedia: se acepta el uso de animales, pero garantizándoles un cierto grado de bienestar. La clave es el principio de las 3R que explicaba anteriormente. En ese principio se basa la Directiva europea de 2010, y en ella a su vez se basa la legislación de los países europeos como España.

Hay que reconocer que, en Europa, desde que en los años 80 se comenzó a legislar sobre experimentación con animales, hemos avanzado en bienestar. Varios investigadores de diferentes universidades españolas me han contado que, antes de que existiera ninguna regulación, era frecuente experimentar con perros y gatos abandonados cogidos directamente de la perrera o de la calle. Y como no existían comités éticos, lo que uno hiciera con los animales quedaba oculto entre las cuatro paredes de su laboratorio. Actualmente, la experimentación con animales se rige por reglamentos y protocolos estrictos. Los experimentadores reciben formación específica para poder trabajar con animales, y cada experimento ha de ser aprobado por un comité de ética. Además, comenzamos a tener transparencia. El gobierno español informa sobre el número de animales usados en investigación y también ofrece resúmenes de los procedimientos realizados con ellos. La situación en Europa ha mejorado de forma notable respecto a los años 70. Naturalmente, lo que pueda estar sucediendo en China, en Pakistán o en Arabia Saudí es harina de otro costal.

Ahora bien, como decía antes, esta solución intermedia de optar por el bienestar y el principio de las 3R se tomó partiendo de la base de que en este conflicto moral siempre tenía que perder alguien. Se decidió que los perdedores eran los animales, y que por ello había que compensarles con un cierto grado de bienestar. Por supuesto, cada avance en bienestar es una victoria, y hay que agradecer a los experimentadores todas las medidas de bienestar que implementan. Y sin embargo, creo que haber tomado esta solución intermedia no debería hacernos olvidar la pregunta fundamental, la pregunta de si sería posible resolver el conflicto moral sin que nadie saliera perdiendo.

Y creo que hay que seguir planteando esta cuestión, por la razón de que el bienestar puede ser una solución provisional al problema, pero no es la solución definitiva. Conceder bienestar a los animales usados en experimentación no resuelve el problema moral, porque lo que les sucede a los animales no es simplemente que tienen experiencias puntuales de dolor físico y psicológico. Lo que les sucede es que pierden completamente su vida, la oportunidad de vivir su propia vida en libertad. Los animales de experimentación viven encerrados en espacios diminutos y artificiales, y no pueden tomar ninguna decisión sobre sus propias vidas. No pueden ir a donde quieren, comer lo que quieren, explorar un entorno natural, no pueden relacionarse con sus congéneres cuando y como les apetece, no pueden huir de situaciones que les asustan, no pueden protegerse a sí mismos o a sus crías. No tienen ningún poder de decisión, ningún control sobre sus propias vidas. Muchos de ellos están condenados a sufrir cáncer, alzheimer o cualquier otra enfermedad, porque los investigadores los usan como modelos de esas enfermedades. Esos animales no tienen la oportunidad de luchar por su salud, por su vida, porque están condenados a enfermar. Son prisioneros de sus propios cuerpos, que han sido convertidos en herramientas de experimentación. La clave del daño que sufren no es el dolor, y por eso la solución no es el bienestar. La clave es que han perdido su libertad. Es que no son dueños de sus propias vidas.

Aquí, los científicos suelen responderme: esos animales han nacido en cautividad y no conocen otra cosa, están acostumbrados a vivir así. Pero que un ratón, un perro, un cerdo o un macaco esté acostumbrado a vivir encerrado en un espacio diminuto y artificial, regido por las leyes que impone un grupo de humanos; que ese animal nunca pueda explorar y disfrutar de un entorno natural, que no pueda ver la luz del sol, que no tenga espacio suficiente para correr y jugar, que no tenga la oportunidad de disfrutar de buena salud, de ver a sus crías crecer sanas, no significa que no lo necesite. No significa que no lo prefiera. No significa que no sea lo mejor para ese animal, para que pueda realizar de manera plena sus capacidades. La costumbre, como la tradición, no son argumentos que sirvan para justificar ninguna conducta. Si la costumbre valiera como justificación moral, entonces cualquier forma de maltrato estaría justificada en cuanto la víctima “se hubiera acostumbrado a ella”, lo cual es una completa barbaridad. Bastaría con realizar una conducta durante un período de tiempo para que quedara moralmente justificada. Es decir, que el mero hecho de cometer una injusticia ya justificaría esa injusticia, lo cual es absurdo. Que una injusticia se repita durante días, meses, años o siglos, no justifica esa injusticia. Para justificar moralmente una acción hay que dar buenas razones, no un calendario.

Y aquí viene mi segunda idea. Si el bienestar no es la solución, entonces ¿cuál es? No he tenido que inventármela, porque ya la propone la Directiva europea de 2010 cuando defiende que el objetivo final es el pleno reemplazo. Es decir, que el ideal que debería guiarnos es avanzar hacia la completa sustitución de los animales por métodos alternativos. La Directiva no afirma que eso se deba conseguir en un año, en diez o en cien. Pero sí marca un objetivo, nos da una brújula que señala el norte.

¿Cómo se avanza hacia el objetivo de pleno reemplazo? Creo que necesitamos más financiación para el desarrollo de métodos alternativos. España no ofrece una financiación específica para ello, y sería una ayuda fundamental. También lo sería financiación privada, como la que ofrece la fundación británica Dr. Hadwen Trust. Asimismo, sería necesario agilizar los procedimientos de validación de los métodos alternativos. Igualmente, deberíamos conceder mayor reconocimiento a aquellos científicos que desarrollan métodos alternativos, porque realizan una aportación valiosa e innovadora a la comunidad científica, y animar a científicos jóvenes a apostar por esa línea. También podríamos dar mucha más publicidad a cada nuevo hallazgo, pues buena parte de la sociedad lo celebraría.

Soy de esas personas que confían en que la ciencia es capaz de resolver conflictos éticos que parecían irresolubles. Pongo un ejemplo. Desde que los seres humanos domesticaron a los caballos y los burros, uno de los conflictos morales más terribles ha sido el uso de estos animales como sistema de transporte. Durante siglos, los desplazamientos de personas y mercancías se realizaban gracias a la fuerza de caballos y burros, que eran sistemáticamente maltratados, obligados a vivir sus vidas como meras herramientas, cargados con pesos muchas veces excesivos, mal alimentados, golpeados, sin tratamiento veterinario cuando enfermaban, y que en cuanto envejecían eran matados sin compasión. Era normal ver animales golpeados por los cocheros en ciudades y caminos rurales. Eran frecuentes también los accidentes. El conflicto moral de usar a los caballos y burros como sistema de transporte parecía irresoluble. Y sin embargo, la ciencia y la tecnología lo resolvieron, inventando lo que podríamos denominar “métodos alternativos al uso de animales”. Hoy día, en Occidente, el uso de caballos y burros como medio de transporte es cada vez más residual. En otros países todavía se los utiliza de manera sistemática y a menudo muy cruel, pero al menos tenemos la solución, y diversos grupos animalistas trabajan para implementarla, como lo hace por ejemplo la Fundación Franz Weber con la campaña ‘Basta de TAS (Tracción a Sangre)’. De la misma manera en que la ciencia resolvió el conflicto moral del uso de caballos y burros, tengo la esperanza de que sepa resolver el conflicto moral de la experimentación con animales. De hecho, creo que los científicos son una clave fundamental en la protección de los animales.

Mi última idea es la siguiente. Así como tengo mis esperanzas puestas en la ciencia, tengo también una fuente de desesperanzas. Mi inquietud procede de haber comprobado durante estos últimos años cómo alrededor de la experimentación con animales iba creciendo un próspero negocio. Nuestra sociedad hace negocio con cualquier cosa, ya lo sabemos, y esto no se les podía escapar. Son ya muchas las empresas internacionales que crían y venden animales de experimentación, que proporcionan desde la comida de los animales hasta el instrumental necesario para los experimentos, y que en muchos casos realizan ellas mismas experimentos por encargo. Estas empresas no dejan de inventar nuevos productos, como jaulas inteligentes controladas por software cada vez más sofisticado que reconoce automáticamente las conductas de los animales y mide todo tipo de parámetros. Así que, ahora, en el debate sobre la experimentación, nos encontramos con un nuevo agente social: las empresas que viven de la experimentación con animales y que no tienen ningún interés en que ese negocio desaparezca.

Recientemente, se presentó el mencionado Documento COSCE sobre el Uso de Animales en Investigación Científica. Su principal autor fue Juan Lerma, uno de los participantes en la mesa redonda. El documento lleva los nombres de diez personas que lo apoyan, y que representan a diversas entidades. De esos diez nombres, seis proceden del mundo de la investigación, y otros dos representan a asociaciones de pacientes de enfermedades diversas. Sin embargo, los dos restantes son directivos de empresas dedicadas a la experimentación con animales. Dado que se trata de un documento que pretende defender el uso de animales por razones científicas, genera inquietud que dos de los firmantes sean directivos de empresas que tienen intereses económicos en la experimentación con animales. En cierto sentido, es como si una empresa petrolera firmara un documento contra las energías renovables. Al mismo tiempo, para la redacción del documento no se consultó con ningún especialista en ética. Aunque dos de los firmantes participan en comités de ética, ambos son científicos, y no especialistas en ética. Es decir, que se consideró más apropiado buscar el apoyo de empresas que tienen intereses económicos en la experimentación con animales, que el asesoramiento de especialistas en ética. Me preocupa profundamente que el desarrollo de la ciencia pueda verse influenciado, en este caso y en muchos otros, por motivos puramente económicos. (También cabría señalar que, de los diez firmantes, nueve son varones y solo hay una mujer, pero éste ya sería otro tema).

Este mismo documento critica duramente a los movimientos animalistas, como si ellos fueran la causa del problema. Pero no, el problema no es que haya animalistas, ni que sean simpáticos o antipáticos. El problema es que la experimentación con animales es un dilema moral que no podemos obviar, que exige reflexión. Es una pena que, en este documento, buena parte de las energías se pierdan en atacar al mensajero, cuando sería más provechoso canalizarlas para generar un diálogo razonable y sereno entre toda la sociedad.

En ese diálogo que necesitamos hay que escuchar todas las voces, aunque solo sea porque la investigación pública la pagamos entre todos. A veces, para criticar a los movimientos animalistas, se dice: “los animalistas están en contra de la experimentación con animales, pero luego van al médico y se benefician de los tratamientos obtenidos con esa experimentación”. Sin embargo, la cuestión es más amplia: la investigación pública la financiamos todos los miembros de la sociedad, también los animalistas. Y tanto si la investigación genera buenos resultados y produce medicamentos eficaces, como si no los produce, eso nos afecta a toda la sociedad. Si la comunidad científica decide, por ejemplo, no investigar enfermedades minoritarias porque no resulta económicamente rentable, eso nos afecta también a todos. Por eso mismo, somos todos los que debemos participar de ese diálogo, contrastar ideas y aprender unos de otros. Y, sobre todo, lograr que las decisiones se tomen por criterios científicos y éticos, y no por intereses económicos.

No quiero acabar sin mencionar un último aspecto que algunos científicos comentaron durante el debate. Cualquier investigador que trabaje en una universidad o centro de investigación se enfrenta cada día a una continua lucha contra el tiempo. Hay que compaginar la docencia con la investigación, dirigir trabajos de fin de grado, trabajos de fin de master y tesis doctorales, e invertir incontables horas en todo tipo de burocracia. El nivel de exigencia no cesa de aumentar. Se trabaja con la presión de lograr un nuevo proyecto de investigación, publicar un nuevo artículo en una revista bien posicionada, mejorar el índice de impacto, conseguir más becarios. El email no deja desconectar ni en vacaciones ni en fines de semana. Los investigadores jóvenes llegan a trabajar largos años con becas y contratos precarios que generan una continua incerteza sobre el futuro profesional, mientras se les exige una dedicación completa y un nivel excelente. Sé que la vida académica es muy estresante y exigente, porque a mí me sucede lo mismo. Entiendo que un científico pueda llegar a pensar: “con toda la presión que tengo, solo me faltaba la dichosa ética”. Por eso creo que debemos reinventar una universidad que trabaje con otro ritmo, lo que algunos defienden como slow academia. Pero uno de los científicos llegó a decir una frase que me resultó reveladora: “Con el trabajo que tenemos, pararnos a pensar es un lujo que no nos podemos permitir”. Entonces lo entendí todo. Ése es quizás el problema más fundamental de la sociedad en que vivimos.

La experimentación científica con animales es un tema de una enorme complejidad, y por ello quiero reivindicar aquí un diálogo razonado, respetuoso y sereno. Un diálogo que debería desarrollarse ante todo entre ética y ciencia, pero que también debería implicar a otras disciplinas como el derecho, a los movimientos animalistas, movimientos ecologistas, movimientos sociales interesados por la ciencia, divulgadores científicos, asociaciones que reúnen a afectados por diversas enfermedades, y a toda la sociedad. El diálogo que necesitamos no son diez minutos en un plató de televisión, sino una conversación sin prisas, que ha de avanzar aclarando conceptos y perfilando argumentos, haciendo un esfuerzo por entender las posiciones de los demás, aprendiendo unos de otros. Aunque no lleguemos a ponernos de acuerdo, el mero hecho de generar un clima de diálogo ya sería una gran victoria.

Como profesora de filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona, llevo años trabajando en ética aplicada a los animales y la naturaleza, y he tenido ocasión de hablar con bastantes científicos que experimentan con animales. Pero este pasado mes de septiembre tuve una oportunidad especial. La Sociedad Española de Neurociencia celebró un congreso en la ciudad de Granada y tuvo la buena idea de organizar un debate, y la amabilidad de invitarme a participar. Pasé tres días escuchando excelentes ponencias científicas, aprendiendo de investigadores que trabajan para conocer mejor el cerebro y hallar la cura de enfermedades terribles. El último día de congreso se celebró el debate y, aunque formalmente duró solo un par de horas, en realidad se prolongó durante el resto del día por los pasillos. Quiero agradecer a la Sociedad Española de Neurociencia, a su presidenta, Mara Dierssen, y especialmente a José Luis Trejo, organizador de la mesa redonda, su cordial invitación. También a todos los participantes en la discusión, por sus ideas y su entusiasmo. Con algunos de ellos el desacuerdo era profundo y, sin embargo, con otros hallamos sintonía. Sintonía no significa estar de acuerdo en todo, significa que hay un espacio común de encuentro, en el que cada uno se esfuerza por comprender las razones del otro. Me alegró, sobre todo, que con alguna gente joven había ideas compartidas y una sensibilidad similar.